—Monsieur Harker, Basarab esperaba que viniera esta noche. Me ha pedido que le entregara una invitación para ver la representación.
Quincey estaba extasiado de poder ver esa gran producción de
Ricardo III
por segunda vez sólo una semana después. En esta ocasión, al ver a Basarab en el papel del rey, Quincey comprendió que podría encarnar a Drácula con facilidad. Los personajes eran similares: guerreros orgullosos, astutos, ambiciosos, crueles y encantadores al mismo tiempo. No pudo evitar imaginar cómo habría sido vivir en el siglo xv y enfrentarse cara a cara con el brutal Drácula. La idea le dio escalofríos. Drácula era un hombre capaz de empalar a cuarenta mil personas. Quincey no podía imaginar el dolor inenarrable que habrían sufrido las pobres víctimas de Drácula. En comparación, hasta los crímenes de Ricardo III palidecían. El príncipe Drácula tuvo que ser un sádico demente como Jack el Destripador. Pero al menos Jack había sido lo bastante «amable» como para cortar el cuello a sus víctimas antes de despedazarlas.
Después de la obra, Quincey pasó al otro lado del telón. Los miembros del equipo estaban recogiendo el escenario y la actividad era frenética. La compañía de producción de Basarab sólo permanecería en París una semana, de ahí el exorbitante precio de las localidades. La sincronización podía ser clave. Quincey fue hasta el camerino de Basarab, respiró hondo y llamó.
—¿Señor Basarab?
—Entre —dijo una voz desde el interior.
Quincey encontró al gran actor ataviado con un batín de satén negro y rojo, recortando artículos de sí mismo de una pila de periódicos y colocándolos cuidadosamente en un álbum.
—Veo que ha encontrado sus críticas.
Basarab sonrió.
—Recuérdelo siempre, señor Harker, quienes condenan la arrogancia es que carecen de talento.
—Sí, señor.
Quincey cobró conciencia del fuerte aroma de comida que emanaba de la mesa en la que se había servido el té la semana anterior. Saltarse comidas se estaba revelando más difícil de lo que había imaginado. Esperaba que Basarab no pudiera oír los ruidos de su estómago.
Después de hacer una pausa con los recortes, Basarab buscó detrás de su caja de maquillaje y sacó el ejemplar de Drácula.
—He leído el libro que me ha dejado.
Quincey estaba asombrado de que pudiera haberlo leído tan deprisa.
—¿Qué le parece?
—Un título bastante extraño.
—He investigado un poco —dijo Quincey, sacando con orgullo los libros alemanes de su mochila—. El título tiene sentido cuando sabes que realmente existió un príncipe rumano del siglo xv llamado Vlad Drácula. Era un villano.
—Yo no me referiría a él como villano —dijo Basarab—. Fue el padre de mi nación.
Quincey sonrió para sus adentros. El dinero que había invertido en la librería, en lugar de comida, estaba a punto de reportar dividendos. Basarab cruzó la sala y pasó al otro lado de la cortina, junto al arcón donde guardaba su ropa. Como si leyera la mente de Quincey, hizo un gesto hacia la comida y dijo:
—Sírvase, por favor.
—Gracias. —Quincey trató de no sonar demasiado ansioso.
El joven dejó de lado su vergüenza y se sentó. Mientras Basarab se quitaba el batín, Quincey se metió en la boca un bocado de pollo asado de delicioso aspecto. Era el mejor que había probado jamás.
—Es maravilloso. ¿Qué es?
Sin advertencia previa, Quincey notó el intenso sabor de la especia y la boca le empezó a arder. Tosió, buscando un vaso de agua para aquietar las llamas.
—No —dijo Basarab—, el agua sólo sirve para alimentar la especia. Coma algo de arroz.
Quincey obedeció y le sorprendió lo rápidamente que el arroz parecía contrarrestar el ardor del pollo especiado. Al cabo de un momento, Quincey probó otra vez, tomando un bocado de pollo y arroz al mismo tiempo.
—Se llama
paprika hendl
y es un plato popular de mi patria.
—Muy bueno, la verdad —dijo Quincey con la boca llena—. Supongo que va a tomarse una temporada libre ahora que se ha completado la parte parisina de su gira. ¿Va a volver a Rumanía?
—No he decidido cuál será mi siguiente paso. Tengo una buena oferta para llevar la producción a un teatro de Madrid. Por el momento, no he aceptado.
Quincey se contuvo para no sonreír. No podía creer en su buena fortuna. Cambiando de registro preguntó.
—Entonces, ¿se considera a Drácula el padre de su nación? Por lo que he leído, mató a miles de personas y era conocido por beber la sangre de sus víctimas.
—Es un antiguo ritual pagano. Se decía que aquellos que bebían la sangre de sus enemigos consumían su poder.
—Y luego está la traducción del nombre —dijo Quincey. Pasó las páginas para encontrar el pasaje y se lo mostró a Basarab—. Hijo del diablo.
