Lee torció el gesto al volver a mirar el reloj. No había llegado a casa a tiempo para acostar a los niños desde hacía más de una semana. Esperaba que su mujer comprendiera que por el hecho de tener que trabajar ésa de entre todas las noches, no estaba intentando agravar el problema. Cuando se casó, Clara ya sabía que él era, en primer lugar y ante todo, un hombre con deberes. Perderse una cena a la luz de las velas con su amada esposa era un pequeño precio que pagar por la posibilidad de salvar la vida de otra mujer.
—¿Sargento Lee?
Lee giró sobre sus talones y vio a Cotford caminando como un pato hacia él.
—Llega tarde, señor.
—¿A quién ha dejado vigilando a nuestro sospechoso? —preguntó ansiosamente Cotford. Y con una sonrisa, añadió—: ¿A ese nuevo tipo, Price?
Lee rio. A él también le caía bien Price.
—No, el pobre tipo estaba hecho polvo. No ha dormido en toda la semana. Lo he enviado a casa.
Vio la expresión de preocupación en el rostro de Cotford y pensó que sería mejor aclararlo.
—No se preocupe. Nuestro sospechoso está dando un banquete. Estará allí durante horas. Ya conoce a esa gente, cigarros y brandy hasta que sale el sol.
—Bien. Quiero que lo lleve a comisaría —dijo Cotford, sin esconder el placer que sentía por poder decir esas palabras.
—¿Está seguro de eso, señor? Si me lo llevo delante de sus invitados, estaremos poniendo en peligro nuestra investigación.
—Esa gente sólo habla entre ellos. Correremos el riesgo, sargento. Hemos de ponerle nervioso.
Lee asintió. Se estaba yendo para ir a cumplir las órdenes cuando Cotford lo agarró del brazo.
—Asegúrese de que lo mete en la comisaría por la entrada de Derby Gate. —Señaló al callejón que iba desde Parliament Street al Victoria Embankment—. Nadie lo verá si lo hace entrar por la puerta lateral.
Lee sonrió. Nadie podría negar que Cotford no fuera concienzudo.
—Van Helsing es demasiado listo para incriminarse a sí mismo —continuó Cotford solemnemente—. Nuestra única opción es que alguno de sus cómplices lo delate.
Oído esto, Lee se puso en camino. Sabía que Cotford, igual que él, sentía que ese sospechoso iba a ser un hueso duro de roer. Fuera cual fuese el resultado, les esperaba una larga noche.
Con expresión sardónica, Arthur Holmwood observó a aquel inspector gordo que dejaba los diarios de Jack Seward delante de él. Estaba seguro de que Cotford iba de farol. No podía haberlos escrito Jack. Sin embargo, cuando leyó la selección que el inspector había marcado en el diario, reconoció la caligrafía de Jack Seward y se sintió ultrajado por la idea de que su viejo amigo hubiera roto su juramento y hubiera recreado su propio relato de los sucesos de aquella trágica noche. Haciendo de tripas corazón, se negó a complacer al inspector irlandés con algún signo de reconocimiento.
Holmwood cerró ruidosamente el volumen.
—A saber qué locura inducida por las drogas poseyó a Jack para que escribiera semejante estupidez.
Era un hecho públicamente conocido que, en tiempos, el estimado científico Jack Seward no sólo se había vuelto loco, sino que se había vuelto adicto a la morfina. No importaba lo incriminatorios que pudieran parecer, los diarios de Jack no se sostendrían en un juicio. Holmwood estudió al inspector. El hombre ocultaba mucho más de lo que sugería su descuidado aspecto. Se fijó en que se había esforzado al máximo para hacer que se sintiera incómodo. La sala de interrogatorios estaba desprovista de todo, salvo de una mesa y unas pocas sillas rígidas de madera. Una lámpara suspendida a poco más de medio metro sobre la mesa alumbraba la superficie de ésta con luz dura. La posición anormalmente baja de la luz creaba tensión en los ojos. Hacía mucho calor en la sala. No había colgador y nadie tuvo la gentileza de recogerle el abrigo. Iban a dejar que se cociera en su mejor abrigo grueso de invierno. Cotford tenía un vaso de agua para él, pero no le ofreció nada.
