Don Alfredo (12 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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Antes de que empezaran a observar el cadáver, el doctor Paiva informó a sus colegas que Yabrán tenía tres cicatrices en el abdomen: una, producto de una lipoaspiración mal hecha; otra, de una operación de peritonitis, y la tercera, del drenaje quirúrgico. (La gran cicatriz de la panza se había tornado visible para millones de argentinos con las célebres fotos que le tomó José Luis Cabezas, caminando en traje de baño por una playa de Pinamar.) También les proporcionó otras señas: un pequeño lunar sobre la boca, cerca de la comisura derecha; una marca azulada en una de las manos, producto de una inyección mal colocada y las coronas de oro en la dentadura. Además de las cicatrices adelantadas por el perito de la familia, los forenses descubrieron en la rodilla izquierda una "impronta semicircular de 6 cm con concavidad inferior, con aspecto de tratarse de una compresión post mortem". Pero ninguna huella de lesiones que pudieran indicar que había sido golpeado o atado antes de la muerte, como se habrían encontrado, probablemente, en el caso de que le hubieran metido el caño de la escopeta por la fuerza. Los signos cadavéricos indicaron que el "óbito" se había producido entre diez y doce horas antes de la necropsia. O sea, en el momento en el que, según los testigos, se pegó el escopetazo. Al examinar la cabeza, observaron lo mismo que todos los que ya lo habían visto: "una franca alteración de su morfología, encontrándose aplanada y aumentada en su diámetro transverso". El diámetro cefálico era de sesenta y siete centímetros. Tampoco observaron lesiones en el cuero cabelludo, pero al palpar la cabeza y la cara advirtieron enseguida zonas irregulares que se deprimían ante la presión, anticipándoles lo que sospechaban y encontrarían en el examen interno: que la explosión había fracturado o destruido ambos maxilares, el paladar óseo y la base del cráneo. Tanto en la lengua como en la mucosa yugal encontraron manchas de color gris oscuro que enviaron a estudio para determinar si eran producto de la deflagración.

Luego comenzaron la incisión biauricular con un bisturí común y se toparon con "múltiples trazos fracturarios con desplazamiento de la totalidad de los huesos de la bóveda craneana". La masa encefálica estaba "dislacerada en su totalidad". Al investigarla, según el informe forense, encontraron el taco de plástico del cartucho, que separa la carga de pólvora de los perdigones. Según sus dichos posteriores, Paiva mismo habría hallado el taco literalmente incrustado en el hueso efenoide. Un fragmento del cerebro también fue enviado a estudio para comprobar la posible presencia de tóxicos. (Una hipótesis obvia, si se piensa en un crimen que pretende pasar por suicidio, es que la víctima haya sido previamente drogada, para poder introducirle el caño en la boca y usar su propia mano para dejar sus huellas en el arma. A un individuo como Yabrán, que medía un metro ochenta y cinco, pesaba cien kilos y tenía mal carácter, no hubiera resultado fácil meterle el cañón, sin violencia o sin drogarlo.)

En la cavidad craneana los médicos hallaron "gran cantidad" de proyectiles que reservaron para "su estudio", sin indicar precisamente la cantidad. En la apertura "toraco-abdominal" no hubo ningún hallazgo sustancial para la causa. Aunque sí un dato que permite conjeturar sus últimos segundos: los pulmones estaban "insuflados", como si hubiera tomado aire para dar el salto hacia la nada. Ese dato podría significar que especuló hasta último momento con la posibilidad de no ser hallado y tuvo que juntar coraje cuando se vio perdido. Pero de ninguna manera es concluyente. Aunque hubiera tomado la decisión de antemano y hubiera estado esperando el momento preciso en que los policías lo hallaron para suicidarse, igual habría tenido que violentar el instinto de conservación con una profunda bocanada.

Por lo demás, tenía un corazón normal, aunque se insinuaba una posible arterioesclerosis.

