Jonathan sonrió.
—No sé qué decir. Gracias.
—Sé la mejor manera en que puede darme las gracias. Después de que lo llamen al colegio, cuando pase su examen el viernes…
—¿Y si suspendo el examen del colegio? —dijo Jonathan.
—No me cabe duda de que aprobará. Y, en cuanto apruebe, necesitaré que haga todo lo posible para ayudar al antiguo cliente del señor Renfield. Es un príncipe de Europa oriental, ¿sabe?, y tiene que completar la compra de unas propiedades aquí en Londres. No podemos permitirnos perder a un cliente como ése.
—¿Ha dicho un príncipe, señor Hawkins? —dijo Seward. A continuación se dirigió a Jonathan—. Entonces creo que debo darle la enhorabuena, señor Harker.
Era más de lo que Jonathan podía esperar. No veía el momento de ir a contárselo a su prometida, Mina. Ella estaba trabajando al otro lado de la calle, en la redacción del
Daily Telegraph
. En cuanto pudiera salir, iría corriendo a buscarla y la llevaría a comer para celebrarlo. Era una ocasión memorable. Conocer a ese príncipe podía cambiar sus vidas para siempre.
—Aquí están los papeles necesarios que debe llevar consigo —dijo Hawkins, entregándole a Jonathan una carpeta de cuero—. El resto ya ha sido enviado por correo al príncipe.
Dicho esto, Hawkins le dio unas palmaditas en el hombro a Jonathan y volvió al escritorio a buscar un cigarro.
—Ni que decir tiene, señor Harker —dijo Seward al salir a Fleet Street al cabo de un momento—, que me sentiría muy honrado si viniera esta noche a cenar a mi casa. Sería para mí de gran ayuda que me permitiera abusar de usted para que me hable de cómo era el señor Renfield antes de la crisis. Y, como se trata de una ocasión tan memorable para usted, descorcharé el mejor champán de mi bodega y lo celebraremos.
—¿Le importa si mi prometida se une a nosotros?
—Me encantaría conocerla, y espero que los tres no tardemos en ser buenos amigos.
Después de que Seward y Jonathan se estrecharan las manos y se separaran, Jonathan abrió con mucha curiosidad la carpeta que le había dado el señor Hawkins y leyó el nombre de su cliente, aquel hombre que pertenecía a la realeza.
—Drácula.
Jonathan se asombró al oír su propia voz en la oficina vacía. No había pronunciado aquel nombre desde hacía veinticinco años. Le dejó un gusto amargo en la boca. El recuerdo de Drácula había estado siempre presente, abriendo una brecha entre Jonathan y su familia. Sus ojos, inyectados en sangre, se centraron sobre su escritorio, en una fotografía enmarcada de Mina y de un muy joven Quincey.
Quincey. Jonathan no había querido ponerle ese nombre a su hijo, pero Mina había insistido por respeto a su amigo caído. Jonathan, siempre dispuesto a complacer a su esposa, había consentido sin discutir. No es que Jonathan fuera tan frío que no quisiera que alguien llevara el nombre del señor Morris. Pero quería que su hijo estuviera a salvo del terrible pasado que tanto había tratado de olvidar.
Después del nacimiento de Quincey, Jonathan sintió que su vida estaba completa y, por un tiempo, fue capaz de olvidarse de los horrores que había experimentado. Quincey fue el regalo más especial de su vida. Quería lo mejor para su hijo, y eso lo llevó a trabajar con tesón. ¿Qué había ocurrido con ese chico al que tanto había querido, el chico que le esperaba en silencio entre los matorrales que había a las puertas de su casa cuando él llegaba por el camino? Cuando lo veía, Quincey saltaba y se abalanzaba sobre Jonathan, cubriéndolo de abrazos.
