DON JUAN.—Podrá.
LUCÍA.—¿Qué haré si os he de servir?
DON JUAN.—Abrir.
LUCÍA.—¡Bah! ¿Y quién abre este castillo?
DON JUAN.—Ese bolsillo.
LUCÍA.—¡Oro!
DON JUAN.—Pronto te dio el brillo.
LUCÍA.—¿Cuánto?
DON JUAN.—De cien doblas pasa.
LUCÍA.—¡Jesús!
DON JUAN.—Cuenta, y di: ¿esta casa
podrá abrir ese bolsillo?
LUCÍA.—¡Oh! Si es quien me dora el pico…
DON JUAN.—Muy rico. (
Interrumpiéndola.
)
LUCÍA.—¿Sí? ¿Qué nombre usa el galán?
DON JUAN.—Don Juan.
LUCÍA.—¿Sin apellido notorio?
DON JUAN.—Tenorio.
LUCÍA.—¡Ánimas del purgatorio!
¿Vos don Juan?
DON JUAN.—¿Qué te amedrenta,
si a tus ojos se presenta
muy rico don Juan Tenorio?
LUCÍA.—Rechina la cerradura.
DON JUAN.—Se asegura.
LUCÍA.—¿Y a mí quién? ¡Por Belcebú!
DON JUAN.—Tú.
LUCÍA.—¿Y qué me abrirá el camino?
DON JUAN.—Buen tino.
LUCÍA.—¡Bah! Id en brazos del destino…
DON JUAN.—Dobla el oro.
LUCÍA.—Me acomodo.
DON JUAN.—Pues mira cómo de todo
se asegura tu buen tino.
LUCÍA.—¡Dadme algún tiempo, pardiez!
DON JUAN.—A las diez.
LUCÍA.—¿Dónde os busco, o vos a mí?
DON JUAN.—Aquí.
LUCÍA.—¿Conque estaréis puntual, eh?
DON JUAN.—Estaré.
LUCÍA.—Pues yo una llave os traeré.
DON JUAN.—Y yo otra igual cantidad.
LUCÍA.—No me faltéis.
DON JUAN.—No en verdad;
a las diez aquí estaré.
Adiós, pues, y en mí te fía.
LUCÍA.—Y en mí el garboso galán.
DON JUAN.—Adiós, pues, franca Lucía.
LUCÍA.—Adiós, pues, rico don Juan.
(LUCÍA
cierra la ventana.
CIUTTI
se acerca a
DON JUAN
a una seña de éste.
)
DON JUAN
y
CIUTTI.
DON JUAN.—(
Riéndose.
) Con oro nada hay que falle;
Ciutti, ya sabes mi intento:
a las nueve, en el convento;
a las diez, en esta calle.
DON JUAN, DOÑA INÉS, DON GONZALO, BRÍGIDA,
la
ABADESA,
la
TORNERA.
Celda de
DOÑA INÉS.
Puerta en el fondo y a la izquierda.
DOÑA INÉS
y la
ABADESA.
ABADESA.—¿Conque me habéis entendido?
DOÑA INÉS.—Sí, señora.
ABADESA.—Está muy bien;
la voluntad decisiva
de vuestro padre, tal es.
Sois joven, cándida y buena;
vivido en el claustro habéis
casi desde que nacisteis;
y para quedar en él
atada con santos votos
para siempre, ni aún tenéis,
como otras, pruebas difíciles
ni penitencias que hacer.
Dichosa mil veces vos;
dichosa, sí, doña Inés,
que no conociendo el mundo,
no le debéis de temer.
Dichosa vos, que del claustro
al pisar en el dintel,
no os volveréis a mirar
lo que tras vos dejaréis;
y los mundanos recuerdos
del bullicio y del placer,
no os turbarán, tentadores,
del ara santa a los pies;
pues ignorando lo que hay
tras esa santa pared,
lo que tras ella se queda,
jamás apeteceréis.
Mansa paloma, enseñada
en las palmas a comer
del dueño que la ha criado
en doméstico vergel,
no habiendo salido nunca
de la protectora red,
no ansiaréis nunca las alas
por el espacio tender.
Lirio gentil, cuyo tallo
mecieron sólo tal vez
las embalsamadas brisas
del más florecido mes,
aquí a los besos del aura
vuestro cáliz abriréis,
y aquí vendrán vuestras hojas
tranquilamente a caer.
Y en el pedazo de tierra
que abarca nuestra estrechez
y en el pedazo de cielo
que por las rejas se ve,
vos no veréis más que un lecho
do en dulce sueño yacer,
y un velo azul suspendido
a las puertas del Edén…
¡Ay! En verdad que os envidio,
venturosa doña Inés,
con vuestra inocente vida,
la virtud del no saber.
Mas, ¿por qué estáis cabizbaja?
¿Por qué no me respondéis
como otras veces, alegre,
cuando en lo mismo os hablé?
