Drácula, el no muerto (23 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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25

L
a luna estaba baja en el cielo y brillaba a través de las ventanas de Scotland Yard. Cotford luchaba por mantener los ojos abiertos mientras trabajaba en su escritorio. A su izquierda tenía el informe del forense de la Policía sobre el examen post mórtem de Lucy Westenra y las descarnadas fotos de la exhumación de su cadáver. A su derecha estaban las fotografías de la escena del crimen del cuerpo masacrado de la mujer hallada en el callejón cinco noches antes. Comparó los dos grupos de fotografías. El cuerpo de Lucy Westenra, veinticinco años atrás, había sido despedazado del mismo modo que el de la mujer recientemente asesinada en el callejón. En la mente de Cotford los dos asesinatos estaban relacionados, pero aún no tenía ninguna prueba. No podía acudir a sus superiores; lo verían todo como una conjetura. Repasó las fotografías y las notas, buscando una pista, un pequeño dato de la investigación pasado por alto que confirmara que los dos asesinatos los había cometido la misma mano. Sacudió la cabeza para despejarse. Llevaba días sin dormir.

—¡Inspector Cotford!

La voz del sargento Lee molestó a Cotford.

—Sí, ¿qué pasa? —le preguntó.

Tenía el cuello rígido y dolorido. Levantó el brazo para taparse los ojos de la luz de la mañana que entraba por la ventana. «¡Maldición! He dormido demasiado», se dijo.

—¡Han encontrado otro cadáver!

—¿Dónde? —Cotford se despejó de inmediato.

—En el Támesis, señor. Cerca de la Torre de Londres.

Cotford cogió el abrigo del respaldo de la silla y salió disparado hacia la puerta.

En las frías orillas del bajo Támesis, cerca del muelle de Saint Katherine, justo al este de la Torre de Londres, se había congregado una pequeña multitud. El inspector Huntley supervisaba la extracción del cadáver del agua. Habían pasado una cuerda bajo los brazos de la víctima y habían atado el otro extremo a la silla de un caballo. Los que pasaban ahogaban un grito ante la visión del corpiño desgarrado y los pechos expuestos de la mujer. Una vez que el cadáver fue izado sobre la barandilla a la calle, Huntley caballerosamente se quitó la chaqueta y la colocó sobre el pecho de la mujer muerta, preservando su último resto de dignidad. El forense se arrodilló junto al cadáver para empezar su examen preliminar, departiendo en voz baja con Huntley.

Cerca, otra mujer vestida con un atuendo andrajoso e insinuante lloraba mientras hablaba con un agente detective que le tomaba declaración en una libreta de notas.

Cotford cogió a Lee del brazo. Avanzaron entre la multitud, inclinándose para poder oír la declaración de la mujer.

—… después de eso, vi que Kristan caminaba sola y torcía por Devonshire Square. Vive allí… Alquila una habitación por doce peniques a la semana…, o sea…, vivía allí…

La chica prorrumpió en inconsolables sollozos. Cotford reparó en un pañuelo que sobresalía del bolsillo del detective, pero el hombre no se movió para ofrecérselo a su testigo. «Sigue siendo una mujer, maldita sea», pensó.

Cotford metió la mano en el bolsillo para sacar su propio pañuelo mientras avanzaba entre la multitud. Pero había esperado demasiado y otro hombre se le había adelantado. La joven aceptó el pañuelo gentilmente y al inspector le sorprendió que el caballero fuera Huntley. El inspector reparó en Cotford y torció el gesto. De un modo amistoso que le resultó demasiado familiar, Huntley cogió por los codos a Cotford y Lee y los llevó aparte.

—¿Qué está haciendo aquí, sargento Lee? —preguntó Huntley, con palabras rápidas y firmes—. Ahora veo que la aparición del inspector Cotford en el callejón la otra noche no fue coincidencia. ¿Con qué sandeces lo ha seducido? Relacionarse con un hombre de su reputación podría poner su carrera en peligro. —Huntley se volvió hacia Cotford y continuó—: Estoy seguro de que el inspector coincidirá conmigo.

—¿Cómo no? Pero tenga en cuenta que el fin justifica los medios.

Lee se aclaró la garganta para responder, pero Huntley levantó la mano para silenciarlo.

—Por favor, no diga nada que pueda arruinar más la buena opinión que tengo de usted.

Y, antes de que Lee pudiera decir nada, volvió su atención a Cotford.

—Inspector, déjeme empezar primero por agradecerle sus observaciones de la otra noche. El sargento Lee me informó de que encontró el segundo conjunto de manchas de sangre y huellas dactilares. El hecho de que lo instruyera para que me lo comunicara directamente a mí, y no a nuestros superiores, demuestra que todavía respeta el protocolo y muestra cortesía profesional con sus compañeros agentes.

Cotford asintió con la cabeza.

—Mi único deber es llevar al asesino ante la justicia.