Sin embargo, nada de eso tuvo el efecto que el inspector deseaba. Arthur Holmwood había sido prisionero en el Imperio chino después del sitio de Tuyen Quang. Los chinos eran maestros en los métodos de interrogatorio, en los que infligían un suplicio tanto físico como mental. En comparación, ese inspector Cotford era un simple aficionado.
—Quizás esto despertará más su interés —dijo Cotford con una sonrisa maliciosa, y abrió una carpeta verde que sostuvo para que Holmwood la viera.
Arthur miró las notas manuscritas en la página inicial. Después de leer un momento, levantó la mirada y dijo:
—¿Un informe de autopsia?
—De Lucy Westenra.
Esta vez el hombre no pudo ocultar su desconcierto. Cotford sonrió.
Holmwood estaba perplejo. No se había realizado ninguna autopsia. En su momento no se consideró necesario.
—No se moleste con todos los términos clínicos —dijo Cotford al pasar a la última página de la carpeta—. Lo que cuenta es la conclusión.
Señaló una línea manuscrita. Holmwood se inclinó hacia delante para examinar la palabra atrapada bajo el dedo de Cotford.
—¿Asesinato? —leyó en voz alta—. Esto es absurdo. Lucy murió de una extraña afección sanguínea.
Las palabras le escocieron en los labios. Había preferido olvidar los dolorosos recuerdos de la enfermedad de Lucy. Su inexplicable pérdida de sangre, los desesperados intentos de realizarle transfusiones, el dinero gastado en especialistas, ninguno de los cuales fue capaz de diagnosticar la causa de la enfermedad. Nadie salvo el doctor Van Helsing había sido capaz de impedir la muerte de Lucy. ¿Muerte? ¡Ja! Tenía grabada a fuego en el corazón la imagen de Lucy yaciendo no muerta en su ataúd. Su verdadera muerte lo había marcado de por vida.
—La señorita Westenra era de una familia rica —dijo Cotford con voz sarcástica en lo que era una fingida revelación—. Poco antes de su muerte, en vísperas de su inminente matrimonio, ella cambió su testamento. Usted se convirtió en su beneficiario.
—Eso le da un móvil —intervino Lee. Estaba de pie en la parte de atrás de la sala, tratando de parecer lo más imponente posible—. Junto con el testimonio de los diarios del doctor Seward, tenemos más que suficiente para una orden de detención.
Holmwood tenía la mandíbula apretada, el puño cerrado. Sentía que su presión sanguínea empezaba a hervir. Contuvo un momento la respiración y maldijo su ira creciente. Su primer instinto fue el de aplastar los cráneos de los dos policías contra la pared, pero dar rienda suelta a su furia habría sido entrar en el juego perverso de Cotford. Aquel maldito inspector se estaba tirando un farol.
—Esto es una broma macabra —prefirió decir—. Yo no tenía ninguna necesidad de las posesiones de los Westenra, como sin lugar a dudas sabe muy bien.
—Le aseguro que esto no es ninguna broma. —Cotford sacó una fotografía y la dejó sobre la mesa.
A Holmwood, el corazón le dio un vuelco.
Era un atroz esqueleto. Una melena de cabello largo crecía desde el cráneo, que estaba separado del cuerpo. Había una estaca de hierro clavada entre las costillas del esqueleto. El vestido de marfil, que Lucy se había hecho para la boda, estaba podrido y sucio de polvo y sangre seca. La fotografía, a juzgar por el estado de descomposición del cadáver y la calidad de la imagen, se había tomado recientemente. Ese gordo irlandés malnacido había abierto la tumba de Lucy. Holmwood quería apartar la mirada de la espantosa fotografía, pero no podía. No era capaz ni siquiera de parpadear. Deliberadamente decidió no coger la fotografía, porque sabía que Cotford apreciaría el temblor de sus manos.