Cuando pasó el tiempo y Jonathan envejeció y Quincey empezó a crecer, resultó dolorosamente evidente que Mina no daba la sensación de haber envejecido ni un solo día en el último cuarto de siglo. Jonathan era sin duda la envidia de muchos hombres que querían que sus mujeres permanecieran siempre jóvenes y hermosas. Pero el coste era demasiado alto para que Jonathan pudiera soportarlo. Aunque la apariencia externa de Mina no había cambiado, algo en su interior sí lo había hecho. Se había hecho insaciable en la alcoba. Una vez más, la mayoría de los hombres no se habrían quejado por eso, pero a Jonathan le resultaba físicamente imposible mantener su ritmo. Tanto que Mina empezó a recordarle a las tres mujeres vampiro del castillo de Drácula. Se sentía avergonzado de que su primera experiencia sexual hubiera sido con ellas y no con su amada esposa. Cuando él y Mina se habían casado poco después de que Jonathan huyera de las garras de Drácula, la sobrecogedora culpa hizo que le resultara difícil consumar su matrimonio. Luego llegó aquella fatídica noche, cuando su hijo tenía trece años. Mientras trataba de hacer el amor con su esposa, Jonathan descubrió por un lapsus de Mina que había sido con Drácula con quien ella había perdido la virginidad. Drácula, con siglos de experiencia, la había introducido en la pasión. Había dejado una impresión tan profunda en ella que Jonathan, por más que lo intentara, nunca podría igualar. También había oído muchas veces en los bares, y creía que era cierto, que «el hombre con quien una mujer comparte su primera experiencia sexual siempre permanece vivo en su corazón». La amargura y la culpa de Jonathan sólo se habían intensificado, la añoranza de Mina había crecido con los años y su rostro permanecía tan hermoso como siempre. Jonathan encontró en la botella su único solaz.
Jonathan parpadeó para no dejar escapar una lágrima y miró la fotografía. A su manera, trataba de proteger a su hijo. Tenía que mantener a Quincey a salvo. Sin embargo, cuanto más trataba de controlarlo, más se le escapaba. Era una amarga ironía que él hubiera odiado a su propio padre por haberle dado una educación estricta y puritana, porque en los últimos años había reconocido en los ojos de Quincey la misma mirada de odio hacia él. Jonathan sabía que había fracasado. Con su negocio. Con su esposa. Con su hijo. Con sus amigos.
Miró por la ventana al edificio de cinco plantas que tenía las palabras
Daily Telegraph
grabadas en piedra. Sus vidas habrían sido muy diferentes si hubiera tenido la fortuna de suspender el examen del colegio de abogados. Nunca habría viajado a Transilvania.
Mina había renunciado a su carrera periodística cuando Jonathan heredó el bufete de Peter Hawkins. Usando el conocimiento de la sociedad que había aprendido de Lucy, Mina había logrado mezclarse de un modo inadvertido en su nuevo estilo de vida. Daba fiestas, vestía y preparaba a Jonathan, y no sólo se convirtió en su portavoz, sino en una mujer que cumplía con sus deberes incansablemente para que él pudiera elevar su estatus. Las últimas palabras que le había dicho Mina, tres días antes, aún resonaban en su mente: «Lo siento, Jonathan. Te amo. Siempre lo haré. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?».
Ella había sacrificado sus propios sueños y objetivos por él. Sin Mina, él no habría tenido la clase ni la sofisticación necesarias para elevarse por encima de su cuna de clase media. No era ésa la definición misma de amor, ¿sacrificarse por el otro? Mina había elegido vivir sus sueños indirectamente, a través de Jonathan. Se convirtió en la perfecta mujer victoriana, algo que despreciaba, para que él tuviera éxito. Además, ¿y si en el momento de la verdad Mina hubiera elegido a ese demonio y no a él? De no haber sido por Mina, ellos nunca habrían logrado encontrar y destruir por completo a Drácula.
Jonathan arrojó la botella de whisky contra el muro de caoba.
—¡Maldición! ¡Qué estúpido soy!
