Después de arruinar el banquete que tan perfectamente había planeado Beth, Arthur esperaba encontrarla en la sala principal, con expresión severa. Su ausencia decía mucho. Intuyó que no quería saber nada de él en esos momentos. Wentworth, el mayordomo, debería haberse quedado esperando a su señor hasta que éste fuera puesto en libertad y haber estado en la puerta para coger su abrigo, sombrero y bastón, pero tampoco se le veía por ninguna parte. Comprendió que Beth podría haberle dado el resto de la jornada libre, y dejar así que Holmwood se las arreglara solo; otro intento de hacerle pagar por aquella humillación.
El recuerdo horripilante de la fotografía de la escena del crimen de Lucy destelló en su mente. Llevaba así toda la noche. Las imágenes acudían una y otra vez. Necesitaba alejarlas. Dejó abrigo y sombrero en un banco de madera y entró en su estudio a servirse una bebida. De repente, puso los ojos como platos y soltó la copa de cristal sin dar crédito a sus ojos.
El retrato de Lucy volvía a estar sobre la chimenea.
La furia de Holmwood estaba a punto de estallar. Tenía que haber sido cosa de Beth. Se había pasado de la raya.
El sonido de pisadas en el vestíbulo exterior captó su atención.
—¿Beth?
No hubo respuesta.
—¿Wentworth?
Una vez más no hubo respuesta. Una sombra avanzaba por el suelo de mármol. Había alguien allí.
—¿Hola? —dijo en voz alta.
El sonido de más pisadas fue la única respuesta.
Holmwood salió de detrás del umbral del estudio.
—¿Quién anda ahí he dicho?
El vestíbulo estaba en silencio. Estaba solo. La temperatura bajó diez grados. Notó el sonido tenue de una respiración. Miró a su alrededor y, una vez más, no vio a nadie. Fue entonces cuando reparó en que la ventana estaba abierta. Misterio resuelto. Se rio de su propia paranoia y fue a cerrar la ventana. Se imaginó a sus viejos camaradas legionarios riéndose de él. Cerró el pestillo y se volvió hacia el estudio para seguir bebiendo; entonces, captó un aroma familiar. ¿Lilas? ¿En aquella época del año? Era imposible. Sintió que se le erizaba el vello de los brazos al recordar que Lucy solía llevar perfume de lilas. Él lo había traído de París para ella.
Una suave voz femenina quebró el silencio.
—Arthur.
Holmwood viró en redondo. Estaba solo.
—¿Beth?
El sonido de su voz parecía imposiblemente fuerte al hacer eco en el techo abovedado. Resonó una risa argentina, como si procediera de todas las direcciones. Reconoció esa risa. Pero no podía ser. Sus sentidos le estaban engañando.
—Arthur —repitió la voz.
Ahora estaba justo encima de él. Miró hacia la escalera principal. Lo que vio le heló la sangre. Una figura luminiscente descendía despacio hacia él, balanceando el cuerpo como un gato al acercarse. Una gruesa melena de cabello rojo encendido le caía sobre los hombros; su piel de porcelana reflejaba la luz de luna de la ventana. Sus pechos subían y bajaban a cada paso; sus ojos eran desalmados y negros; sus labios seductores y rojos como la sangre hacían un mohín. Su vestido blanco estaba desgarrado cual una mortaja, hecho jirones. Era transparente, revelador.
—¿Lucy? —dijo Holmwood en un grito ahogado, todavía incapaz de dar crédito a sus ojos.
Ella respondió con esa risa de arpa, revelando sus dientes afilados y brillantes y deslizándose por la escalera de caracol.
Holmwood trató de respirar. Todos sus instintos, todas las fibras de su cuerpo querían tomarla en sus brazos. Pero Lucy estaba muerta. Su amada estaba muerta.
Como si pudiera leer sus deseos más íntimos, ella lo miró con triste compasión y dijo:
—Sé que deseas estar conmigo, amor mío.
La voz de Lucy lo barrió como una ola. Fue como si el tiempo se hubiera detenido y todo el dolor de los últimos veinticinco años se desvaneciera. Lucy abrió las manos. Una bruma blanca emanó de sus palmas, goteando al suelo. Cuando la bruma se reunió a sus pies, ella se elevó en el aire, sostenida de pie como en un almohadón.
—La muerte es sólo el principio, amor mío. La vida va mucho más allá de los límites de la carne. —Flotó hacia él.
—¡No! ¡Esto no puede ser! —Acababa de ver las fotografías de los restos de Lucy en su tumba. El
shock
sin duda había afectado sus sentidos.
—Está oscuro aquí, Arthur. Estoy muy sola. El ansia de abrazarte hace que me duelan los brazos.
¡No! Se suponía que Lucy debía estar en la luz. Van Helsing le había prometido que al clavar esa estaca en su corazón liberaría su alma, que se elevaría hacia el Cielo…
Lucy se le acercó, con los brazos extendidos. Holmwood se sentía partido en dos. Deseaba desesperadamente abrazarla una vez más. Era la misma ansia que había sentido en el exterior del mausoleo aquella noche fatídica. Esta vez no estaba Van Helsing para interferir.
