Authors: Edgar Rice Burroughs
Zat Arras dio una palmada cuando dejó de hablar. Los guardias volvieron. Zat Arras me señaló con un ademán.
—¡Al calabozo! —exclamó.
Esto fue todo. Cuatro hombres me sacaron del aposento, y con una lámpara de radium portátil, alumbraron el camino, escoltándome a lo largo de interminables túneles, cada vez más debajo de la ciudad de Helium.
Al fin nos detuvimos en una estancia de regulares dimensiones, en las paredes de la cual vi distintos juegos de anillos. A cada uno de estos estaba sujeta una cadena en cuyo otro extremo había un esqueleto humano. Uno de mis guardianes pegó un puntapié al más próximo de aquellos macabros despojos, y abriendo un enorme candado, fijo en un descarnado tobillo, me puso la argolla de hierro en una de mis piernas. Luego se fueron, llevándose la luz con ellos.
Me hallé sumido en la más densa oscuridad, y durante unos cuantos minutos no oí más que el ruido de los arreos militares, que se amortiguaba poco a poco, hasta que al fin el silencio fue tan completo como la oscuridad. Quedé solo con mis tétricos compañeros los esqueletos y los muertos, de los que probablemente compartiría la triste suerte.
Ignoro el tiempo que permanecí prestando atención en medio de las tinieblas; pero como nada alteraba la horrenda quietud del lugar finalmente me dejé caer al suelo, apoyé la cabeza en el muro de piedra y me dormí profundamente.
Debí estar en esa situación varias horas, y cuando me desperté encontré delante de mí a un muchacho que, en pie, me contemplaba con atención. Tenía en una mano una linterna y en la otra una vasija conteniendo un alimento parecido a las gachas, que era la comida reglamentaria en las cárceles de Barsoom.
—Zat Arras te envía sus saludos —dijo el joven—, y me manda que te informe de que, a pesar de estar completamente enterado de la conspiración para proclamarte Jeddak de Helium, sin embargo, no se muestra inclinado a retirar la proposición que te ha hecho. Para conseguir la libertad no tienes más que atender mi consejo y comunicar a Zat Arras que aceptas los términos de su propuesta.
Yo me limité a negar con la cabeza. El joven tampoco añadió nada, y después de colocar en el suelo la escudilla con la comida, se fue, llevándose la luz.
Durante un largo período de tiempo vino el mismo joven a mi calabozo dos veces al día, dándome igual encargo de parte de Zat Arras, y como con insistencia intenté entablar con él una conversación sobre otras cosas, sin conseguirlo, porque permanecía mudo, desistí con disgusto de mi propósito.
Dediqué meses enteros a buscar el modo de comunicar a Carthoris mi apurada situación, mientras que con paciente tenacidad rozaba con la pared un mismo eslabón de la gruesa cadena que me sujetaba, esperando desgastarlo y poder seguir a mi juvenil carcelero por los serpenteantes túneles, hasta un sitio de donde me fuera fácil la huida.
Además me consumía la ansiedad por conocer cómo se desarrollaban los preparativos de la expedición para socorrer a Dejah Thoris. Tenía la seguridad de que Carthoris no habría dejado el asunto de la mano, en el caso de que estuviera libre, porque nada tendría de particular que se hallara también en poder de Zat Arras.
No ofrecía la menor duda que el espía de Zat Arras había oído nuestra conversación referente a la elección de un nuevo Jeddak, y recordaba que cinco minutos antes discutimos los detalles del plan trazado para salvar a Dejah Thoris así que razonadamente era de temer en el supuesto de que Zat Arras los conociera, que mi hijo, Carthoris, y mis amigos Kantos Kan, Tars Tarkas, Hor Vastrus y Xodar hubiesen sido víctimas del miserable usurpador, asesinados por sus esbirros, si no estaban también prisioneros.
