Había tres posibilidades respecto a la identidad del anciano desconocido.
Primera: como Mina no iba a conseguir información respecto al paradero de Quincey si iba al teatro ella misma, el anciano desconocido podía ser un emisario de su madre.
Segunda: podía trabajar con Scotland Yard. Quizá la Policía quería interrogar a Quincey en relación con el ataque de Stoker. Scotland Yard también podía estar buscándolo por otra razón: algo terrible podía haberle ocurrido a Mina. Quincey sabía en lo más hondo que todavía amaba a su madre, aunque no podía confiar en ella. Su instinto le decía que enviara un telegrama para comprobar si su madre estaba sana y salva, y luego correr a su piso a esperar respuesta.
Era sólo el miedo respecto a la tercera posible identidad del desconocido lo que mantenía a Quincey en una suerte de limbo. Stoker había escrito en su novela que, cuando su padre conoció a Drácula en el castillo de Transilvania, el demonio se le presentó bajo la figura de un anciano. Pero eso no era la novela de Stoker. Quincey no podía correr ese riesgo. Miró al dragón de Fleet Street y vio que la luz titilaba de manera inquietante en su rostro.
Estaba tremendamente cansado. No podía pensar con lógica. No podía quedarse toda la noche en la calle. Basarab estaba en su hotel. Era el hombre más prudente que conocía. Era su amigo. Seguramente le ayudaría. Sin embargo, Quincey no podía arriesgarse a exponerlo al peligro que le acechaba. Miró a la oscura ventana de la oficina de su padre. Ya no quedaba nada para él allí. Sólo se le ocurría un refugio seguro.
Quincey volvió sobre sus pasos y decidió dirigirse a Mooney Son’s, el bar favorito de su padre. Allí podría mezclarse entre la multitud, ser anónimo. Tanto si el anciano desconocido era un policía como si era un emisario de su madre, estaba seguro de que no se le ocurriría buscarlo allí. Si el peor temor de Quincey se hacía realidad y el desconocido anciano era, en realidad, Drácula, estaría a salvo en público. Lo único que sabía a ciencia cierta era que Drácula necesitaba mantenerse en las sombras. No podía arriesgarse a exponerse.
La niebla se hizo densa. Dos manzanas más y encontraría calor, un descanso y comida caliente. Al acercarse al callejón de Fleet Street, le turbó la idea de que si algo tan nimio como la nota falsa de un desconocido podía provocarle semejante pánico no podía esperar derrotar a un demonio como Drácula.
Una mano surgió de la niebla, agarró a Quincey del abrigo y lo empujó a la oscuridad del callejón.
«El demonio me ha encontrado», se dijo. Sabía que su padre no había tenido una muerte rápida. Drácula no sería más benévolo con él. Su muerte sería una tortura. Rezó para tener fuerzas.
Quincey observó al hombre que emergió de la niebla arremolinada. Llevaba un bastón. Antes de que Quincey pudiera reaccionar vio un destello de acero, notó una sacudida en el aire. Abrió la boca para pedir auxilio, pero rápidamente lo silenció la punta de un estoque en el cuello.
—¿Sabes quién soy? —preguntó desde la oscuridad una voz con un fuerte acento.
El hombre del estoque se inclinó hacia la luz. Quincey se sintió al mismo tiempo aliviado y aterrorizado. El hombre era delgado y frágil. Un ondulado cabello blanco le caía sobre la cara. Su ropa estaba bien cortada, pero colgaba como un saco sobre su complexión esquelética. El agresor de Quincey era un hombre anciano y enfermo. Debería tener la certeza de que podría dominar al anciano del estoque…, pero había algo en sus ojos, una especie de fuerza, quizás un atisbo de locura. Pero ese anciano no era Drácula.
—Usted ha de ser Van Helsing.
—Si conoces mi nombre, sabes de lo que soy capaz —dijo Van Helsing—. Deja de meter las narices en la muerte de tu padre.
Arthur Holmwood lo había recibido muy fríamente, así que no debería haberle sorprendido que otro miembro de aquella banda de héroes que acabó con Drácula tratara de disuadirlo de vengarse. Aun así, no esperaba ver al viejo profesor deambulando por las calles de noche, menos aún en Londres. No se le había ocurrido que Van Helsing podía ser el misterioso desconocido. Seguramente lo gobernaba el miedo. Quizá se había cansado de esperar a Quincey en su alojamiento y se había puesto a buscarlo. Quincey apartó el estoque de su cuello.
—Le envía mi madre.
Van Helsing volvió a colocar la punta del estoque en el cuello de Quincey, forzándolo a retroceder contra la pared de ladrillo. La expresión de rabia desesperada en su rostro hizo que comprendiera que aquel tipo no perdía el tiempo con argumentos nimios. Para dejar clara su posición, Van Helsing giró el filo, rasgando la carne. Unas gotas de sangre rodaron por el cuello de Quincey. El anciano no era tan débil como aparentaba.
—No hay respuestas para ti —dijo—, sólo oscuridad.