Lucy estaba sobre él. Él cerró los ojos al sentir que lo besaban aquellos labios suaves. Su contacto fue mágico; sintió que su corazón latía por vez primera en un cuarto de siglo. Los labios de ella se separaron de repente. No, él quería que ese beso durara toda la eternidad.
—Lucy, no tienes por qué estar sola. Déjame estar contigo en la oscuridad.
Abrió los ojos y su corazón se detuvo de nuevo. El hermoso rostro de Lucy estalló hasta volverse putrefacto. La cara se le agrietó y se descompuso. La pálida piel se tornó púrpura. El aroma de lilas se agrió hasta convertirse en el hedor de la tumba. Los ojos de su amada se hundieron en su cabeza como una calavera; sus labios se retiraron y se tensaron hasta revelar la extensión de sus colmillos. Le salieron gusanos de los brazos, que ya rodeaban el cuello de Holmwood, y reptaron por la piel podrida. Lucy abrió la boca para hablar, pero sólo vomitó una cascada de gusanos que se retorcían.
Holmwood trastabilló contra la pared, paralizado de miedo. Su amor se había convertido en una pesadilla.
—Ten piedad de mí —gritó.
Los músculos y los tendones de Lucy se licuaron en un brebaje que supuraba de sus huesos. El sonido de su voz, antaño hermoso como el de un arpa, había desaparecido. Una campana hueca sonó en su boca.
—¿Piedad? La misma piedad que tuviste conmigo cuando me clavaste una estaca en el corazón…, ¡mi amor!
Lucy saltó sobre él, gruñendo como un animal rabioso, y lo aplastó contra la pared. Sus garras de hueso le desgarraron las muñecas cuando extendió los brazos de Holmwood y los clavó en los paneles de palisandro, hasta crucificarlo. Holmwood gritó de dolor.
La mandíbula de Lucy se desencajó, abriéndose de un modo imposible. Sus colmillos se situaron sobre el cuello de Holmwood. Los gritos quedaron silenciados cuando ella le arrancó la laringe.
En sus últimos segundos de horror, Arthur Holmwood fue testigo de cómo su amada Lucy echaba la cabeza hacia atrás, extasiada, bañándose en su sangre.
—¡Lucy! —gritó al incorporarse en la oscuridad, desconcertado y perdido.
¿Estaba muerto? Cuando sus ojos vislumbraron lo que tenían ante sí, se dio cuenta de que estaba en su cama. Se tocó el cuello. No había herida ni sangre. Sólo había sido una pesadilla. Estaba respirando tan deprisa y su corazón latía tan rápido que pensó que iba a tener un ataque.
Holmwood oyó un sollozo ahogado a su lado. Miró con un gran temor.
Era Beth. Estaba llorando. Había dolor en sus ojos, tanto dolor como no había visto nunca antes. Supo lo que había ocurrido. Había gritado el nombre de Lucy en su sueño. Sólo podía imaginar el dolor que Beth tuvo que sentir. Sin decir una palabra, su mujer salió de la habitación. Aunque estuvieran ahogados por la puerta de madera del retrete, oír sus sollozos era igual de hiriente.
Sabía que no podía decir nada para consolarla. Se despreciaba a sí mismo. El amor que Beth sentía por él era profundo y real. Sin embargo, cuanto más lo amaba ella, más se distanciaba él. No podía traicionar a Lucy ni siquiera después de su muerte.
Había amado a Lucy desde el momento en que la vio por primera vez. Todos la habían amado. Jonathan y Mina Harker, Jack Seward, Quincey P. Morris y él mismo. Después de que Jonathan aprobara su examen y se marchara a Transilvania para su fatídico encuentro con el príncipe Drácula, Mina había buscado una forma de llenar el vacío en su vida. Su mejor amiga, Lucy, encontró la forma perfecta de aliviar la soledad de Mina. Había ofrecido una
soireé
caritativa en su casa de Whitby a beneficio de los pobres y de los indigentes de Whitechapel. Fue en esa
soireé
cuando Jack, Quincey Morris y Arthur se habían visto todos ellos en el carné de baile de Lucy. Los tres se habían enamorado de ella al instante. Arthur Holmwood y sus dos mejores amigos habían llegado a un pacto entre caballeros; cortejarían a Lucy hasta el máximo de sus habilidades y dejarían que ganara el mejor. Holmwood nunca había conocido mayor felicidad que el día que Lucy lo eligió a él. Sus amigos brindaron por su feliz unión y por una larga vida futura de amor compartido, cosa que hizo que se sintiera orgulloso de nombrar a Jack y a Quincey Morris padrinos de su inminente boda. Una ceremonia que nunca llegó a celebrarse.
Se arrastró hasta el tocador de Beth y miró su desdichado reflejo en el espejo. Durante mucho tiempo sólo había querido morir, no sentir nada, estar con Lucy en el Cielo. Quizás era sólo su culpa, pero temía la muerte tanto como la ansiaba. Sentía que las vidas que había arrebatado en el campo de batalla estaban justificadas. Dios lo perdonaría por obrar rectamente contra hombres malvados. Los tres hombres a los que había matado en duelo eran harina de otro costal. Incapaz de quitarse su propia vida por temor a una eternidad en el Infierno, había buscado que otros hicieran lo que él no podía. Había provocado a esos hombres a actuar, había insultado de tal manera su honor que no les había dejado elección. Fueron duelos justos, pero sus oponentes estaban muertos únicamente por causa de su cobardía.