Decidí hacer por lo menos una tentativa para averiguar algo, y con ese fin adopté la siguiente táctica la primera vez que vino a mi celda el muchacho el cual, por lo que había observado, era un buen joven y tenía aproximadamente la estatura y la edad de Carthoris. Tampoco me pasó inadvertido que lo estropeado de sus arreos no correspondían a la apostura y orgullo de su porte. Con estos datos como base abrí las negociaciones con él, en el curso de su inmediata visita.
—Te muestras conmigo sumamente bondadoso, pese a mi mísera condición de cautivo —le dije—, y como noto que me queda poco tiempo de vida, quiero, antes que sea demasiado tarde, darte una prueba tangible de mi aprecio y mi gratitud, en recompensa por la generosidad que te distingue. Me has traído diariamente el alimento con puntualidad y esmero, preocupándote de que estuviera limpio y fuese abundante y nunca me dijiste nada injurioso ni humillante, pretendiendo aprovecharte de mi condición indefensa. Lejos de eso, me has tratado constantemente con la cortesía impropia de un enemigo, y eso, sin duda, basta, sobre todo lo último, para que te demuestre la cordialidad de mis sentimientos y mi deseo de que conserves de mí algún recuerdo de poca monta.
En la armería de mi palacio hay muy buenos arneses, armas de calidad y lujosos arreos militares. Ve allí y elige lo que más te agrade. Yo te las regalo para que las uses en memoria mía, sin pedirte en cambio más que me digas si has cumplido mi deseo. ¿Me prometes hacerlo así?
Los ojos del muchacho chispeaban de alegría mientras yo hablaba, y le sorprendí contemplando mis arreos, tan valiosos en comparación con los suyos. Durante un momento se mantuvo ensimismado antes de empezar a hablar, y en ese instante casi se me paralizo el corazón, debido a que dependía mi futura suerte de su respuesta.
—Y si voy al palacio del príncipe de Helium con este encargo, ¿no se reirán de mí, y en lugar de atenderme para que se cumpla la promesa, no me arrojarán de allí al medio de la calle, entre los insultos y la risa? No, no puede ser, aunque le agradezco la intención. Además, si Zat Arras sospechara únicamente que he oído su proposición, me mataría sin compasión.
—Piensa, chico, que no corres ningún riesgo —le insté—. Puedes ir de noche a mi casa, con una nota mía para Carthoris, mi hijo, la que naturalmente leerás antes de entregarla, para convencerte de que no contiene nada contrario a Zat Arras. Mi hijo será discreto, y nadie más que los tres conoceremos el asunto. Éste, al fin y al cabo, es muy sencillo, y ni el más exigente hallará en él nada condenable.
De nuevo permaneció silencioso y meditabundo.
—Hay allí un puñal con puño de pedrería, arrancado por mí del cuerpo de un Jeddak del Norte. Cuando vayas por el arnés procura que Carthoris te lo regale. Con ambas cosas y cualquiera otra que se te antoje, no habrá en todo Zodanga un guerrero que te aventaje en equipo. Tráeme material para escribir la próxima vez que vengas y pronto estarás ataviado como corresponde a tu nacimiento y a tu tipo.
Siempre pensativo y mudo, el joven dio media vuelta y se marchó de la celda. No podía adivinar cuál sería su decisión, y durante horas enteras estuve sentado, aguardando con impaciencia el desenlace del asunto. Si aceptaba el mensaje para Carthoris, ello significaba que mi hijo vivía y estaba libre, y si el joven se me presentaba usando el arnés y la espada, no habría duda de que Carthoris había recibido mi nota, enterándose por él de que yo estaba aún vivo. El hecho de que el portador de la nota fuera uno de Zodanga, bastaría para explicar a Carthoris el apurado trance en que me hallaba, sometido al poder de un rencoroso rival.
Con la natural expectación, que apenas pude disimular, oí la aproximación del joven al llegar la hora de su regular visita. Nada me dijo aparte de su acostumbrado saludo, pero al poner en el suelo a mi lado la vasija con la comida, coloco junto a ella los efectos necesarios para escribir.
