Dioses de Marte (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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Él se encogió de hombros y separó la vista a un lado; pero no respondió.

La muchacha golpeó el suelo con uno de sus pequeños pies, revelando su enojo.

—La hija de Matai Shang está acostumbrada a que le contesten cuando pregunta. Cualquiera de una casta tan inferior como la tuya se honraría de que un miembro de la raza sagrada, nacida para heredar la vida eterna, se digne dirigirse a él.

De nuevo sonrió el negro, con la expresión astuta del hombre que lo sabe todo.

—Xodar, Dátor del Primer Nacido de Barsoom, está acostumbrado a mandar y no a obedecer —repuso el pirata negro. Y luego, encarándose conmigo:

—¿Cuáles son tus intenciones respecto a mí?

—Pienso llevaros a los dos a Helium —dije— Nadie os maltratará. Allí encontraréis a los hombres rojos, raza bondadosa y magnánima, que si me escucha no volverá a hacer peregrinaciones río Iss abajo y renunciará a la disparatada creencia con que ha venido ilusionándose siglos y siglos, rompiéndola en mil pedazos.

—¿Eres de Helium? —interrogó.

—Soy un príncipe de la Casa de Tardos Mors, Jeddak de Helium —repuse—; pero no soy de Barsoom. Soy de otro mundo.

Xodar me miró atentamente durante unos segundos.

—Bien puedo creer que no eres de Barsoom —dijo al fin—. Nadie de ese país hubiera sido capaz de matar, sin armas, a ocho Primeros Nacidos. Pero ¿cómo es que tienes el pelo dorado y que usas la enjoyada corona de un Sagrado Thern? Y recalcó la palabra sagrado con matiz de ironía.

—Ya no me acordaba —contesté—. Son el botín de mi conquista.

Con brusco movimiento me quité el de mi cabeza.

Cuando los ojos del negro se fijaron en mi pelo oscuro, cortado al rape, se abrieron de par en par de puro asombro. Indudablemente, esperaba que yo le hubiera mostrado la cabeza pelada de un
thern
.

—Sí, eres de otro mundo —exclamó con cierto temblor en la voz—. Bien puede el propio Xodar reconocer en tal caso tu valor y coraje, puesto que posees la tez de un
thern
, el pelo negro de un Primer Nacido y los músculos del más fuerte de los Dátor. Otra cosa sería si fuerais un barsoomiáno maldito —agregó.

—Ya sabes más que yo, amigo mío —le interrumpí—. Sé que te llamas Xodar; pero no sé qué quiere decir el Primer Nacido, ni qué significa eso de Dátor, ni por qué, si fueras vencido por uno de Barsoom, te negarías a reconocerlo.

—Los Primeros Nacidos de Barsoom —me explicó— son la raza de los negros, de la que soy Dátor o, como diría un miserable barsoomiano, Príncipe. Mi raza es la más antigua del planeta. Nuestro linaje arranca directamente, y sin interrupción, del Árbol de la Vida, que floreció en el centro del Valle de Dor hace veintitrés millones de años.

»Durante incontables períodos, el fruto del árbol soportó los cambios normales de la evolución, pasando por grados de vida vegetal exclusivamente, a la combinación de planta y animal. En las primeras fases, el fruto del Árbol poseía sólo el poder de la acción muscular independiente, mientras que el tallo permanecía unido a la planta paterna, hasta que más tarde se desarrolló en el fruto un cerebro, de suerte que, aunque colgando todavía al final de sus largos tallos, pensaban y se movían como seres independientes.

»Luego, con el desarrollo de las percepciones, vino la comparación de ellas, se estimuló la inteligencia y por consecuencia, nacieron en los de Barsoom la razón y la facultad razonadora.

»Pasó el tiempo. Vinieron al Árbol de la Vida y se fueron de él numerosas formas de vida, todas ligadas a la planta paterna por tallos de variadas longitudes. Al fin, el fruto del árbol consistió en diminutos hombres planta, tales como los que ahora hay reproducidos a mayor tamaño en el Valle del Dor, pero que aún colgaban de las ramas y los nudos del árbol por tallos que les crecían en lo alto de las cabezas.

»Las yemas de las que florecían los hombres planta se parecían a grandes nueces, de un pie de diámetro, divididas por una doble pared, en cuatro partes. En una crecían los hombres planta; en otra, un gusano de dieciséis patas; en la tercera, el progenitor del mono blanco, y en la cuarta, el primitivo hombre negro de Barsoom. Cuando el capullo floreció, los hombres planta siguieron colgando del extremo de sus tallos, y las otras tres porciones cayeron al suelo, donde los esfuerzos de sus encerrados ocupantes para escaparse los enviaron disparados en distintas direcciones.

»Mientras pasaba el tiempo, todo Barsoom se cubrió de esos encarcelados seres, que en el curso de incontables edades vivieron penosamente dentro de sus duros cascarones, brincando y saltando por el vasto planeta o precipitándose en los mares, ríos y lagos, sin dejar de extenderse por la superficie entera del nuevo mundo.

