Dioses de Marte (15 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Dioses de Marte
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—Alzaos —dijo uno de nuestros escoltas—, pero no miréis directamente hacia Issus.

—La mujer me agrada —exclamó la voz débil y temblorosa al cabo de unos momentos de silencio—. Me servirá el tiempo habitual. Al hombre podéis devolverlo a la isla de Shador, cercana a la costa septentrional del mar de Omean. Ahora permitid que la mujer se vuelva para mirar a Issus, sabiendo que los de las clases inferiores que contemplan la sagrada visión de su faz resplandeciente sólo disfrutan de tan espléndida dicha un año escaso.

Observé a Phaidor por el rabillo del ojo. Había palidecido mortalmente. Despacio, muy despacio, se volvió como atraída por alguna invisible e irresistible fuerza. Estaba tan cerca de mí, que me rozó un brazo con el suyo desnudo cuando vio por completo a Issus, Diosa de la Vida Eterna.

No pude ver la cara de la joven, en el instante en que ésta puso por primera vez sus ojos en la Suprema Deidad de Marte, pero sentí el escalofrío que corrió por ella en el tembloroso brazo que tocaba el mío.

Debe ser fascinantemente hermosa, pensé yo, para causar tanta emoción en el pecho de una criatura tan perfecta físicamente como Phaidor, la hija de Matai Shang.

—Dejad aquí a la mujer. Retirad al hombre. Id.

Así habló Issus y la pesada mano del oficial cayó sobre mi hombro. De acuerdo con sus instrucciones, volví a ponerme a gatas y salí arrastrándome de la Presencia. Así tuve mi primera audiencia con Issus, la que confieso que no me causó la menor impresión salvo el dolor que lo violento de la posición me produjo en mis doblados huesos.

Ya fuera de la cámara se cerraron las puertas detrás de nosotros y se me ordenó que me incorporara. Xodar se reunió conmigo y juntos desanduvimos el camino dirigiéndonos a los jardines.

—Me perdonaste la vida cuando con facilidad pudiste quitármela —dijo después de que caminamos bastante trecho silenciosos—, y te ayudaría si pudiera. Me será posible hacerte la vida aquí más soportable, aunque tu destino es inevitable. Nunca volverás al mundo exterior.

—¿Qué porvenir me espera? —pregunté.

—Eso depende principalmente de Issus. Mientras no mande que te llamen para enseñarte su rostro, vivirás años y años sometido a la forma de esclavitud más benigna que pueda conseguirte.

—¿Y por qué podría enviar a buscarme? —pregunté de nuevo.

—Se vale a menudo de los hombres de clases inferiores a fin de que la diviertan de varios modos. Un luchador como tú, por ejemplo haría un buen papel en las ceremonias mensuales del templo. En ellas pelean hombres contra hombres o contra fieras para satisfacción de Issus y abastecimiento de su despensa.

—¿Come carne humana? —interrogué sin horrorizarme, ya que desde mi reciente trato con los Thern Sagrados, estaba preparado para todo en aquel aún menos accesible cielo, donde sólo imperaba una sola omnipotencia y en el que las edades de mezquino fanatismo y de egoísmo ruin habían borrado los instintos humanitarios mucho más ricos que la raza quizá poseyó alguna vez.

Era un pueblo borracho de poder y éxito, que consideraba a los demás habitantes de Marte como nosotros las bestias del campo y de la selva. ¿Por qué, pues, no habían de comer carne de los seres inferiores, si ignoraban sus modalidades y sentimientos, así como nosotros desconocemos los pensamientos íntimos y los sentimientos del ganado que sacrificamos para la mesa?

—La diosa, aparte de algunas golosinas, no come más que la carne de los Sagrados Thern y de los barsoomianos rojos. La de los demás va a nuestras mesas, y los esclavos se contentan con la de los animales.