Mi corazón estuvo a punto de desfallecer de alegría. Había ganado la partida. Miré un momento los utensilios fingiendo sorpresa, aunque pronto permití que se dibujara en mi rostro una expresión de hondo contento, y luego, recogiéndolos, escribí una orden para que Carthoris entregara a Parthak el arnés que eligiese y la espada tan querida por mí. Esto fue todo. A pesar de su sencillez, era suficiente para que mi hijo y yo nos entendiéramos.
Puse el escrito, abierto, encima del piso. Parthak la cogió sin pronunciar una palabra y se marchó.
Por lo que yo podía calcular, llevaba trescientos días encerrado en la mazmorra, lo cual significaba que si íbamos a auxiliar a Dejah Thoris era urgente proceder sin tardanza, ya que si no estaba muerta se aproximaba su fin, con arreglo al plazo fatal concedido por Issus a quienes tenían la dicha de contemplarla.
La siguiente vez que oí un ruido de pisadas me dispuse a ver con alegría la entrada de Parthak en mi celda usando el arnés y la espada; imagínese mi asombro y mi pena cuando observé que quien me traía la comida no era el taciturno y juvenil carcelero.
—¿Qué ha sido de Parthak? —pregunté; pero el individuo aquel no me contestó, y apenas depositó en el suelo la escudilla salió de la celda, dejándome sumido en la más negra desesperación.
Transcurrieron los días... ¿cuántos?, y mi nuevo asistente continuaba cumpliendo su obligación sin proferir ni una sola frase ni responder a mis preguntas, a pesar de la insistencia con que se las hice.
No me quedaba otro recurso que reflexionar acerca del motivo de la desaparición de Parthak, relacionándola con la nota que le di para que me sirviera indirectamente. Después de mi extinguida alegría estaba peor que antes, pues seguía ignorando si Carthoris vivía, ni si Parthak, para granjearse el favor de su amo, me había permitido proceder como lo hice, a fin de llevarle mi nota en prueba de lealtad y fidelidad.
Pasaron treinta días desde el en que entregué la nota al joven de Zodanga, trescientos treinta conté desde la fecha de mi encarcelamiento. Por mi cálculo no le quedaba de vida a Dejah Thoris sino unos treinta días escasos, y se acercaba para ella el horrendo trance de pisar en los Ritos de Issus la arena del circo.
Como un terrible cuadro cruzó con rapidez por mi mente el recuerdo de la pavorosa hecatombe. Me tapé la cara con las manos y a costa de grandes dificultades conseguí contener las lágrimas que se agolpaban en mis ojos, pese a mi habitual entereza.
Me aterraba la idea de que mi amada Princesa —¡una criatura tan hermosa! —fuera entregada para que la destrozasen a los feroces monos blancos, de tan terrible recuerdo. ¡Cómo expresar mi estado de ánimo! Una cosa tan horrible no podía prevalecer y, sin embargo, la razón me decía que dentro de treinta días mi incomparable Princesa moriría en el coliseo de los Primeros Nacidos bajo las garras de unas bestias inmundas y salvajes, que su cuerpo ensangrentado sería arrastrado por el lodo y el polvo hasta que finalmente una pequeña parte de ella fuera recogida para servir de alimento en las mesas de la nobleza negra. Pienso que hubiera enloquecido a no ser por el ruido de los pasos de mi huraño carcelero, que distrajeron mi atención de los espantosos pensamientos que se apoderaban de mi mente. De repente concebí una desesperaba resolución. Tenía que hacer un esfuerzo supremo para escaparme, empleando la astucia para matar al vigilante, confiando luego a la suerte el que me condujera felizmente al mundo exterior
La idea se convirtió pronto en acto. Me eché en el suelo de la celda junto a la pared, en una postura violenta y forzada como si estuviera muerto después de una lucha o de terribles convulsiones. Mi proyecto consistía en sujetar al carcelero por el cuello con una mano cuando se inclinara hacia mí y darle un tremendo golpe con el extremo vuelto de mi cadena, que para ese objeto tenía agarrado con firmeza en la mano derecha.