»Innumerables miles de millones de ellos perecieron antes de que el primer hombre negro rompiera los muros de su prisión para ver la luz del día. El recién nacido, impulsado por la curiosidad, abrió los otros cascarones, y así empezó a poblarse Barsoom.

»La pureza de sangre del primer negro permaneció incólume, sin mezclarse con la de otras criaturas, y de esa raza inmaculada soy miembro; pero del gusano de dieciséis, del primitivo hombre mono y del negro renegado, surgieron en Barsoom otras formas de la vida animal.

»Los
thern
—añadió maliciosamente— no son más que el resultado de una dilatada evolución a partir del puro mono blanco antiguo, y se hallan a un nivel aún más bajo. En Barsoom sólo existe una raza inmortal y verdaderamente humana. La de los negros.

»El Árbol de la Vida ha muerto; pero antes de que muriese, el hombre planta aprendió a desprenderse de él y a pacer en la faz de Barsoom con los demás hijos del Primer Padre.

»Ahora su bisexualidad les permite reproducirse a modo de las verdaderas plantas, pues de otra manera hubieran, progresando muy poco durante las edades de su historia. Sus actos y movimientos son principalmente cuestión de instinto y no están inspirados, en lo que a inteligencia se refiere, por la razón, dado que el cerebro de un hombre planta apenas es mayor que la punta de nuestro dedo meñique. Viven de vegetales y de la sangre de los animales, y su cerebro casi no basta para dirigir sus movimientos en busca de alimento y trasladar las sensaciones nutritivas que les llegan desde los ojos y los oídos. No tienen instinto de conservación, por lo que, como desconocen el peligro, lo afrontan sin el menor temor. Por eso son en el combate tan terribles enemigos.

Me chocó que el orgulloso negro se molestara tanto en hacer saber a sus enemigos del génesis de la vida barsoomiana. Parecía que aquélla era una ocasión sumamente inoportuna para que un miembro tan arrogante de una raza tan altiva se dedicara a conversar con quien le había apresado, sobre todo teniendo en cuenta que el negro seguía firmemente atado a la cureña del cañón.

Sin embargo, bastó una fracción de segundo, en la que le sorprendí echando una mirada de soslayo a mi espalda, para explicarme el motivo que le inducía a distraerme con su verdaderamente interesante relato.

Se hallaba algo delante del sitio donde yo manejaba las palancas, de manera que daba frente a la popa del buque mientras se dirigía a mi. Fue al final de su descripción de los hombres planta cuando le sorprendí mirando fugazmente alguna cosa que debía encontrarse a mi espalda.

Me amenazaba un grave peligro. No podía equivocarme en vista del resplandor de alegría triunfal que iluminó un instante sus negras pupilas.

Un momento antes había disminuido la velocidad, ya que habíamos dejado muchas millas atrás el tétrico valle de Dor, y me sentía relativamente en salvo.

Volví la cabeza con aprensión hacia el sitio del que veníamos y lo que vi mató la recién nacida ilusión de libertad que hasta entonces había alimentado.

Un gran acorazado surgía silencioso, y con las luces apagadas, de la tenebrosa oscuridad nocturna, a popa de nuestra nave y a muy corta distancia.

CAPÍTULO VIII

Los abismos de Omean

Entonces comprendí por qué el pirata negro me había estado entreteniendo con su extraño cuento. Durante millas había estado presintiendo la proximidad del socorro, y de no ser por aquella mirada a hurtadillas echada por el parlanchín al acorazado, éste nos hubiera abordado al cabo de un momento, y la tripulación, que a bordo suyo sin duda se ponía las armaduras en aquel instante, habría caído desde la quilla de la nave sobre nuestra cubierta, haciendo que mi esperanza de fuga sufriese un imprevisto y total eclipse.

Yo era muy diestro en materias aéreas para no realizar en seguida la única maniobra adecuada; así que simultáneamente paré las máquinas y dejé que la nave se precipitara hacia tierra de manera suicida un centenar de pies.

Vi encima de mi cabeza las vacilantes formas de los tripulantes del acorazado cuando éste pasó sobre nosotros. Luego me elevé en ángulo recto, poniendo mi palanca de velocidad en la última muesca.

Como el dardo de una ballesta mi espléndida embarcación salió disparada, con su espolón de acero enfilado a los zumbantes propulsores del gigante que nos dominaba. Bastaba con que consiguiera tocarle en su enorme mole para estropearle durante unas horas, haciéndonos de nuevo posible la huida.

En ese mismo instante, el sol apareció en el horizonte, descubriendo un centenar de rostros negros y hoscos que nos observaban desde la proa del buque enemigo.

Al divisarnos, un grito de rabia salió de aquel centenar de gargantas. Aunque quisieron evitarlo con voces de mando dadas apresuradamente, ya era demasiado tarde para salvar los gigantescos propulsores, a los que embestimos con violencia.

