mas con lo que habéis osado,
imposible la hais dejado
para vos y para mí.
DON JUAN.—¿Por qué la apostasteis, pues?
DON LUIS.—Porque no pude pensar
que la pudierais lograr.
Y… vamos, por San Andrés,
a reñir, que me impaciento.
DON JUAN.—Bajemos a la ribera.
DON LUIS.—Aquí mismo.
DON JUAN.—Necio fuera;
¿no veis que en este aposento
prendieran al vencedor?
Vos traéis una barquilla.
DON LUIS.—Sí.
DON JUAN.—Pues que lleve a Sevilla
al que quede.
DON LUIS.—Eso es mejor;
Salgamos, pues.
DON JUAN.—Esperad.
DON LUIS.—¿Qué sucede?
DON JUAN.—Ruido siento.
DON LUIS.—Pues no perdamos momento.
DON JUAN, DON LUIS
y
CIUTTI.
CIUTTI.—Señor, la vida salvad.
DON JUAN.—¿Qué hay, pues?
CIUTTI.—El Comendador,
que llega con gente armada.
DON JUAN.—Déjale franca la entrada,
pero a él solo.
CIUTTI.—Mas, señor…
DON JUAN.—Obedéceme.
(
Vase
CIUTTI.)
DON JUAN
y
DON LUIS.
DON JUAN.—Don Luis,
pues de mí os habéis fiado
cuanto dejáis demostrado
cuando, a mi casa venís,
no dudaré en suplicaros,
pues mi valor conocéis,
que un instante me aguardéis.
DON LUIS.—Yo nunca puse reparos
en valor que es tan notorio;
mas no me fío de vos.
DON JUAN.—Ved que las partes son dos
de la apuesta con Tenorio,
y que ganadas están.
DON LUIS.—¡Lograsteis a un tiempo…!
DON JUAN.—Sí;
la del convento está aquí;
y pues viene de don Juan
a reclamarla quien puede,
cuando me podéis matar,
no debo asunto dejar
tras mí que pendiente quede.
DON LUIS.—Pero mirad que meter
quien puede el lance impedir
entre los dos, puede ser…
DON JUAN.—¿Qué?
DON LUIS.—Excusaros de reñir.
DON JUAN.—¡Miserable…! De don Juan
podéis dudar sólo vos;
mas aquí entrad, vive Dios,
y no tengáis tanto afán
por vengaros, que este asunto
arreglado con ese hombre,
don Luis, yo os juro a mi nombre
que nos batimos al punto.
DON LUIS.—Pero…
DON JUAN.—¡Con una legión
de diablos! Entrad aquí,
que harta nobleza es en mí
aún daros satisfacción.
Desde ahí ved y escuchad;
franca tenéis esa puerta;
si veis mi conducta incierta,
como os acomode obrad.
DON LUIS.—Me avengo, si muy reacio
no andáis.
DON JUAN.—Calculadlo vos
a placer; mas, ¡vive Dios!,
¡que para todo hay espacio!
(
Entra
DON LUIS
en el cuarto que
DON JUAN
le señala.
)
Ya suben.
(DON JUAN
escucha.
)
DON GONZALO.—(
Dentro.
) ¿Dónde está?
DON JUAN.—Él es.
DON JUAN
y
DON GONZALO.
DON GONZALO.—¿Adónde está ese traidor?
DON JUAN.—Aquí está, Comendador.
DON GONZALO.—¿De rodillas?
DON JUAN.—Y a tus pies.
DON GONZALO.—Vil eres hasta en tus crímenes.
DON JUAN.—Anciano, la lengua ten,
y escúchame un solo instante.
DON GONZALO.—¿Qué puede en tu lengua haber
que borre lo que tu mano
escribió en este papel?
¡Ir a sorprender, infame,
la cándida sencillez
de quien no pudo el veneno
de esas letras precaver!
¡Derramar en su alma virgen
traidoramente la hiel
en que rebosa la tuya
seca de virtud y fe!
¡Proponerse así enlodar
de mis timbres la alta prez,
como si fuera un harapo
que desecha un mercader!
¿Ese es el valor, Tenorio,
de que blasonas? ¿Esa es
la proverbial osadía
que te da a el vulgo a temer?
¿Con viejos y con doncellas
las muestras…? ¿Y para qué?
¡Vive Dios! Para venir
sus plantas así a lamer,
mostrándote a un tiempo ajeno
de valor y de honradez.
DON JUAN.—¡Comendador!
DON GONZALO.—¡Miserable!
Tú has robado a mi hija Inés
de su convento, y yo vengo
por tu vida o por mi bien.