—Muy bien, deje que le devuelva su cortesía profesional —dijo Huntley—. Le agradecería que no adelantara conclusiones. Le conozco, así que déjeme decirle esto claramente. No hay ninguna correlación entre la mujer del callejón y esta víctima de hoy aquí. Esta mujer muerta era una pobre prostituta asesinada por un cliente depravado, una circunstancia común en estas calles. La mujer decapitada del callejón era rica. Admito que probablemente fue asesinada por una tercera persona como usted insinuó, pero mantengo que fue un crimen pasional. Lo más probable es que fuera un marido celoso. No lo dude, lo encontraré.

—Esto es una cuestión personal para mí —replicó Cotford—. No estoy buscando gloria, y no tengo ningún deseo de dejarlo en evidencia. Estaré encantado de entregarle cualquier prueba antes de llevarla al Tribunal Superior. Como he dicho, mi único deber es llevar al asesino ante la justicia.

—Deje que sea perfectamente claro, inspector Cotford —el tono de Huntley se tornó más enérgico y exasperado—: si lo encuentro interfiriendo en mi investigación, o creando pánico entre la opinión pública con afirmaciones de que estos últimos crímenes están relacionados, no me dejará otra alternativa que proteger mi propia posición denunciándolo a nuestros superiores. Le ruego que no me ponga en esa situación. Por favor, sería mejor que no arriesgara su reputación persiguiendo fantasmas.

Sin esperar una respuesta, dio una palmadita en la espalda a Cotford, le dedicó una sonrisa de ánimo y marchó para recibir a la prensa que le esperaba.

Lee dio un paso adelante ansiosamente y le dijo a Cotford al oído.

—¿De qué iba esto?

—Sargento Lee, Huntley no se equivoca. Tiene una familia en la que pensar. Si quiere retirarse de nuestra investigación ahora, no le culparé.

Lee lo miró a los ojos.

—Estoy con usted hasta el final, inspector. Hasta el final.

Cotford sonrió mientras los dos hombres se acercaban al cadáver de la mujer que yacía junto a la barandilla de hierro del río. Tenía el cabello empapado, pero era claramente una mujer pelirroja, como lo había sido Lucy Westenra. El rostro habría sido hermoso de no ser porque estaba desencajado con una expresión de absoluto horror. Sus ojos verdes apagados estaban abiertos mirando sin vida a Cotford. Su cuello lo habían arrancado, casi hasta el hueso. La herida parecía más el mordisco de un animal que nada que pudiera infligir un ser humano. Cotford creía que sin duda estaba persiguiendo a un loco.

¿Había malgastado un tiempo precioso buscando pruebas? ¿Su lento y firme método científico le había costado la vida a aquella mujer? Cotford se dio cuenta de que el tiempo era esencial. Tenía que acelerar las cosas. Se volvió hacia Lee con la sangre latiéndole con fuerza en las venas. Algo lo consumía, algo que había dicho la chica que lloraba. La víctima, Kristan, había sido vista por última vez caminando hacia su habitación alquilada de Devonshire Square.

«¿Devonshire Square? Eso está a tiro de piedra del…, del hotel donde se alojaba Van Helsing.»

—Maldito sea. ¡Malditos sus ojos! —Las venas de la cabeza de Cotford pulsaban con rabia—. Quédese aquí, sargento. Averigüe todo lo que pueda.

Sin decir otra palabra, corrió en dirección norte.

26

E
l anciano usó su bastón para ajustar su posición en la excesivamente lujosa silla de terciopelo. Estaba sentado en el lujoso restaurante que había sido el gran salón de baile victoriano del Great Eastern Hotel. Hallaba consuelo en aquel encuadre familiar, un encuadre que el tiempo no había transformado. Ya había terminado su consomé frío de tomate y estaba deseando que llegara al pastel de carne y riñones que daba fama al restaurante. El sabor y aroma del plato habían permanecido en su memoria durante décadas, desde la última vez que había estado allí. Ya se le hacía agua la boca cuando se acercó un joven con una bandejita de plata. Para su sorpresa, se dio cuenta de que no era el camarero, sino el conserje.

—No lo ve, joven, estoy esperando para comer.

—Le pido disculpas, señor —dijo el conserje, al tiempo que levantaba la tapa pulida y presentaba la bandeja al anciano—. Acaba de llegar un telegrama para usted. Lo han reenviado desde Ámsterdam.

El anciano miró el familiar sobre amarillo con su nombre inscrito en él. Los telegramas normalmente contenían malas noticias; tenía la sensación de que las posibilidades no estaban a su favor.

—Gracias —dijo con un suspiro.

Cogió el sobre con una mano y dejó media corona en la bandeja de plata con la otra. El conserje saludó educadamente y se marchó, guardándose la moneda en el bolsillo con practicado decoro. Obviamente Maaijcke, el chico que entregaba los comestibles, había encontrado su nota en Ámsterdam, y estaba reenviándole la correspondencia según sus instrucciones.

Usando el cuchillo de la carne, rasgó el sobre:

Telegrama: Mina Harker, Exeter,

al profesor Abraham van Helsing, Ámsterdam.

Quincey está haciendo preguntas.