Jonathan miró su reloj; si se daba prisa, aún podía alcanzar el tren de las 10.31 a Exeter y volver con Mina, si ella lo aceptaba. No la culparía si no lo hacía, pero iba a tratar de solucionar las cosas. Quizás irían juntos a París a ver a Quincey. Necesitaba hablar con su hijo. Con el beneplácito de Mina, le contaría finalmente a Quincey los secretos de la familia. Juntos desnudarían todas las verdades para que, si el perdón era aún posible, pudieran seguir adelante. Debía ese nuevo discernimiento a su viejo y querido amigo Jack. Su muerte no sería en vano. Jonathan cerró la oficina y recorrió Fleet Street hacia el Strand para encontrar un coche que lo llevara en dirección oeste a la estación de Charing Cross. Necesitaba alejarse de la calle, para evitar la tentación. ¡Maldición! No había ningún coche de caballos a la vista. No habían pasado ni veinte minutos desde que había hecho añicos la botella de whisky y Jonathan ya tenía sed. Pensó en la botella medio vacía que tenía en el cajón del escritorio para «emergencias». Qué débil se había vuelto. Necesitaba, rápidamente, parar un coche.
Se fijó en un carruaje negro con molduras de oro —sin cochero en el pescante— completamente desatendido, lo cual era una visión extraña a esa hora de la noche.
Dos jóvenes amantes salieron tambaleándose de la taberna, besándose apasionadamente. Jonathan no pudo evitar fijarse en cómo la chica se derretía con el más leve roce del hombre. Su sed creció en intensidad. Ya no podía contar las veces que se había visto en la misma situación. Muchas veces a lo largo de los años había llegado a la conclusión de que todavía amaba a Mina, más allá de todo, y de que quería estar con ella; disculparse por todos sus errores y perdonar todos los de ella. Luego la realidad se imponía. Tarde o temprano se encontrarían solos en la cama y todos los defectos de Jonathan saldrían de nuevo a flote. No sabía si era la lógica de su adicción la que hablaba por él o el cálculo sobrio de la razón. Su incapacidad de satisfacer a Mina, sus celos por su relación con Drácula y su horror por la eterna juventud de su esposa siempre le devolverían a la depresión. Y a la bebida, que siempre le estaba esperando, paciente y dispuesta a perdonarle.
—¿Quiere un poco de calor en una noche fría, señor? —dijo una cristalina voz de mujer detrás de Jonathan.
Se volvió y vio a una hermosa y voluptuosa mujer rubia vestida con un ondeante y virginal vestido blanco saliendo de la niebla. En su mano extendida sostenía la tentación de una petaca de cobre con forma de manzana.
Era muy injusto. Jonathan casi había vuelto a Mina. Estaba cerca. La mujer se lamió los labios rojos e inclinó la petaca para echar un trago. El líquido en aquellos labios fue más de lo que su fuerza de voluntad podía superar. Sabía lo débil que era. No era digno de Mina.
Jonathan dio un paso adelante con la mano extendida.
—¿Te importa que eche un sorbo?
Fue sólo la cortesía lo que impidió que apurara hasta la última gota de un solo trago.
—¿Vamos? —dijo la mujer. Hizo un gesto hacia el laberinto de callejones que se dirigían hacia Victoria Embankment.
—Como si tuviera elección. —Jonathan ofreció su brazo.
La mujer rio al enlazar el brazo de Jonathan. Caminaron hasta la intimidad del callejón y se encontraron envueltos por una cortina de niebla.
Jonathan y la mujer se besaron vorazmente. Él la apoyó contra la sucia pared de ladrillos del callejón.
—Te llamas Mina —susurró Jonathan al pasar su lengua por aquellos labios rojos.
—Llámame como quieras, jefe.
Jonathan le desgarró el corpiño y empezó a besarle el cuello, amasando sus grandes pechos.
—Dime tu nombre.
—Me llamo Mina.
Jonathan le levantó el vestido, puso una mano entre los muslos al tiempo que con la otra soltaba las presillas del liguero.