Uno de los forenses comentó: "¿Vieron qué amarillo está el hígado?". Y le preguntó a Paiva: "¿Tomaba, Yabrán?". "No —dijo el médico de la familia—. Debe ser por las anfetaminas. Como él tenía tendencia a engordar tomaba anfetaminas. Desde hace como veinte años que tomaba Emagrin plus, que en su momento le receté yo". Y el
Toli,
el otro yo del doctor Paiva, se quedó un instante hipnotizado, observando el tejido adiposo, la grasa, también amarilla, del cadáver. "Está gordo, se ve que comió mucho en los últimos días". En el estómago había restos de comida. La picada. El bioquímico sacó muestras de alimentos y de sangre. También se extrajeron trozos de pulmón, bazo, riñón izquierdo e hígado, así como un mechón de cabello y un pedazo de la cara anterior del muslo izquierdo para los estudios de ADN, que debían sumarse a las huellas digitales con el fin de comprobar si el muerto era o no Alfredo Enrique Nallib Yabrán.

La autopsia finalizó a las dos y cuarto de la madrugada. Las conclusiones fueron presentadas por el doctor Chiappetti a Su Señoría unas horas más tarde, ese mismo jueves 21 de mayo de 1998. Allí se establecía que el finado había muerto en forma inmediata por herida de arma de fuego de proyectiles múltiples, que había producido orificio de entrada y no de salida. La cara no presentaba ningún tipo de lesiones cutáneas como las que ocasiona un disparo de escopeta, por lo que debía concluirse "que el caño del arma se encontraba dentro de la cavidad bucal". Los forenses también interpretaron que las manchas grises en la lengua y la mucosa yugal habían sido ocasionadas por la deflagración de la pólvora "dentro de la cavidad bucal".

En suma, dados los hallazgos precedentes, los forenses estimaban "como posible, lesiones por autodeterminación, lo cual será corroborado por los estudios criminalísticos que se realicen". Fue lo que el doctor Paiva le dijo a los periodistas, añadiendo un dato que luego no se vería refrendado por el correspondiente peritaje: había restos de pólvora en la mano derecha del muerto. Era Yabrán y era suicidio. Nadie le creyó.

La noche macabra de Gualeguaychú aún no había terminado. Faltaba un acto del drama.

Hernán Brienza, un talentoso periodista de apenas veintitrés años, trabajaba para la misma editorial que el fotógrafo José Luis Cabezas. El nuevo diario
Perfil
lo había enviado a Entre Ríos y Brienza soñaba con "la gran nota" sobre la muerte del empresario. Sabía que, a raíz de la guerra entre Editorial Perfil y Yabrán, iba a territorio enemigo. Sin embargo, el olfato, la tenacidad y la aparición providencial del ubicuo Manuel Lazo lo ayudarían a conseguirla a costa de una madrugada de terror, en la que se vio obligado a permanecer encerrado en la funeraria La Previsora de Gualeguaychú con un Yabrán "inofensivo", que sólo podía infundir espanto por su "máscara de látex inflada", y un Yabrán "ofensivo" (y sobre todo vivo y enojado), que prometió meterle un balazo en la cabeza. La peripecia, que Brienza narró en una crónica estremecedora, le permitió ser el primer periodista nacional que vio el cadáver y escribió que parecía ser efectivamente el de Alfredo Yabrán. Un privilegio que lejos de gratificarlo lo hizo caer en una larga etapa de paranoia, recordando cómo habían terminado todos los testigos de los grandes casos criminales vinculados con el poder, no sólo en la Argentina, "donde los cuatro o cinco que presenciaron la muerte de Carlitos Menem junior, se cayeron de un árbol o les metieron un tiro en un 'robo' donde no les robaron nada". Su aventura, que ilumina y sintetiza como ninguna lo que fue esa noche en Gualeguaychú, se dio en el marco de la añeja guerra entre policías y periodistas y de una nueva batalla federal entre porteños y entrerrianos, en la que los herederos de Pancho Ramírez se sintieron invadidos por las cámaras y los micrófonos que venían "de la Capital" a sospechar de sus jueces y sus policías.