Se tocó la cicatriz de su mejilla derecha. Trazó con dos dedos el lugar donde había estado la punta de su oreja. Las palabras de Quincey Harker resonaron en su mente: «Drácula ha vuelto para vengarse, y lo sabe. Ayúdeme a matarlo de una vez por todas».
Holmwood volvió a pensar en la mañana que siguió a la noche en que clavó la estaca en el corazón de Lucy. Se había plantado delante de una estatua de Cristo en la capilla de su familia y había jurado sobre la tumba de su amada que no descansaría hasta que destruyera al demonio que le había arrebatado la vida.
Dios había provocado que Lucy se le apareciera en sueños, para recordarle su juramento. Después de veinticinco años desperdiciados, Dios le estaba recordando su promesa, y Arthur Holmwood estaba obligado a responder. Era la única forma de asegurarse la salvación y una eternidad con Lucy. Por la mañana iría a Londres y buscaría a ese demonio, en el nombre de Dios.
D
espués de que se llevaran al señor Stoker al hospital, Quincey había vuelto a la habitación que alquilaba. Entonces se dio cuenta de cuál era la cruel realidad. La repentina incapacitación de Stoker había provocado que el único obstáculo para que Basarab interpretara el papel de Drácula hubiera desaparecido. Deane tenía grandes deudas. No era tan estúpido como para cancelar la obra, así que le correspondía a Deane asumir la dirección. ¿Qué implicaría eso para Quincey?
Aunque le asombraba su impresionante representación del soliloquio de Drácula, la actitud de Basarab le había dejado perplejo. No podía permitir que el gran actor humanizara a aquel monstruo. La primera idea de Quincey fue contarle la verdad a Basarab, pero no sabía qué podía decirle: «Su héroe nacional es un monstruo que destruyó a mi familia y mató a mi padre, y mi honor me obliga a darle caza y a matarlo». No era necesario pronunciar esas palabras para saber que aquello era una locura. ¿Qué pruebas tenía?
Quincey comenzó a pasear por la habitación. Lo primero que debía hacer era regresar al Lyceum y pedir disculpas a Deane por su conducta grosera. Para que su plan funcionara, tenía que ponerlo de su parte.
Llegó al Lyceum Theatre a media mañana. El periódico no mencionaba los sucesos de la noche anterior ni el estado de salud del señor Stoker. A Quincey no le sorprendió, porque el desafortunado incidente había ocurrido demasiado tarde para que entrara en la edición matinal. Al joven le inquietó que Deane no estuviera en el teatro, y ninguno de los trabajadores tenía conocimiento de la salud de Stoker. Se estaba acomodando para esperar la llegada de Deane cuando se le acercó el señor Edwards, el acomodador.
Edwards era un tipo habitualmente lleno de brío y que lucía siempre una gran sonrisa. Quincey sintió que había problemas cuando Edwards se le acercó con aspecto sombrío. Con punzadas de pánico en el estómago, inmediatamente se temió lo peor: «Deane está tan furioso que ha cancelado la producción».
El destino quiso que los horrores de la imaginación de Quincey palidecieran en comparación con la realidad. Edwards le entregó una nota que le habían dejado en la puerta. Quincey frunció el ceño. Había dejado estrictas instrucciones a todos los trabajadores del teatro para que estuvieran atentos a la posible llegada de una mujer de aspecto juvenil que aseguraba ser su madre. Nadie, bajo ninguna circunstancia, debía permitirle la entrada en el teatro ni divulgar su paradero. Al fin y al cabo, todavía no sabía de qué lado estaba Mina.
Con cierto tono de disculpa en su voz, Edwards dijo:
—Un caballero anciano vino esta mañana y aseguró que era su abuelo. Según él, se trataba de una emergencia familiar y necesitaba localizarle inmediatamente. Dejó esta nota para usted. Espero no haber obrado mal, pero, dadas las circunstancias, pensé que era mejor consultar el listado y darle al viejo caballero la dirección. ¿He hecho mal?
Quincey tranquilizó a Edwards diciéndole que todo estaba bien y agradeciéndole su preocupación. La verdad era que las cosas distaban mucho de estar bien. El único familiar que le quedaba era su madre. Aquel presunto «abuelo» era un impostor.
Abrió la nota y descubrió que no había nada escrito en ella. Todo había sido una treta para obtener su dirección. Las punzadas que sentía se convirtieron en una ola de terror.
Cayó la noche.
Quincey se encontró delante del dragón de Fleet Street. Qué ironía. Había pasado el día vagando por las calles, temiendo regresar al teatro o a su piso. Gracias a Edwards, el extraño misterioso conocía su domicilio y podía estar esperando al acecho. Si el desconocido se cansaba de esperar, era muy posible que regresara al teatro. Quincey sentía que debía evitar a ese anciano.