No comprendí entonces que residía un significado especial en su alusión a otras golosinas. Pensé que se había llegado al límite de la glotonería en lo referente al menú de Issus; pero todavía me faltaba mucho que aprender en cuanto a los abismos de crueldad y bestialidad en que puede caer un ser omnipotente en posesión plena de su grandeza.

Nos hallábamos ya en el último de los muchos aposentos y corredores que conducían a los jardines, cuando nos alcanzó un emisario.

—Issus desea ver otra vez a este hombre —exclamó—. La muchacha le ha dicho que es extraordinariamente hermoso y tan valiente que él solo dio muerte a siete Primeros Nacidos y apresó con las manos desnudas al propio Xodar, atándole con sus propios correajes.

Xodar no consiguió disimular su disgusto. Sin duda le desagradaba la idea de que Issus estuviera enterada de su derrota poco gloriosa.

Sin una palabra dio media vuelta, y ambos seguimos al oficial de vuelta hasta las puertas cerradas, por las que se entraba a la cámara de Issus, Diosa de la Vida Eterna.

Allí se repitió la anterior ceremonia, y de nuevo Issus me ordenó que me levantara. Durante unos minutos reinó en la estancia un silencio sepulcral. Los ojos de la deidad no se apartaban de mí.

De repente la delicada voz trémula rompió el silencio pronunciando, con tono de monótona canturía, las frases que en el curso de incontables edades fueron la sentencia de muerte para infinidad de víctimas.

—Dejad que el hombre se vuelva y que mire a Issus, sabiendo que los de las clase inferiores que contemplan la sagrada visión de su faz resplandeciente sólo disfrutan de tan espléndida dicha un año escaso.

Obedecí la orden esperando experimentar un efecto que únicamente la revelación de la gloria divina a los ojos mortales pudiera producir. Lo que vi fue una sólida falange de hombres armados parados delante de un estrado que sostenía un gran banco de madera de
sorapo
tallado. En aquel banco o trono se acurrucaba una mujer negra, evidentemente muy vieja. No le quedaba un solo cabello en la pelada cabeza, y con la excepción de dos amarillentos colmillos, carecía de dientes. A los lados de su afilada y aquilina nariz fosforescían dos ojos enterrados en el fondo de unas órbitas horriblemente hundidas. Tenía la piel de la cara llena de lívidas cicatrices y muy profundos surcos. Su cuerpo, tan arrugado como el rostro, no era menos repulsivo.

Unos brazos y piernas esqueléticos, unidos a un torso que parecía ser un abdomen deforme completaban la «sagrada visión de su belleza resplandeciente».

La rodeaban numerosas esclavas, y entre ellas Phaidor, blanca y temblorosa.

—¿Es ése el hombre que mató a siete de nuestros guerreros y ató con las manos desnudas al Dátor Xodar, sirviéndose de sus correajes? —preguntó Issus.

—Gloriosísima visión del amor divino, lo es —replicó el oficial que permanecía a mi lado.

—Traed al Dátor Xodar —ordenó.

Trajeron a Xodar de la habitación contigua.

Issus le miró, y en sus horribles ojos leí claramente un designio espantoso.

—¿Y eres tú un Dátor de los Primeros Nacidos? —aulló—. Por la desgracia que has acarreado a la Raza Inmortal serás degradado y puesto a la altura de los más bajos. Dejarás de ser Dátor para convertirte de ahora en adelante, y para siempre, en un siervo de los esclavos y cumplirás las órdenes de los individuos más ruines de cuantos sirven en los jardines de Issus. Despójate de tu armadura. Los cobardes y los esclavos no usan esos arreos.

Xodar se mantuvo imperturbablemente erguido. Ni se le estremeció un músculo, ni el más ligero temblor sacudió su gigantesco cuerpo cuando un soldado de la guardia le arrancó con rudeza sus hermosas vestiduras.