—¿Qué secretos son esos que están tan desesperados por ocultarme? —preguntó Quincey, esperando que el anciano no percibiera el temblor en su voz.
Una expresión de locura asomó a los ojos de Van Helsing. Quincey contuvo el aliento, sin estar seguro de si saldría con vida de ese callejón. Pero el rostro del anciano se suavizó. Sus ojos permanecieron severos, pero ahora parecía más un abuelo encantador que un asesino.
—La mayoría de nosotros caminamos por la vida seguros de nuestra fe —dijo Van Helsing con honradez: un viejo profesor dando una última lección a un estudiante en el que no veía potencial—. Otros que no son tan afortunados se enfrentan a un momento en que su fe es puesta a prueba. Ése es el momento en el que han de elegir entre la luz y la oscuridad. No todos tienen la fuerza o la prudencia de tomar la decisión correcta.
Van Helsing retiró el estoque y lo envainó en su bastón.
—Ve a la Sorbona —rogó—. Por el bien de tu madre, vive en bendita ignorancia y sigue siendo un hijo de Dios.
Entonces, explicada su postura y con la lección dada, el anciano retrocedió en la niebla y se alejó sobre su bastón sin mirar atrás.
Quincey se sentía ultrajado. Su madre obviamente había enviado a Van Helsing a decirle a su hijo que era débil y que necesitaba protección. Pero le demostraría que no era así. Se lo demostraría a todos.
D
rácula estaba muerto. Mina estaba segura. A través de los ojos de Báthory había sido testigo de su desaparición final. Quería llorar por los dos, por Drácula y por Jonathan, pero no había tiempo para eso. La estaban persiguiendo. Si sobrevivía, habría muchos días y noches de soledad por delante para llorar por los que había perdido. Si no sobrevivía, no importaría. Ahora le quedaba muy poco por lo que vivir, con su marido en la tumba y su hijo lleno de rabia por cosas que no comprendía. Necesitaba pertrecharse con el arma más poderosa: el conocimiento. Aunque no sobreviviera, quería que su hijo fuera consciente de todo el mal del mundo.
Tenía que averiguar todo lo posible respecto a la condesa Erzsébet Báthory. El profesor Van Helsing solía decir: «Para combatir a tu enemigo, primero has de saberlo todo de él».
Báthory era la nueva enemiga de Mina.
Mina y Báthory habían intercambiado sangre, y ahora su mente estaba conectada con la de la condesa, igual que lo había estado con la de Drácula veinticinco años antes. Aquello implicaba que Báthory tendría conocimiento de los pensamientos, deseos y secretos de Mina, pero también Mina podía vislumbrar lo que pensaba Báthory; su cabeza latía a medida que pulsaban siglos de recuerdos. En la librería local, buscó entre las pilas de libros y encontró un relato biográfico de la condesa. Se había preparado para contemplar una historia de horror, pero lo que encontró era sorprendente y tristemente cautivador. Como muchos de los que hacían el mal, Báthory no había nacido monstruo, sino que se había convertido en uno. La opresión de las mujeres en el siglo xvi había sido diez veces peor que la de los tiempos de Mina: a Báthory la habían obligado a casarse con alguien que le doblaba la edad. Los ojos de Mina buscaron el nombre: Ferenc Nádasdy, y de repente la abrumaron sentimientos de un odio profundo. Su mente se vio asaltada por imágenes de agresión física y violación, y por un horrible hedor. Cerró el libro de golpe, como si eso pudiera ayudarla a bloquear aquellas imágenes.
Como pequeños pinchazos de luz en la oscuridad, en la mente de Mina empezó a aparecer un conjunto de recuerdos. Ella y Báthory habían intercambiado apenas una gotita de sangre, por lo que sólo veía imágenes sueltas, pero aquello bastaba para ayudarla a reconstruir un relato doloroso. Mina no se sorprendió al enterarse de que Báthory hablaba con fluidez en húngaro, latín y alemán, un hito poco común. Mina, a la que siempre le había gustado tomar notas meticulosamente, escribió «educación excelente», y luego rodeó esas palabras. Sólo eso ya la convertía en una enemiga peligrosa. Después encontró referencias al talento ecuestre de Báthory y a su destreza en el arte de la esgrima, que eran igualmente alarmantes.
Un pasaje en concreto le dio que pensar. Mientras su marido estaba en la guerra, Báthory se había quedado en casa con su tía, la condesa Karla. Mina «vio» el rostro de la tía Karla en su mente…, junto con otra imagen, una joven doncella rubia… colgada del cuello, muerta. ¿Qué significaba eso? ¿Quién era esa chica? ¿Por qué la habían ejecutado? Trató de concentrarse en los recuerdos, pero las imágenes se desvanecieron como vapor ante un espejo. Leyó que la relación de Báthory con su tía Karla había concluido abruptamente cuando la familia de Báthory había enviado una guardia armada para recuperar a la condesa.