—Dime cuánto te satisfago, Mina.
—Deja que te lo enseñe —gimió la rubia mujer de blanco.
Giró salvajemente a Jonathan y apoyó su espalda contra la pared. Ella se puso de rodillas, con la cara por debajo de la cintura de él. Jonathan sonrió con anticipación cuando ella abrió la boca para aceptarlo. Notó el aliento frío de la mujer en su carne firme.
Para su horror, los ojos de la mujer se convirtieron en sólidas bolas negras. Su cara se hizo más salvaje cuando los incisivos se alargaron para convertirse en colmillos. Abrió extraordinariamente la boca, como si se le hubiera desencajado la mandíbula. Estaba a punto de arrancarle su masculinidad. Jonathan gritó. Con todas las fuerzas que pudo reunir golpeó a la mujer de blanco y la arrojó al suelo; se subió los pantalones y trató de correr.
La mujer de blanco, encolerizada, se incorporó de un salto. Se abalanzó como un gato, agarró a Jonathan y lo arrojó sobre unas cajas de madera almacenadas en el callejón. La fuerza del impacto astilló la madera. Jonathan quedó tendido, inmóvil, con el cuerpo convulsionado de dolor. ¿Por qué no había escuchado a su corazón y había ido a casa como planeaba?
Con un gruñido animal, el vampiro lo arrancó de los escombros. Jonathan trató de resistirse, pero ella era demasiado fuerte. No podía escapar de su agarre férreo. La mujer de blanco dobló la cabeza de Jonathan hacia atrás, exponiendo su cuello a los colmillos.
—Dios no, por favor —gritó él.
Con el rabillo del ojo, Jonathan vio una sombra que avanzaba rápidamente hacia ellos. Sin previo aviso, la sombra envolvió a la mujer de blanco, enrollándose en torno a ella. La separó de Jonathan, la arrojó al aire y la aplastó contra la pared. Jonathan se quedó paralizado de miedo al ver la oscura sombra que se alzaba amenazadoramente sobre ella.
La mujer gritó aterrorizada.
—¡Señora!
Jonathan siguió la dirección de su mirada. Era como si el vampiro estuviera implorando a una neblina carmesí sobrenatural que se deslizaba sobre ellos. De repente, algo frío y húmedo golpeó a Jonathan en la cara. Jonathan se volvió hacia el lugar donde la mujer de blanco se había hincado de rodillas. Del interior de la sombra cayeron órganos ensangrentados y miembros cercenados que se amontonaron en el suelo. La humedad que había notado en la cara era la sangre de la mujer.
Una voz masculina gritó en el viento:
—¡Corra, estúpido, corra!
Jonathan hizo caso de la advertencia y corrió hacia Fleet Street. Miró atrás una vez para ver si la sombra lo estaba persiguiendo. Lo que vio no podía explicarse. La sombra había bloqueado de algún modo el avance de la neblina carmesí que se enroscaba y desenroscaba como una cobra y chocaba contra la sombra, hasta que la atravesó. La sombra se partió y se disipó. Comprendió que la sombra había sido su protectora; la neblina carmesí que aceleraba rápidamente hacia él tenía que ser su enemiga. La sombra, fuera lo que fuese, no era rival para la neblina roja. Jonathan volvió su atención al final del callejón, donde éste se unía a Fleet Street. Había gente paseando por allí. La libertad estaba a sólo unos metros.
Oyó el relincho de un caballo. Un carruaje negro sin cochero apareció entre la niebla, y casi lo arrolló al bloquearle el paso. Ya sentía la neblina roja en sus talones. No podría alcanzar la seguridad de Fleet Street por ahí. Sólo quedaba un camino. Viró a la izquierda y corrió por otro callejón, gritando para pedir auxilio. Estaba cansado, con el cuerpo arruinado por la bebida. Golpeó con fuerza en los adoquines, respirando con dificultad. La siniestra neblina carmesí lo envolvió.