¿Suspiráis…? ¡Oh!, ya comprendo;
de vuelta aquí hasta no ver
a vuestra aya, estáis inquieta,
pero nada receléis.
A casa de vuestro padre
fue casi al anochecer,
y abajo en la portería
estará; yo os la enviaré,
que estoy de vela esta noche.
Conque, vamos, doña Inés,
recogeos, que ya es hora;
Mal ejemplo no me deis
a las novicias, que ha tiempo
que duermen ya; hasta después.
DOÑA INÉS.—Id con Dios, madre abadesa.
ABADESA.—Adiós, hija.
DOÑA INÉS,
sola.
DOÑA INÉS.—Ya se fue.
No sé qué tengo, ¡ay de mí!,
que en tumultuoso tropel
mil encontradas ideas
me combaten a la vez.
Otras noches complacida
sus palabras escuché,
y de esos cuadros tranquilos
que sabe pintar tan bien,
de esos placeres domésticos
la dichosa sencillez
y la calma venturosa,
me hicieron apetecer
la soledad de los claustros
y su santa rigidez.
Mas hoy la oí distraída,
y en sus pláticas hallé,
si no enojosos discursos,
a lo menos aridez.
Y no sé por qué al decirme
que podría acontecer
que se acelerase el día
de mi profesión, temblé,
y sentí del corazón
acelerarse el vaivén,
y teñírseme el semblante
de amarilla palidez.
¡Ay de mí…! Pero mi dueña,
¿dónde estará…? Esa mujer,
con sus pláticas, al cabo,
me entretiene alguna vez.
Y hoy la echo menos… Acaso
porque la voy a perder,
que en profesando, es preciso
renunciar a cuanto amé.
Mas pasos siento en el claustro;
¡oh! reconozco muy bien
sus pisadas… Ya está aquí.
DOÑA INÉS
y
BRÍGIDA.
BRÍGIDA.—Buenas noches, doña Inés.
DOÑA INÉS.—¿Cómo habéis tardado tanto?
BRÍGIDA.—Voy a cerrar esta puerta.
DOÑA INÉS.—Hay orden de que esté abierta.
BRÍGIDA.—Eso es muy bueno y muy santo
para las otras novicias
que han de consagrarse a Dios:
no, doña Inés, para vos.
DOÑA INÉS.—Brígida, no ves que vicias
las reglas del monasterio,
que no permiten…
BRÍGIDA.—¡Bah! ¡bah!
Más seguro así se está,
y así se habla sin misterio
ni estorbos: ¿habéis mirado
el libro que os he traído?
DOÑA INÉS.—¡Ay!, se me había olvidado.
BRÍGIDA.—¡Pues me hace gracia el olvido!
DOÑA INÉS.—¡Como la madre abadesa
se entró aquí inmediatamente!
BRÍGIDA.—¡Vieja más impertinente!
DOÑA INÉS.—¿Pues tanto el libro interesa?
BRÍGIDA.—Vaya si interesa, mucho.
¡Pues quedó con poco afán
el infeliz!
DOÑA INÉS.—¿Quién?
BRÍGIDA.—Don Juan.
DOÑA INÉS.—¡Válgame el cielo! ¡Qué escucho!
¿Es don Juan quien me le envía?
BRÍGIDA.—Por supuesto.
DOÑA INÉS.—¡Oh! Yo no debo
tomarle.
BRÍGIDA.—¡Pobre mancebo!
Desairarle así, sería
matarle.
DOÑA INÉS.—¿Qué estás diciendo?
BRÍGIDA.—Si ese Horario no tomáis,
tal pesadumbre le dais,
que va a enfermar, lo estoy viendo.
DOÑA INÉS.—¡Ah! No, no; de esa manera
le tomaré.
BRÍGIDA.—Bien haréis.
DOÑA INÉS.—¡Y qué bonito es!
BRÍGIDA.—Ya veis:
quien quiere agradar, se esmera.
DOÑA INÉS.—Con sus manecillas de oro.
¡Y cuidado, que está prieto!
A ver, a ver si completo
contiene el rezo del coro.
(
Le abre y cae una carta de entre sus hojas.
)
Mas ¿qué cayó?
BRÍGIDA.—Un papelito.
DOÑA INÉS.—¡Una carta!
BRÍGIDA.—Claro está;
en esa carta os vendrá
ofreciendo el regalito.
DOÑA INÉS.—¡Qué! ¿Será suyo el papel?
BRÍGIDA.—¡Vaya, que sois inocente!
Pues que os feria, es consiguiente
que la carta será de él.
DOÑA INÉS.—¡Ay, Jesús!
BRÍGIDA.—¿Qué es lo que os da?
DOÑA INÉS.—Nada, Brígida, no es nada.
BRÍGIDA.—No, no; si estáis inmutada.
(
Aparte.
) Ya presa en la red está.