Según los historiadores, tuvo hijos poco después de su regreso. Como era costumbre en la época, fueron educados por institutrices, aunque Erzsébet Báthory era una madre devota. A Mina le costaba imaginarlo, pero entonces leyó que la hija de Báthory, Ursula, y su hijo, Andráshad, habían muerto ambos a temprana edad.
Los sentimientos de rabia y pena la abrumaron. Vio la terrible risa de Ferenc gritando y la primera vez que le dio un puñetazo; luego la pateó cuando estaba indefensa en el suelo.
—No tengo heredero. Dios me está castigando por tus pecados.
Mina sintió que Báthory se desquiciaba y que se le helaba el corazón. Aunque tenía la mandíbula rota, la condesa escupió su propia sangre y, dirigiéndose a Dios, dijo entre dientes:
—Me has arrebatado todo lo que amaba. Ahora me haré amiga de tus enemigos más odiados, te arrebataré lo que más quieres. «Dejad que los niños se acerquen a mí.» ¿No es eso lo que dijiste?
Mina sintió la angustia terrible de una madre ante la pérdida de sus hijos, aunque ella nunca había sufrido tal cosa. La ira feroz que sentía contra Dios y contra el hombre parecía consumirla.
No era de extrañar, dadas las circunstancias, que la rabia de Báthory se volviera hacia la pesadilla más cercana. En enero de 1604, Ferenc Nádasdy, había sufrido una herida profunda, supuestamente a manos de una prostituta a la que se había negado a pagar. Una imagen fugaz de Ferenc durmiendo en su habitación atravesó la mente de Mina. Vio las delicadas manos de Báthory retirando las vendas del torso del marido. Una vez más, percibió un hedor terrible. Usando una cuchara de plata, una mano delicada salpicó cuidadosamente estiércol rancio en la herida de Ferenc mientras con la otra mano le sustituía con cautela el vendaje.
Aparentemente Nádasdy había muerto unos días después, entre insoportables dolores. Causa de la muerte: una herida infectada. Mina sintió repulsión. Qué forma cruel y calculadora de matar a otro ser humano, aunque fuera alguien tan vil como Ferenc.
Una vez liberada de las ataduras del matrimonio, y creyendo que estaba por encima de las leyes de Dios y su Biblia, al parecer Báthory había empezado a abrazar su auténtica naturaleza. Hacía abierta ostentación de sus tendencias manteniendo relaciones con mujeres locales. Aunque antes habían aceptado y apoyado su liderazgo, los aldeanos empezaron a temer que el comportamiento impío de Báthory propiciara una maldición sobre ellos y sus tierras, y empezaron a evitarla. Recurrieron a instancias superiores para que la encarcelaran. En lugar de detenerla, se envió un ruego a la familia de Báthory para que interviniera. La familia envió sacerdotes. Ella los rechazó. Los Báthory, temiendo que su reputación se arruinara, la encarcelaron en su castillo, donde permaneció cuatro años.
Entonces, Mina vio la imagen de un «extraño oscuro» que acudió a Báthory cuando ésta se hallaba cautiva, pero no podía discernir a qué había acudido, si a rescatarla o a salvar su alma. Forzó la mente para poner un rostro a aquella presencia, pero sólo encontró un vacío. Cerró los ojos y, por un momento, la imagen de Drácula se coló en su cerebro. ¿Era el recuerdo de Báthory o su propia experiencia lo que contemplaba? Mina no podía estar segura.
Continuó leyendo. Los textos históricos no contenían información sobre los siguientes tres años de la vida de Báthory. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra. Cerca de cumplir los cuarenta años, había regresado milagrosamente a su castillo de Hungría como, aparentemente, una mujer cambiada.
Casi inmediatamente se produjeron una serie de asesinatos violentos en las familias Báthory y Nádasdy y desaparecieron jóvenes campesinas de las aldeas. El temor cayó como una sombra sobre las gentes del campo y todos apuntaban como culpable a Erzsébet Báthory. Mina vio imágenes de orgías libertinas, prácticas perversas e incluso rituales heréticos paganos y elementos de adoración al demonio. Báthory había roto completamente con Dios, y Mina estaba contemplando el resultado.
En susurros temerosos, los aldeanos decían que esa suerte de sombra desconocida que se había llevado a Báthory era un caudillo que la había instruido en las artes oscuras. Los sirvientes varones de Báthory huyeron del castillo. Los relatos de maldad y depravación que contaban no tenían precedente. Báthory ya sólo quería a su servicio a mujeres. El número de asesinatos aumentó y cada vez se derramaba más sangre. Báthory se había convertido en una carnicera que había declarado la guerra contra todos los cristianos.
Las autoridades irrumpieron en su castillo y la detuvieron en medio de una orgía con tres jóvenes mujeres —sus sirvientas— que se bañaban y bebían la sangre de otra mujer joven. Báthory se había convertido en vampiro.
En las mazmorras del castillo, las autoridades descubrieron los más atroces instrumentos de tortura jamás concebidos. Se encontraron numerosas chicas campesinas desnudas, horriblemente heridas, violadas y en algunos casos sin vida. Después de excavar los alrededores del castillo se hallaron decenas de esqueletos más.