DON JUAN.—Jamás delante de un hombre
mi alta cerviz incliné,
ni he suplicado jamás,
ni a mi padre, ni a mi rey.
Y pues conservo a tus plantas
la postura en que me ves,
considera, don Gonzalo,
que razón debo tener.
DON GONZALO.—Lo que tienes es pavor
de mi justicia.
DON JUAN.—¡Pardiez!
Óyeme, Comendador,
o tenerme no sabré,
y seré quien siempre he sido
no queriéndolo ahora ser.
DON GONZALO.—¡Vive Dios!
DON JUAN.—Comendador,
yo idolatro a doña Inés,
persuadido de que el cielo
me la quiso conceder
para enderezar mis pasos
por el sendero del bien.
No amé la hermosura en ella
ni sus gracias adoré;
lo que adoro es la virtud,
don Gonzalo, en doña Inés.
Lo que justicias ni obispos
no pudieron de mí hacer
con cárceles y sermones,
lo pudo su candidez.
Su amor me torna en otro hombre
regenerando mi ser,
y ella puede hacer un ángel
de quien un demonio fue.
Escucha, pues, don Gonzalo,
lo que te puede ofrecer
el audaz don Juan Tenorio
de rodillas a tus pies.
Yo seré esclavo de tu hija,
en tu casa viviré,
tú gobernarás mi hacienda
diciéndome
esto ha de ser
.
El tiempo que señalares,
en reclusión estaré;
cuantas pruebas exigieres
de mi audacia o mi altivez,
del modo que me ordenares
con sumisión te daré.
Y cuando estime tu juicio
que la pueda merecer,
yo la daré un buen esposo
y ella me dará el Edén.
DON GONZALO.—Basta, don Juan; no sé cómo
me he podido contener
oyendo tan torpes pruebas
de tu infame avilantez.
Don Juan, tú eres un cobarde
cuando en la ocasión te ves,
y no hay bajeza a que no oses
como te saque con bien.
DON JUAN.—¡Don Gonzalo!
DON GONZALO.—Y me avergüenzo
de mirarte así a mis pies,
lo que apostabas por fuerza
suplicando por merced.
DON JUAN.—Todo así se satisface,
don Gonzalo, de una vez.
DON GONZALO.—¡Nunca! ¡Nunca! ¿Tú su esposo?
Primero la mataré.
Ea, entregádmela al punto,
o, sin poderme valer,
en esa postura vil
el pecho te cruzaré.
DON JUAN.—Míralo bien, don Gonzalo,
que vas a hacerme perder
con ella hasta la esperanza
de mi salvación tal vez.
DON GONZALO.—¿Y qué tengo yo, don Juan,
con tu salvación que ver?
DON JUAN.—¡Comendador, que me pierdes!
DON GONZALO.—¡Mi hija!
DON JUAN.—Considera bien
que por cuantos medios pude
te quise satisfacer;
y que con armas al cinto
tus denuestos toleré,
proponiéndote la paz
de rodillas a tus pies.
Dichos y
DON LUIS,
soltando una carcajada de burla.
DON LUIS.—Muy bien, don Juan.
DON JUAN.—¡Vive Dios!
DON GONZALO.—¿Quién es ese hombre?
DON LUIS.—Un testigo
de su miedo, y un amigo,
Comendador, para vos.
DON JUAN.—¡Don Luis!
DON LUIS.—Ya he visto bastante,
don Juan, para conocer
cuál uso puedes hacer
de tu valor arrogante;
y quien hiere por detrás
y se humilla en la ocasión,
es tan vil como el ladrón
que roba y huye.
DON JUAN.—¿Esto más?
DON LUIS.—Y pues la ira soberana
de Dios junta, como ves,
al padre de doña Inés
y al vengador de doña Ana,
mira el fin que aquí te espera
cuando a igual tiempo te alcanza
aquí dentro su venganza
y la justicia allá fuera.
DON GONZALO.—¡Oh! Ahora comprendo… ¿Sois vos
el que…?
DON LUIS.—Soy don Luis Mejía,
a quien a tiempo os envía
por vuestra venganza Dios.
DON JUAN.—¡Basta, pues, de tal suplicio!
Si con hacienda y honor
ni os muestro ni doy valor
a mi franco sacrificio,
y la leal solicitud
con que ofrezco cuanto puedo
tomáis, vive Dios, por miedo
y os mofáis de mi virtud,
os acepto el que me dais
plazo breve y perentorio
para mostrarme el Tenorio
de cuyo valor dudáis.
DON LUIS.—Sea, y cae a nuestros pies
digno al menos de esa fama
que por tan bravo te aclama.