¿Se os pasa?
DOÑA INÉS.—Sí.
BRÍGIDA.—Eso habrá sido
cualquier mareíllo vano.
DOÑA INÉS.—¡Ay! Se me abrasa la mano
con que el papel he cogido.
BRÍGIDA.—Doña Inés, válgame Dios,
jamás os he visto así;
estáis trémula.
DOÑA INÉS.—¡Ay de mí!
BRÍGIDA.—¿Qué es lo que pasa por vos?
DOÑA INÉS.—No sé… El campo de mi mente
siento que cruzan perdidas
mil sombras desconocidas,
que me inquietan vagamente;
y ha tiempo al alma me dan
con su agitación tortura.
BRÍGIDA.—¿Tiene alguna, por ventura,
el semblante de don Juan?
DOÑA INÉS.—No sé; desde que le vi,
Brígida mía, y su nombre
me dijiste, tengo a ese hombre
siempre delante de mí.
Por doquiera me distraigo
con su agradable recuerdo,
y si un instante le pierdo,
en su recuerdo recaigo.
No sé qué fascinación
en mis sentidos ejerce,
que siempre hacia él se me tuerce
la mente y el corazón;
y aquí, y en el oratorio,
y en todas partes advierto
que el pensamiento divierto
con la imagen de Tenorio.
BRÍGIDA.—¡Válgame Dios! Doña Inés,
según lo vais explicando,
tentaciones me van dando
de creer que eso amor es.
DOÑA INÉS.—¿Amor has dicho?
BRÍGIDA.—Sí, amor.
DOÑA INÉS.—No, de ninguna manera.
BRÍGIDA.—Pues por amor lo entendiera
el menos entendedor;
mas vamos la carta a ver:
¿En qué os paráis? ¿Un suspiro?
DOÑA INÉS.—¡Ay! Que cuanto más la miro
menos me atrevo a leer.
(Lee.) «Doña Inés del alma mía».
Virgen santa, ¡qué principio!
BRÍGIDA.—Vendrá en verso, y será un ripio
que traerá la poesía.
Vamos, seguid adelante.
DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «Luz de donde el sol la toma,
hermosísima paloma
privada de libertad,
si os dignáis por estas letras
pasar vuestros lindos ojos,
no los tornéis con enojos
sin concluir, acabad».
BRÍGIDA.—¡Qué humildad y qué finura!
¿Dónde hay mayor rendimiento?
DOÑA INÉS.—Brígida, no sé qué siento.
BRÍGIDA.—Seguid, seguid la lectura.
DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «Nuestros padres de consuno
nuestras bodas acordaron,
porque los cielos juntaron
los destinos de los dos.
Y halagado desde entonces
con tan risueña esperanza,
mi alma, doña Inés, no alcanza
otro porvenir que vos.
De amor con ella en mi pecho
brotó una chispa ligera,
que han convertido en hoguera
tiempo y afición tenaz.
Y esta llama, que en mí mismo
se alimenta, inextinguible,
cada día más terrible
va creciendo y más voraz».
BRÍGIDA.—Es claro; esperar le hicieron
en vuestro amor algún día,
y hondas raíces tenía
cuando a arrancársele fueron.
Seguid.
DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «En vano a apagarla
concurren tiempo y ausencia,
que doblando su violencia,
no hoguera ya, volcán es;
y yo, que en medio del cráter
desamparado batallo,
suspendido en él me hallo
entre mi tumba y mi Inés».
BRÍGIDA.—¿Lo veis, Inés? Si ese Horario
le despreciáis, al instante
le preparan el sudario.
DOÑA INÉS.—Yo desfallezco.
BRÍGIDA.—Adelante.
DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «Inés, alma de mi alma,
perpetuo imán de mi vida,
perla sin concha escondida
entre las algas del mar;
garza que nunca del nido
tender osastes el vuelo
al diáfano azul del cielo
para aprender a cruzar,
si es que a través de esos muros
el mundo apenada miras,
y por el mundo suspiras,
de libertad con afán,
acuérdate que al pie mismo
de esos muros que te guardan,
para salvarte te aguardan
los brazos de tu don Juan».
(
Representa.
) ¿Qué es lo que me pasa, ¡cielo!,
que me estoy viendo morir?
BRÍGIDA.—(
Aparte.
) Ya tragó todo el anzuelo.
Vamos, que está al concluir.
DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «Acuérdate de quien llora
al pie de tu celosía,
y allí le sorprende el día
y le halla la noche allí;
acuérdate de quien vive
sólo por ti, ¡vida mía!,
y que a tus pies volaría
si le llamaras a ti».
BRÍGIDA.—¿Lo veis? Vendría.
DOÑA INÉS.—¡Vendría!
BRÍGIDA.—A postrarse a vuestros pies.
DOÑA INÉS.—¿Puede?
BRÍGIDA.—¡Oh, sí!