—La verdadera traducción de Drácula es «hijo del dragón». Su padre era un caballero católico de la Orden del Dragón, que juró proteger a la cristiandad de los musulmanes. El símbolo del diablo en la cultura cristiana ortodoxa es un dragón. De ahí la confusión.
Basarab pugnaba con el nudo Ascot delante del espejo. Quincey sabía cómo hacerlo; había visto a su madre ayudando a su padre. Sin pensar, cruzó la estancia y ayudó a Basarab a ajustarse la corbata.
—Supongo que, como en todas las cosas, la verdad es relativa al punto de vista de cada uno. De todas maneras, este tipo, Drácula, es un personaje muy interesante, ¿no le parece?
Dio la sensación de que pasaba una eternidad desde que Basarab lo miró hasta que pronunció sus siguientes palabras.
—Ah, ahora vamos al grano. ¿Quiere que sea Drácula en escena? Y usted sin duda representará a su padre, Jonathan Harker.
—Siempre quiso que siguiera sus pasos.
Basarab se rio, y puso suavemente una mano en el hombro de Quincey.
—Estoy muy impresionado por su ambición, joven Quincey. De aspirante a aprendiz pretende pasar a ser productor y estrella en una semana. Un hombre que se debe tener en cuenta.
—¿Ha leído mi carta? ¿Vendrá a Inglaterra?
Basarab cogió su sombrero, guantes y bastón. Quincey se maldijo por ser tan ansioso. La falta de respuesta inmediata de Basarab era más de lo que podía soportar.
—No hago promesas. —El gran actor se volvió hacia él—. Prefiero representar personajes ingleses. Siempre se las arreglan para morir bien. Me he labrado una carrera magnífica representando a ingleses que mueren bien.
Quincey y Basarab compartieron otra risa. La tensión parecía haberse desvanecido por completo de la sala. Quincey no pudo evitar pensar que eso era lo que siempre había deseado hacer con su propio padre.
—Voy a ver unas actuaciones nocturnas en el Folies Bergère —dijo Basarab—. ¿Quiere unirse a mí?
¡Una buena señal! Quincey había deseado con frecuencia visitar ese
music hall
parisino de mala fama, conocido por sus representaciones exóticas. Accedió de buena gana.
—Tomaremos unas copas y discutiremos esa propuesta suya —dijo Basarab.
Quincey tuvo que hacer gala de un inmenso dominio de sí mismo para no ponerse a dar saltos de alegría.
Caminaron en dirección norte hacia el Distrito 18 de París. Basarab le preguntó por la producción de
Drácula
, el teatro, el calendario e incluso el pago. Quincey finalmente se sintió lo bastante cómodo para formular también él una pregunta.
—Me estaba preguntando una cosa. Mis libros hacen frecuente referencia a lo que creo que es una palabra rumana. En ocasiones se refieren a Drácula como
tepes
. ¿Sabe lo que significa?
Basarab se volvió hacia Quincey con una repentina expresión de gélida rabia y le clavó el bastón en el pecho para enfatizar su respuesta.
—Es una palabra vil usada por los enemigos políticos de Drácula para desacreditarlo. ¡No vuelva a pronunciarla!
Al cabo de unos pocos pasos, Basarab se detuvo y se volvió. Afortunadamente, la rabia se había desvanecido. Basarab había recuperado su aspecto encantador, como si se hubiera dado cuenta de que había sido demasiado duro con aquel ingenuo joven. En un tono de disculpa dijo:
—
Tepes
significa «empalador».
E
l dragón de Fleet Street lo estaba observando. Desde la ventana de su oficina, Jonathan podía verlo en lo alto de la columna, en medio del Temple Bar, burlándose de él, juzgándolo. El Temple Bar había tenido en tiempos un arco de piedra que señalaba el punto donde Fleet Street desembocaba en el Strand. Debido a su vecindad con el Temple, antigua iglesia de los caballeros templarios y sede de los gremios de abogados, la zona se conocía como el Legal London. Durante el siglo xviii, se habían mostrado en el Temple Bar las cabezas de los traidores clavadas en estacas de hierro que sobresalían de la parte superior del arco de piedra. En 1878 habían retirado el arco. Dos años después, en su lugar se había erigido el Temple Bar Monument, un pedestal de doce metros de altura coronado por un dragón negro que se alzaba en medio de Fleet Street. El dragón de Fleet Street. Uno de los muchos bufetes de abogados que había cerca era Hawkins Harker.
La muerte de Jack Seward había despejado a Jonathan lo suficiente aquella mañana para volver otra vez a Londres. Pasó un par de días en la oficina, tratando de organizar el necesario papeleo en relación con las últimas voluntades de Jack. No era tarea fácil. El que fuera próspero bufete de Jonathan, con una docena de empleados, se había desintegrado lentamente hasta el punto de que Jonathan ya no podía permitirse mantener a nadie salvo a sí mismo. Ni siquiera habría podido mantener una oficina en Fleet Street si Peter Hawkins no hubiera comprado el edificio en la década de 1870. Resultaba irónico que los bufetes de la competencia que alquilaban las otras plantas proporcionaran los únicos ingresos fiables del negocio de Jonathan. Para lograr sobrevivir a la desalentadora tarea de organizar la vida disipada de Jack, Jonathan se tomó frecuentes descansos en el bar Mooney Son’s, situado un poco más al este en Fleet Street.