"Váyanse a la mierda o les vamos a cortar la cabeza", les espetaron en el casco viejo de San Ignacio a dos movileros que fueron a pedir prestado el teléfono. "Odiaban a mi hermano porque era un panza verde", le dijo
Coca
Yabrán a los periodistas, aludiendo al mote despectivo que los capitalinos suelen endilgar a los mesopotámicos por su afición a la yerba mate. "Ustedes están jugando con los muertos", les advirtió a los enviados especiales Rita Yabrán, una de las sobrinas del finado. "Váyanse nomás, para qué vienen a molestar", les gritaba la gente en la calle a los que corrían con las cámaras y los micrófonos de un lado para el otro. Y hasta los propios periodistas locales, cuando entraban en confianza, les decían a sus colegas porteños: "Y, ¿ya se dieron cuenta de lo popular que es por estos pagos Don Alfredo?".

Por eso, los policías que montaban guardia en el cementerio durante la autopsia tuvieron que esconder bajo el rostro severo de la ley el gozo que les provocó encontrar encaramado en un techo al fotógrafo de
Gente,
al que bajaron de su escondite con escasos modales y se llevaron detenido, obligando al
Gordo
Argibay (reconocido abogado de esa casa editorial) a intervenir personalmente para liberarlo. Durante esa noche el abogado hizo poco uso de su habitación en el hotel Berlín.

Con singular malicia, los policías se la pasaron inventando ardides para eludir a los veinte móviles del enemigo que enloquecían las calles de Gualeguaychú en busca de la nota. No escatimaron ninguna táctica, ni siquiera la de la supuesta confidencia amistosa. "Váyanse, muchachos, el cuerpo ya salió del cementerio", les propuso a los cronistas uno de los agentes de consigna en la puerta de la morgue. Los más candidos le creyeron y se retiraron, pero los más experimentados también fueron burlados media hora más tarde, cuando una falsa camioneta salió por la puerta principal y casi todos los periodistas se fueron detrás de ella. Algunos llegaron a perseguirla hasta Larroque. Pero hubo tres cronistas que no mordieron el anzuelo y mantuvieron la guardia frente al cementerio: Manuel Lazo, el hombre que había dado la primicia de la muerte; Facundo Pastor, un productor de América TV, de apenas diecinueve años, a quien Lazo había decidido ayudar, y Hernán Brienza. El periodista local tenía un evidente sentido de la oportunidad y no menos evidentes contactos con la policía. Uno de los guardianes le había pasado un dato decisivo y el hombre de LT41 les advirtió a sus jóvenes colegas que no se movieran. Tenía razón: a los veinte minutos se abrió un portón lateral, una luz los encandiló y vieron salir una ambulancia con el logotipo de la funeraria La Previsora. Sin perder tiempo se lanzaron hacia la cochería, donde otros colegas astutos, o bien informados, ya estaban aguardando la llegada del cadáver. Cuando arribó la Traffic blanca se produjo un escándalo: el chofer enfiló con brusquedad hacia el portón de entrada y atropelló a un camarógrafo. Treinta periodistas se abalanzaron sobre la Traffic y empezaron a golpearla y patearla. Para salir de la situación, el conductor simuló que se dirigía a otro lugar y muchos se treparon a sus autos para perseguirlo.

En la confusión, Lazo y los dos pollos porteños a los que había decidido colocar bajo su ala quedaron en la entrada de vehículos de La Previsora, sobre la mucheta de la puerta corrediza. De repente, fueron literalmente empujados hacia adentro por uno de los suboficiales de la policía que andaba de fajina y botas, sin charreteras. El entrerriano le susurró a Brienza:

—Loco, quédate acá que esa camioneta va y vuelve, haceme caso.