—¡Fuera, fuera! —chilló la enfurecida viejecilla—, y en vez de morar en los luminosos jardines de mi palacio, ve a servir como esclavo de este esclavo que te conquistó en la prisión de la isla de Shador, en el Mar de Omean. Quitadlo de la vista de mis divinos ojos.

Despacio y sin bajar la frente salió el arrogante Xodar de la estancia. Issus se levantó, descendió del estrado con paso vacilante y se dispuso a abandonar también la sala de audiencias. Girándose hacia mí dijo:

—Por el momento volverás a Shador. Más tarde se ocupará Issus de comprobar tu forma de combatir. Vete.

Entonces desapareció seguida de su séquito. Sólo Phaidor se quedó rezagada, a fin de correr a mi lado antes de que yo, acompañado de mi guardia, me dirigiera a los jardines.

—¡Oh, no me dejes en este terrible sitio! —balbució—. Perdóname lo que te dije, mi Príncipe. No pensé en lo que decía. Sólo llévame de aquí contigo. Permíteme sufrir junto a ti tu encarcelamiento en Shador.

Sus palabras constituían casi una incoherente descarga de ideas, tal era la rapidez con que las pronunciaba.

—No entendiste el honor que te dispensé. Entre los Thern no hay matrimonio, al modo que existe en las clases inferiores del mundo exterior. Hubiéramos podido vivir eternamente juntos amándonos dichosamente. Ambos hemos mirado a Issus, y moriremos dentro de un año. Al menos vivamos este último año juntos y seamos felices en la medida en que lo puedan ser los condenados.

—Si me resultó difícil entenderte, Phaidor —respondí—, tú tampoco entiendes mis motivos, porque ignoras completamente los móviles que me guían y las costumbres y leyes sociales que yo acato. No quiero ofenderte, ni deseo despreciar el honor que me hiciste; pero lo que deseas es imposible. Pese a la desatinada creencia de los pueblos del mundo exterior, de los Sagrados Thern y de los Primeros Nacidos, yo aún no he muerto. Mientras vivo mi corazón palpita por una sola mujer... la incomparable Dejah Thoris, Princesa de Helium. Cuando la muerte me llegue y mi corazón cese de latir, no sé lo que sucederá. En esto soy tan sabio como Matai Shang, Amo de la vida y la Muerte sobre Barsoom, o Issus Diosa de la Vida Eterna.

Phaidor permaneció mirándome con atención durante un momento y en sus ojos, lejos de manifestarse enojo, vislumbré una patética expresión de desesperanzada tristeza.

—No te entiendo —dijo, y se separó de mi, encaminándose con calma a la puerta por la que se fueron Issus y su comitiva. Un instante más tarde la había perdido de vista.

CAPÍTULO X

La Isla Prisión de Shador

En los jardines exteriores, a los que el guarda me condujo entonces, encontré a Xodar rodeado de una turba de negros nobles que le insultaban y maldecían. Los hombres le abofeteaban y las mujeres le escupían.

Cuando yo aparecí, todos fijaban en mí la atención.

—¡Ah! —gritó uno—, ése es el que sin armas cogió prisionero al gran Xodar. Vamos a ver cómo lo hizo.

—Que ate a Thurid —opinó una hermosa mujer riéndose—. Thurid es un verdadero Dátor, que enseñará a ese perro lo que es enfrentarse a un hombre de verdad.

—¡Si, Thurid, Thurid! —vociferaron una docena de personas.

—Aquí está —exclamó otro.

Me volví en la dirección indicada y vi a un fornido negro vestido con lujo, que, provisto de resplandecientes galas y armas, se adelantaba hacia nosotros con porte noble y gallardo.

—¿Qué sucede? —exclamó—. ¿Qué queréis de Thurid?

Pronto se lo explicaron una docena de voces.

Thurid clavó en Xador una mirada sañuda, entornando los ojos hasta reducirlos a casi dos finas líneas.