Estaba nervioso. A lo largo de los años había intentado simular que lo sucedido aquella noche no había ocurrido nunca, pero lo acosaba de todos modos: cómo Van Helsing lo había obligado a ir al mausoleo donde descansaban los restos de Lucy; cómo su corazón había saltado de alegría cuando la había visto caminando, con un aspecto tan vivo y bello como el que tenía sólo unos días antes. Al principio, había pensado que era una alucinación, hasta que se volvió y vio la expresión de horror y asombro en el rostro de Jack Seward. Lucy lo había llamado, con voz tan melódica y dulce como siempre: «Ven a mí, esposo mío. Bésame. Podemos estar juntos. Para siempre, como prometimos».
Le habían dado una segunda oportunidad de estar con su amada. Aún recordaba cómo la sonrisa de Lucy le había hecho entrar en calor en esa noche fría. Cómo se había acercado a los brazos extendidos de ella, ansiando besar sus labios rojos. Sabía que una vez que Lucy lo abrazara, todo el dolor que había sentido desde su funeral se fundiría.
Cuando las puntas de sus dedos estaban a sólo unos centímetros de los de ella, Van Helsing se había interpuesto entre ambos sosteniendo un crucifijo hacia Lucy. Para horror de Holmwood, Lucy había siseado, exponiendo sus colmillos y escupiendo sangre sobre Van Helsing. Sus ojos se habían convertido en órbitas negras al doblar su cuerpo en el ataúd. Holmwood había tratado de mostrarse agradecido a Van Helsing por salvarle la vida. Sin embargo, con el paso de los años, había llegado a disgustarle que hubiera intervenido en ese momento fatídico. ¿Una eternidad de juventud imperecedera con su amada Lucy no habría sido mejor que aquello en lo que se había convertido su vida? Van Helsing había tratado de explicarle que le habría costado su alma eterna, pero aquel hombre no podría entender nunca que los veinticinco años pasados sin Lucy habían tenido un coste mucho mayor.
La voz de Cotford lo devolvió al presente.
—Admita sus crímenes. Testifique contra el profesor Van Helsing y salvaré su inútil cuello de la horca.
¿De verdad el inspector pensaba que temía la muerte? Holmwood había visto destinos mucho peores. Había entrado en el inframundo: la muerte sería una bendición para él. Durante los primeros diez años transcurridos tras aquella noche infernal, en cada aniversario de la muerte final de Lucy, se encerraba en su estudio y miraba el retrato de su prometida mientras sacaba brillo a sus pistolas de duelo. Había colocado el cañón del arma en su sien, cerca de donde había estado la punta de su oreja, y había tratado de poner fin a su sufrimiento. Quería estar con Lucy. Pero cada vez, las palabras de la Biblia que había aprendido de pequeño resonaban en su mente, recordándole que aquellos que cometen suicidio están condenados. Sabía en su corazón que el alma de Lucy estaba en el Cielo. Había sido el deseo de liberar su alma lo que había permitido que Van Helsing lo convenciera de clavar la estaca en su corazón no muerto. Aun así, encontraba escaso alivio en la idea, al recordar cómo le habían temblado las manos mientras Lucy gritaba en el momento en que el mazo incrustó la estaca en lo más profundo de su corazón, salpicando sangre carmesí sobre su hermoso vestido de boda de color marfil. El destino nunca había sido tan cruel como para pedir a un novio que matara a su prometida el día que debería haber sido el de su boda. Lucy nunca había pedido ser convertida en una criatura de la noche. Ese demonio, Drácula, había tomado la decisión.
Holmwood se dio cuenta de que los vigilantes ojos de Cotford estaban clavados en él. Era el momento de forzarlo a que mostrara su mano y descubrir cuánto sabía realmente ese sabueso irlandés. Empujó los diarios y el informe de la autopsia hacia Cotford y se reclinó arrogantemente en su silla.
—Una oferta muy amable, pero sus pruebas son meramente circunstanciales, inspector. Si hubiera podido obtener una orden de detención, ya me habría puesto los grilletes.