DON JUAN.—Y venza el infierno, pues.
¡Ulloa, pues mi alma así
vuelves a hundir en el vicio,
cuando Dios me llame a juicio
tú responderás por mí!
(
Le da un pistoletazo.
)
DON GONZALO.—(
Cayendo.
) ¡Asesino!
DON JUAN.—¡Y tú, insensato,
que me llamas vil ladrón,
di en prueba de tu razón
que cara a cara te mato!
(
Riñen, y le da una estocada.
)
DON LUIS.—(
Cayendo.
) ¡Jesús!
DON JUAN.—Tarde tu fe ciega
acude al cielo, Mejía,
y no fue por culpa mía.
Pero la justicia llega,
y a fe que ha de ver quién soy.
CIUTTI.—(
Dentro.
) ¡Don Juan!
DON JUAN.—(
Asomándose al balcón.
) ¿Quién es?
CIUTTI.—(
Dentro.
) Por aquí;
Salvaos.
DON JUAN.—¿Hay paso?
CIUTTI.—Sí:
arrojaos.
DON JUAN.—Allá voy.
Llamé al cielo, y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo.
(
Se arroja por el balcón, y se le oye caer en el agua del río; al mismo tiempo que el ruido de los remos muestra la rapidez del barco en que parte, se oyen golpes en las puertas de la habitación; poco después entra la justicia, soldados, etc.
)
Alguaciles, soldados. Luego
DOÑA INÉS
y
BRÍGIDA.
ALGUACIL 1.º.—El tiro ha sonado aquí.
ALGUACIL 2.º.—Aún hay humo.
ALGUACIL 1.º.—¡Santo Dios!
Aquí hay un cadáver.
ALGUACIL 2.º.—Dos.
ALGUACIL 1.º.—¿Y el matador?
ALGUACIL 2.º.—Por allí.
(
Abren el cuarto en que están
DOÑA INÉS
y
BRÍGIDA,
y las sacan a la escena;
DOÑA INÉS
reconoce el cadáver de su padre
).
ALGUACIL 1.º.—¡Dos mujeres!
DOÑA INÉS.—¡Ah! ¡Qué horror!
¡Padre mío!
ALGUACIL 1.º.—¡Es su hija!
BRÍGIDA.—Sí.
DOÑA INÉS.—¡Ah! ¿Dó estás, don Juan, que aquí
me olvidas en tal dolor?
ALGUACIL 1.º.—Él le asesinó.
DOÑA INÉS.—¡Dios mío!
¿Me guardabas esto más?
ALGUACIL 2.º.—Por aquí ese Satanás
se arrojó sin duda al río.
ALGUACIL 1.º.—Miradlos… a bordo están
del bergantín calabrés.
TODOS.—Justicia por doña Inés.
DOÑA INÉS.—Pero no contra don Juan.
(
Esta escena puede suprimirse en la representación, terminando el acto con el último verso de la anterior.
)
DON JUAN,
el Capitán
CENTELLAS,
don Rafael de
AVELLANEDA,
un
ESCULTOR,
la
SOMBRA
de doña Inés.
Panteón de la familia Tenorio. El teatro representa un magnífico cementerio, hermoseado a manera de jardín. En primer término, aislados y de bulto, los sepulcros de
DON GONZALO
de Ulloa, de
DOÑA INÉS
y de
DON LUIS
Mejía, sobre los cuales se ven sus estatuas de piedra. El sepulcro de
DON GONZALO
a la derecha, y su estatua de rodillas; el de
DON LUIS
a la izquierda, y su estatua también de rodillas; el de
DOÑA INÉS
en el centro, y su estatua al pie. En segundo término otros dos sepulcros en la forma que convenga; y en tercer término y en puesto elevado el sepulcro y la estatua del fundador,
DON DIEGO
Tenorio, en cuya figura remata la perspectiva de los sepulcros. Una pared llena de nichos y lápidas circuye el cuadro hasta el horizonte. Dos llorones a cada lado de la tumba de
DOÑA INÉS,
dispuestos a servir de la manera que a su tiempo exige el juego escénico. Cipreses y flores de todas clases embellecen la decoración, que no debe tener nada horrible. La acción se supone en una tranquila noche de verano, y alumbrada por una clarísima luna.
El
ESCULTOR,
disponiéndose a marchar.
ESCULTOR.—Pues señor, es cosa hecha;
el alma del buen don Diego
puede, a mi ver, con sosiego
reposar muy satisfecha.
La obra está ya rematada
con cuanta suntuosidad
su postrera voluntad
dejó al mundo encomendada.
Y ya quisieran, ¡pardiez!,
todos los ricos que mueren