Brienza le hizo caso a medias. Ansioso por ver si la ambulancia efectivamente regresaba se coló por un resquicio de la puerta corrediza y salió a la vereda. Cuando la camioneta, tal como había pronosticado Lazo, dio la vuelta a la manzana y enfiló hacia el portón, el impaciente quiso volver a meterse a los empujones y uno de los zumbos que montaban guardia lo agarró de un brazo para impedírselo. Entonces se iluminó y dijo que venía "con Manuel Lazo, de LT41". Este hizo una seña afirmativa y lo dejaron pasar en el instante preciso en que la Traffic llegaba nuevamente al portón, rodeada por un enjambre de periodistas y curiosos que forcejeaban con los policías. La avalancha empujó hacia adentro a Lazo y sus dos seguidores y allí quedaron cuando la Traffic entró y los zumbos lograron cerrar la puerta corrediza. Eran los únicos periodistas que habían logrado pasar. Y ahora estaban literalmente encerrados, porque los policías no podían darse el lujo de abrir la puerta para sacarlos y correr el riesgo de que se les colaran los de afuera. Facundo, el más bisoño de los tres, se sintió como un condenado que acaba de entrar a la cárcel y oye los cerrojos a sus espaldas. Entonces, el suboficial que había agarrado del brazo a Brienza y que a veces le pasaba datos a Lazo, le dijo a su amigo con una sonrisa cómplice, como si lo estuviera invitando a un acto de voyeurismo gratificante:

—Ahora lo vas a ver a Yabrán.

Brienza se quedó pensando si estaban ahí por una casualidad o por una causalidad. Se preguntó si alguien los estaba "poniendo en escena" para el único reconocimiento del cadáver que faltaba: el de los medios. Pero después, al hacer un recuento y ver que allí sólo estaban los tres zumbos sin charreteras, el dueño de la funeraria, dos tipos que tenían que lavar y arreglar el cadáver para un velorio que no fue y tres periodistas colados, dejó de lado las teorías conspirativas y se dijo que incluso los servicios de inteligencia argentinos no podían ser tan boludos.

No sabían lo que les esperaba.

Brienza empezó a temblar cuando los camilleros, veloces, bajaron el bulto envuelto con una manta azul y lo llevaron a una sala contigua donde abrieron con una tijera la bolsa blanca que lo cubría. Uno de los hombres vestía traje y corbata, como el propio Brienza; otro llevaba un suéter a rombos y un jean; el tercero tenía una remera blanca. "La luz de los tubos fluorescentes golpeaba pálida sobre el féretro acomodado en un rincón de la sala, entre una puerta que daba a un baño y otra que conducía a un espacio indefinido. De entre los retazos de nailon emergió, primero, un brazo sin dueño, y por último, el cuerpo completo." El joven sintió que el temblor de las rodillas era imparable, como sus ganas perentorias de ir al baño. A sus espaldas, Lazo susurraba con absoluta convicción: "Sí, es Yabrán, es Yabrán". El chico de América besó la cruz que llevaba al cuello.

—Que Dios me perdone —murmuró.

"Alfredo Yabrán, el hombre acusado de comandar la mafia más poderosa del país estaba ante mis ojos, sin vida. Y sin poder. Su cuerpo mostraba los horrendos antecedentes de la autopsia."

Durante cincuenta minutos el enviado de
Perfil
siguió, hipnotizado y asqueado a la vez, las distintas fases de la cosmetología fúnebre: cómo le sacaban las bolsas de nailon que lo recubrían, lo metían en el ataúd y lo lavaban con alcohol. No pudo ver la cicatriz que Cabezas hizo famosa sin saber que le costaría la vida develarla. Ni los ojos, que imaginó arrasados por los perdigones. Lazo, en cambio, declaró haberlos visto, provocando la ira del chico de América: "Lazo mintió, por eso me enojé con él. Nunca se acercó a menos de dos metros del cajón. Mientras Brienza y yo debatíamos, parados frente al féretro, sobre la real identidad del cuerpo, Lazo repetía que no tuviéramos dudas, que era Yabrán. Pero si no lo vio, ¿cómo estaba tan convencido?".

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