Venga enseguida. Le necesitamos. Mina

Siempre había admirado la fortaleza y voluntad de Mina Harker, rasgos que la habían convertido en un activo durante sus aventuras; pese a que esa misma fuerza y voluntad la convertían en ocasiones en impredecible. Una mujer con mentalidad propia era peligrosa. Un hombre, dejando aparte sus urgencias sexuales, estaba gobernado por la mente y la lógica. Una mujer estaba gobernada en todo por sus emociones y, según la experiencia del profesor, todas sus decisiones nacían de ellas.

Mina había sido tentada por el demonio, incluso había cedido en un momento. Debido a su lealtad a su marido, Jonathan, había elegido el camino de la luz. Ahora que su marido estaba muerto, ya no tenía que ser leal. Si la tentaban de nuevo, ¿cedería Mina a sus deseos?

Le sirvieron el pastel de carne y riñones. La comida olía deliciosa, justo como la recordaba. Su estómago protestaba; pero aun así se descubrió releyendo el telegrama. Quincey Harker estaba haciendo preguntas. No era una sorpresa, porque le habían ocultado muchas cosas al chico. Pero los secretos eran como flores sepultadas bajo la nieve: finalmente crecían y salían a la luz.

Se preguntó si Quincey podría manejar el oscuro secreto que ellos guardaban celosamente. Con suerte, el chico habría heredado la fe inquebrantable que Jonathan Harker había poseído en su juventud…, pero quizá también la férrea voluntad de su madre. Eso sería desafortunado. En cualquier caso, si el demonio se enfrentaba a Quincey, como a su madre antes que a él, el joven tendría que tomar una decisión. La juventud podía ser imprudente y rebelde. Si se reducía a eso, Quincey podía convertirse en una amenaza mayor.

Frunció el ceño cuando se le ocurrió una idea inquietante: podría tocarle a él destruir a Quincey. ¿Dios le concedería la fuerza para matar al niño al que había amado como a un hijo? Rezó para que nunca llegara esa situación. Decidió que el precio de aquella mala noticia que le había sorprendido en forma de telegrama era perderse la comida, así que Van Helsing se levantó de la mesa. Cogió su bastón y renqueó hacia el vestíbulo. Cayó en la cuenta de que tal vez no volvería a tener la oportunidad de probar el pastel de carne y riñones del Great Eastern Hotel. Suspiró al llegar al ascensor. Lo mejor de la vida estaba hecho de pequeños momentos especiales. ¿Cuántos de ésos hay en una vida? A él le quedaban pocos. Maldijo a los Harker por privarle de uno de ellos. ¿Cómo era posible que Jonathan y Mina hubieran sido tan estúpidos para ocultar la verdad a su hijo durante tanto tiempo? La ignorancia alimentaba la ira. En su equivocado intento de proteger a su hijo, los Harker habían puesto a Quincey en grave peligro. El demonio estaba cerca, y el anciano tenía que encontrar a Quincey antes que él.

—Y ahora todos los buitres por fin se han vuelto a reunir —dijo un hombre, interrumpiendo los pensamientos de Van Helsing.

Conocía esa voz, aunque no la había oído en mucho tiempo.

—¡Cotford! —Van Helsing se dio la vuelta apoyado en su bastón.

De pie en medio del vestíbulo había un fantasma de su pasado. Cotford parecía mucho mayor ahora, y había ganado todavía más peso, pero el sabueso aún ladraba. En sus días de juventud, había sido un tipo brusco que no perdía el tiempo en ajustarse a las sutilezas de la sociedad. El tiempo obviamente no lo había suavizado. Ni siquiera había tenido la decencia de quitarse el sombrero antes de entrar.

—La muerte le sigue como el hedor a un cerdo, Van Helsing.

Cotford observó que Van Helsing daba un paso adelante, apoyado en su bastón. El bastón era un buen detalle: hacerse pasar por un anciano frágil para desviar la sospecha.

El inspector trató de disimular que aún le faltaba el aliento, después de haber corrido el largo trecho desde el Támesis hasta el Great Eastern Hotel. Quizá no era una ironía que a Van Helsing le gustara alojarse en ese lugar. Antes de convertirse en un gran hotel en 1884, ese edificio había sido un manicomio, como el que su antiguo pupilo, Jack Seward, había dirigido en Whitby.

Cotford había aprendido en sus años de servicio que a los depredadores les gustaba actuar cerca de su base. El Great Eastern Hotel estaba en Liverpool Street, al oeste de Bishopsgate. A tiro de piedra, en el lado este de Bishopsgate, estaba Devonshire Square, donde Kristan había sido vista con vida por última vez. Aquel doctor desquiciado ni siquiera había esperado una noche después de registrarse para acabar con su siguiente víctima. Cotford no tenía las pruebas irrefutables que necesitaba para detener a Van Helsing, pero no se atrevía a esperar a que acabara con otra vida inocente. Como había hecho con la señora Harker, el inspector esperaba que esa confrontación sorpresa hiciera trastabillar a Van Helsing y forzara una confesión. La expresión de asombro en el rostro del profesor indicaba que éste no contaba con volver a verlo nunca más. Hasta el momento, bien. Tenía la mejor mano con el elemento sorpresa de su lado.

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