—Está jugando a un juego peligroso —replicó Cotford, haciendo un gesto hacia los diarios—. Seward no pudo vivir con su culpa. Planeaba dejar en evidencia a Van Helsing y el profesor lo mató.
—Con el debido respeto a un representante de Scotland Yard, es lo más ridículo que he oído nunca. Jack Seward era el más preciado pupilo de Van Helsing, algo así como el hijo que nunca tuvo. Esa clase de vínculo no termina en asesinato. Se está agarrando a un clavo ardiendo.
—Cuando Jonathan Harker descubrió la verdad —añadió Lee, haciendo caso omiso del argumento de Holmwood—, Van Helsing lo mató también a él.
—Van Helsing no quiere dejar rastro —dijo Cotford. Se inclinó hacia delante, adoptando una nueva táctica, tratando de sonar amistoso—. Usted es el siguiente de la lista.
—Sinceramente, lo dudo. —Holmwood rio al cazar el farol de Cotford—. Van Helsing es un frágil anciano de setenta y cinco años.
—No estoy diciendo que actuara solo. Van Helsing hizo de mentor con usted y sus amigos. Los sedujo para que cometieran asesinato.
Arthur Holmwood paró de reír y le clavó una mirada penetrante. El abrupto silencio era ensordecedor, roto únicamente por el tictac del reloj y la respiración colectiva. El que hablara a continuación perdería esa batalla de voluntades.
El inspector le recordaba a un capitán de barco retirado al que había conocido en unas vacaciones en Escocia. El capitán perseguía a un monstruo que se creía que acechaba en las aguas del lago Ness. Había gastado todo su tiempo y sus recursos en dragar las aguas en busca de pruebas de la existencia de la criatura. Cotford estaba haciendo lo mismo y, como el capitán del barco, no tenía pruebas, simplemente una teoría basada en la ficción y el mito; obviamente esperaba que con la excusa de salvar su vida de una amenaza imaginada pudiera intimidarlo para obtener una confesión que encajara con su delirante teoría.
Dios santo, el inspector no tenía ni idea de con quién estaba hablando.
La tensión en la sala continuó subiendo hasta que Cotford finalmente pestañeó.
—¿Quién dice que Van Helsing no ha encontrado un nuevo conciliábulo de jóvenes impresionables que asesinen para él?
Arthur Holmwood negó con la cabeza ante esa charla inútil. Cotford no representaba la amenaza que al principio había supuesto.
Sin embargo, había una expresión extraña en los ojos de Cotford. Era la misma expresión que tenía Van Helsing la primera vez que habló del no muerto, el Nosferatu. La expresión de un fanático. Holmwood sabía que Cotford, aunque había perdido ese asalto, nunca se rendiría. Si eso podía acabar con su amargo sufrimiento, confesaría de buena gana cualquier acusación inventada por Cotford y aceptaría de buen grado una muerte por un rápido quiebre del cuello al extremo de una soga.
Pero tenía que considerar la posición de su esposa Beth en la sociedad, y la de su propia familia: todos ellos sufrirían si permitía que Cotford mancillara el nombre de Holmwood. La muerte en la horca le permitiría unirse a Lucy en el Cielo, pero ya había causado suficiente vergüenza a su familia. Se había casado con Beth por amistad, para salvar a la familia de ésta de una aplastante deuda. Sabía que Beth lo amaba, pero él no compartía aquel sentimiento. Beth evitaba enfrentarse al dolor consumiéndose con las sutilezas de la sociedad. Había estado planeando el banquete de esa noche durante semanas, se había asegurado de que asistirían los miembros más refinados de la sociedad. Su arresto delante de todos los invitados había arruinado la velada, y sería un embarazoso tema de conversación entre sus pares durante semanas. Aunque no amaba a Beth del modo en que un marido debería hacerlo con su esposa, ella era su mejor y único amigo. Las lágrimas de vergüenza en los ojos de su esposa cuando se lo había llevado Lee casi le habían roto su anestesiado corazón. No podía permitir que una condena dañara aún más la posición de Beth en la sociedad. Era lo único que ella tenía.