Tal vez estuviera perdiendo el tiempo arreglando los asuntos de Jack. Al fin y al cabo, no habían hablado desde hacía muchos años. A Jack se le había metido en su cerebro empapado de drogas que el demonio todavía podía seguir vivo y había pedido hablar con Mina. Jonathan lo había echado con cajas destempladas. Eso era lo último que necesitaba oír Mina. Jonathan siempre había supuesto que un día recibiría una carta de un nuevo abogado informándole de que ya no era el albacea del testamento de Jack. Como esa carta nunca había aparecido, su deber como miembro del colegio de abogados era hacer cumplir el testamento de Jack.
Al tercer día, Jonathan se despertó de un estupor alcohólico y descubrió que le habían entregado un telegrama en su oficina. Con los ojos nublados, lo abrió y leyó que había un cambio en las últimas voluntades de Jack Seward. El autor del telegrama aseguraba ser testigo de una modificación verbal por la que requería que lo enterraran en lugar de donar el cuerpo a la ciencia. Jonathan se sintió aliviado, porque nunca se había sentido cómodo con la petición original de Jack. El benefactor desconocido también había enviado dinero a Child Co. Bankers, uno de los bancos privados más antiguos de Inglaterra, situado en el número 1 de Fleet Street. El telegrama también ordenaba a Jonathan que usara el dinero para repatriar el cadáver de Jack a Londres y costear los preparativos necesarios para el sepelio. El resto de la suma era destinado al pago por los servicios de Jonathan. No había prueba alguna de que este benefactor escribiera la verdad, sin embargo, Jonathan creyó que era lo que tenía que hacer. El benefactor señalaba que Jack debía ser enterrado en el cementerio de Hampstead, al lado del mausoleo Westenra. Jack finalmente encontraría descanso eterno junto a la mujer que había amado. Jonathan no pudo menos que preguntarse quién sería ese benefactor y cómo Seward lo habría conocido.
Jonathan siempre se había sentido culpable por el modo en que había tratado a Jack la última vez que lo había visto. Debería haber intentando ayudarle, pero ver a su viejo amigo le inquietaba en gran medida, y no había actuado de un modo enteramente racional. Jack era otro recordatorio de su viaje a aquel infierno, del cual ninguno de ellos había regresado del todo. Jonathan miró su oficina desierta, recordando el día que conoció a Jack Seward. Fue el día en que su vida cambiaría para siempre.
—Doctor Jack Seward —le corrigió el hombre bajo y musculoso al levantarse para estrechar la mano de Jonathan Harker.
—El doctor Seward es amigo de la familia Westenra —añadió el corpulento abogado, Peter Hawkins, al sentarse en el sillón de piel de su oficina—. Está aquí para tratar al señor Renfield.
—¿Qué le ha ocurrido exactamente a Renfield? —preguntó Jonathan.
—Sigue siendo un misterio —dijo Hawkins—. Lo encontraron medio desnudo en un cementerio de Múnich.
—¿Múnich?
—Creo que estaba en la ciudad para reunirse con un cliente.
—Lo encontraron gritando en un rapto de histeria y entonando versos de las Escrituras —añadió el doctor Seward.
—El señor Renfield tenía la costumbre de citar la Biblia —dijo Jonathan.
—No de este modo —replicó Hawkins—. Estaba recitando a gritos versículos del Apocalipsis y balbuciendo que había visto los ojos del diablo.
—Cielo santo, ¿qué provocó semejante arrebato?
—No podremos saberlo con certeza hasta que lo tratemos en mi clínica de Whitby —respondió el doctor Seward—. Entre tanto, sólo me cabe suponer que fue testigo de un suceso horrible y que su mente captó alguna clase de imagen diabólica como mecanismo de defensa para reprimir la realidad de lo que vio. No se preocupe; tengo la mejor instalación de toda Inglaterra.
—Entre tanto, señor Harker —dijo Hawkins—, necesito que termine con los asuntos del señor Renfield.
—¿Yo, señor? Soy sólo un empleado.
—No sea modesto, no le favorece —dijo Hawkins, riendo—. Ha sido más que un empleado en esta empresa desde hace tiempo. En el año que ha pasado con nosotros, ha sido de utilidad, de valor incalculable en muchos casos. Sobre todo en ese caso de las dos jovencitas. Ellas le deben sus vidas, y la publicidad que rodeó el asunto ha generado mucho negocio. Su colaboración con ese señor Murray del
Daily Telegraph
fue obra de una mente legal magistral. Un gran abogado no sólo ha de saber de leyes, sino también de política, y de cómo manejar a la prensa.