—¡
Calot
! —murmuró—. Y yo que pensaba que llevabas el corazón de un
sorak
en tu podrido pecho. A menudo me aventajaste en las reuniones secretas de Issus, pero ahora en el campo de batalla, donde los hombres se enfrentan de verdad, tu débil corazón ha revelado sus ruindades al mundo entero. Cobarde, yo te aplastaré con mi pie.

Y, expresándose así, se dispuso a patear a Xodar.

Mi sangre entró en ebullición. Mientras el jactancioso guerrero había hablado me estuvo hirviendo, indignado por el trato cobarde que daba a su antes encumbrado compañero, caído en desgracia con Issus. No sentía amor por Xodar, pero jamás he presenciado una cobarde injusticia y la persecución de alguien sin que me ciegue la cólera y sin que realice actos provocados por el impulso del momento que en otra situación jamás haría.

Me hallaba muy cerca de Xodar cuando Thurid levantó el pie para soltar la cobarde patada. El degradado Dátor permanecía erguido e inmóvil como una imagen de talla. Aguardaba a recibir la agresión de su vengativo camarada y se disponía a soportar callado y con estoicismo los reproches y los insultos de los que antes eran sus camaradas.

Pero cuando Thurid se disponía a descargar en su víctima la brutal patada, yo me adelanté y le di en una espinilla un golpe tan violento y certero que libró a Xodar de la ignominia.

Hubo un instante de tenso silencio, y luego Thurid lanzando un rugido de rabia, se arrojó sobre mi garganta, como Xodar intento hacerlo en la cubierta del crucero. Los resultados fueron idénticos, pues yo me escurrí de sus tendidos brazos y cuando pasaba velozmente de largo, le asesté un tremendo directo en un lado de la mandíbula.

El corpulento sujeto giró como una peonza, se le doblaron las rodillas y se desplomó a mis pies.

La multitud miró con asombro, primero al postrado cuerpo del altivo Dátor, tumbado en el polvo de rubí del paseo, y después a mí., como negándose a creer que pudiera haber hecho tal cosa.

—¡Me pedisteis que atara a Thurid! —exclamé— ¡Atrás!

Entonces me incliné sobre el cuerpo caído, le quité sus correajes y até con fuerza los brazos y las piernas del individuo.

—Ahora, al igual que habéis hecho con Xodar, haced con Thurid. Llevadlo a Issus, así como está, atado con las correas de su propio arnés, para que pueda ver con sus propios ojos que hay entre vosotros alguien más grande aún que el Primer Nacido.

—¿Quién sois? —balbució la mujer autora de la idea de que yo atase a Thurid.

—Soy un ciudadano de dos mundos: el capitán John Carter, de Virginia, Príncipe de la Casa de Tardos Mors, Jeddak de Helium. Llevad este hombre a vuestra diosa, tal y como os he dicho, y contadle que incluso el más poderoso de sus Dátores correrá igual suerte. Con las manos desnudas, sin espada larga ni corta, desafío a combate a la flor de sus paladines.

—Ven —dijo el oficial encargado de conducirme a Shador—; tengo órdenes terminantes que no admiten dilación. Xodar ven tú también.

Noté cierta variación en el tono que empleaba aquel hombre al dirigirse a Xodar y a mí. Era indudable que ya le inspiraba menos desprecio el degradado Dátor, en vista de la facilidad con que yo había dado su merecido al poderoso Thurid.

En cuanto a mí, el respeto que empezaba a tenerme, a pesar de mi condición de esclavo, se manifestaba claramente en el hecho de que durante nuestro camino de vuelta iba siempre a mí lado o detrás de mí, sin soltar de la mano su espada corta.

El regreso al Mar de Omean tuvo lugar sin incidentes. Bajamos por el tenebroso pozo en la misma jaula que nos había traído a la superficie; entramos en el submarino, que se sumergió en busca del túnel situado muy debajo del mundo exterior, lo recorrimos y subimos de nuevo al estanque que sirvió para introducimos en el maravilloso camino de Omean al Templo de Issus.

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