Coincidiendo con el retroceso del choque di marcha atrás, pero la proa de mi nave se quedó enganchada al agujero que hizo en la popa del acorazado. Sólo permaneció un segundo allí antes de desprenderse, pero ese segundo bastó para que invadiese mi cubierta un enjambre de demonios negros.

No hubo lucha por la sencilla razón de que me faltó sitio para combatir. Fuimos sencillamente arrollados por su número. Después, cuando las espadas de los negros me amenazaban, una orden de Xodar detuvo las manos de sus compañeros.

—Atadlo —dijo—, pero no le hagáis daño.

Varios de los piratas habían soltado ya a Xodar, quien personalmente se ocupaba en desarmarme y ver si estaba fuertemente atado. Finalmente pensó que mis ligaduras eran sólidas. Lo hubieran sido si yo hubiese sido marciano; pero tuve que sonreír ante la fragilidad de las cuerdas con que me habían atado las muñecas. Cuando llegase el momento podría desprenderme de ellas como si fuesen hilos de algodón.

Ataron también a la muchacha, y luego nos amarraron uno al otro. Mientras, pusieron nuestra embarcación junto al costado de su averiado buque, y pronto fuimos trasladados a la cubierta de este último.

Casi un millar de negros tripulaban aquella máquina de destrucción. Las cubiertas del coloso se hallaban atestadas de ellos, que se acercaban a nosotros tanto como se lo permitía la disciplina, para echar una ojeada a sus nuevos cautivos.

La belleza de la joven suscitó muchos comentarios brutales y gestos de mal gusto. Sin duda alguna, aquellos superhombres de mentalidad propia, eran inferiores a los hombres rojos de Barsoom en refinamientos y caballerosidad.

Mi pelo negro cortado al rape y mi complexión de
thern
fueron objeto de numerosas conversaciones. Cuando Xodar contó a sus nobles compañeros mi destreza para combatir y mi extraño origen, me rodearon, acosándome materialmente a preguntas.

El hecho de que usase el correaje y las insignias metálicas de un
thern
que había sido muerto por uno de los de mi grupo, les convenció de que yo era enemigo de sus hereditarios rivales y me colocó en mejor situación respecto a su opinión.

Sin excepción los negros eran guapos y bien formados. Los oficiales se destacaban sin dificultad por la lujosa magnificencia de su resplandeciente atavío. Muchos de los arneses que llevaban estaban tan recargados de oro, plata, platino y piedras preciosas, que apenas se veía el la piel del guerrero.

La armadura del comandante era una sólida masa de diamantes. Contra el marco de ébano de su piel, brillaban con fulgores particularmente acentuados. Toda la escena resultaba hechizante. La varonil hermosura de los hombres; el bárbaro esplendor de sus adornos; el lustroso piso de madera de
skeel
de las cubiertas; el lujo indescriptible de los camarotes, notable por la estupenda veta de la madera de
sorapo
y sus incrustaciones de gemas de incalculable valor y metales preciosos formando bellísimos y complicados dibujos; el oro bruñido de los pasamanos; la materia reluciente de los cañones.

A Phaidor y a mí nos llevaron bajo las cubiertas y, siempre fuertemente atados, fuimos arrojados a un pequeño compartimento iluminado por una sola ventanilla. Cuando nuestros escoltas nos dejaron, atrancaron la puerta detrás de ellos.

Oímos trabajar a los hombres en los propulsores rotos, y por la ventanilla pudimos ver que el navío marchaba lentamente hacia el Sur.

Por un rato ninguno de los dos hablamos. Ambos estábamos ocupados en nuestros propios pensamientos. Por mí parte, no cesaba de preocuparme la suerte de Tars Tarkas y de la joven, Thuvia.

Aunque hubieran conseguido eludir la persecución de los piratas probablemente habrían caído en manos de los hombres rojos o de los verdes, y como fugitivos del valle de Dor, se hallarían a punto de sufrir una rápida y terrible muerte.

Cuánto deseaba haber podido acompañarlos. Me parecía que sólo yo era capaz de borrar de los inteligentes hombres rojos de Barsoom el maldito prejuicio que, por una superstición insana y despiadada, tenía en ellos tan hondo arraigo.

Tardos Mors me hubiera creído. No me cabía duda, ni tampoco que obedecería a sus convicciones pues así me lo aseguraba el conocimiento de su carácter. Dejah Thoris también me habría creído. No me cabía la menor duda. Además, contaba con un millar de guerreros rojos y verdes todos amigos míos que afrontarían resueltos la condenación eterna con alegría, a fin de salvarme. Como Tars Tarkas, irían donde yo les llevase.

El único riesgo consistía en que, en caso de que pudiera escaparme de los piratas negros, no debía caer en las manos de hombres rojos o verdes enemigos. Eso supondría mi muerte segura.

En aquel momento de poco valía inquietarme por tal cosa, puesto que la probabilidad de mi fuga era extraordinariamente remota.

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