El hombre sombrío se iba aproximando a mí poco a poco, y luego noté que se detenía delante de mí. Lanzó una exclamación balbuciente y sin ninguna inquietud se puso a mi lado. Sentí que se arrodillaba para observarme de cerca, y entonces mi diestra apretó con furia el cabo de la cadena. Llegó el instante en que se inclinara, hacia mí y yo debía aprovecharlo para entreabrir los ojos, buscar su cuello, agarrarlo y darle al mismo tiempo el golpe certero y decisivo.
La cosa sucedió como yo la había imaginado, pero fue tan breve el intervalo entre abrir los ojos y dejar caer la cadena, que no pude detenerme, aunque en aquel fugaz instante reconocí que la cara pegada a la mía era la de Carthoris, mi amado hijo.
¡Dios! ¿Qué hado cruel y maligno había fraguado tan espantoso desenlace? ¿Qué diabólica serie de circunstancias había llevado a Carthoris a la mazmorra donde yo agonizaba, en el preciso momento de nuestras vidas en que me disponía a matarlo ignorando su identidad? Una providencia bienhechora, pero a mi juicio tardía, me privó del sentido y caí desmayado sobre el yerto cuerpo de mi único vástago.
Cuando comencé a volver en mí noté que una mano fría y firme me apretaba la frente. Tardé unos minutos en abrir los ojos, durante los cuales intenté reunir los hilos sueltos de muchos pensamientos y recuerdos que cruzaban fluctuando por mi abrumado cerebro. Por fin surgió en él el desolador recuerdo de lo que constituyó mi último acto consciente, y entonces no me atreví a afrontar la situación por miedo al espectáculo que esperaba contemplar. ¿Quién sería la persona que me auxiliaba tan solícitamente? Sin duda Carthoris vino acompañado de alguien a quien yo no había visto. Bien; los hombres fuertes saben hacer frente a lo inevitable y yo debía sobreponerme a la catástrofe. Por eso suspiré y abrí los ojos.
Inclinado hacia mí se hallaba Carthoris, con un gran cardenal en la frente, donde recibió el golpe de la cadena, pero vivo, ¡vivo, gracias a Dios! No le acompañaba nadie. Le tendí los brazos: él se arrojó en ellos con efusivo júbilo, y jamás se ha elevado al cielo una plegaria ferviente de gratitud desde ningún planeta como la que en las simas del moribundo Marte, envié al Eterno Misterio por la salvación, de mi hijo.
El breve instante en que vi y reconocí a Carthoris antes de que la cadena cayese, debió ser lo suficiente para aminorar la fuerza del golpe.
Carthoris me dijo que había estado sin sentido un rato, cuya duración no podía calcular.
—¿Cómo viniste aquí? —le pregunté asombrado de que me hubiera encontrado sin un guía.
—Supimos de ti, padre mío, por tu buena ocurrencia envíandonos al joven Parthak, quien nos contó que vivías en el peor de los cautiverios. Hasta que ese joven fue a pedimos su arnés y su espada, te tuvimos por muerto; pero cuando leímos tu nota, obedecimos lo que en ella se nos mandaba: permitimos a Parthak elegir en la armería los arreos que le gustasen, y una vez cumplida la promesa que indudablemente le hiciste, juzgué que mi compromiso con él había finalizado. Por eso comencé a interrogarle deseoso de que me facilitara informes acerca de tu situación, pero el joven, a pesar de su alegría, viéndose ataviado con magnificencia, siguió siendo leal a Zat Arras, y se encerró en un inquebrantable mutismo. Finalmente le di a escoger entre la libertad y una celda en los subterráneos de palacio, siendo el precio de la libertad la información completa referente al lugar donde estabas preso y la manera de llegar hasta ti, mas el de Zodanga se mantuvo en su obstinado silencio. Desesperado, no insistí, por mi parte, y le encerré en el calabozo donde todavía se consume. No le han conmovido ni las amenazas, ni las torturas, ni los halagos, y se limita a contestar a nuestros interrogatorios que cuando quiera que Parthak muera, ahora o dentro de mil años, ningún hombre podrá decir con razón: «Un traidor se ha ido al desierto.»