—¡Apártese, imbécil! ¡Me está manchando la chaqueta de sangre!
En la parte posterior del suntuoso Lyceum Theatre, de inspiración griega, Quincey Harker negó con la cabeza. Así que ése era el gran actor estadounidense John Barrymore, dando tumbos en el escenario con una capa de mago barata. Esperaba más decoro incluso de Tom Reynolds, el hombre que interpretaba a Van Helsing y al que Quincey había visto en una ocasión en
Madame Sans-Gêne
, en el papel de Vinaigre. Ahora, muy dolorido, el señor Reynolds había perdido el respeto por su colega actor e intercambiaba puñetazos con el tambaleante Barrymore.
Era una visión sumamente impropia. El teatro no era un cuadrilátero de boxeo. Había que seguir unas reglas de decoro muy específicas. Ver a actores comportándose de un modo tan zafio daba validez a todas las opiniones negativas que el público tenía de ellos. Aun así, Quincey sabía que había tomado la decisión correcta al seguir el consejo de Basarab. Basarab era elegante y profesional: justo lo que Quincey quería ser. Ahora bien, la triste imagen del escenario convertido en un circo no era la única cosa que inquietaba a Quincey.
Bram Stoker, un viejo irlandés grandote, con barba y el cabello pelirrojo salpicado de gris, estaba sentado en primera fila. Golpeaba el suelo con el bastón mientras gritaba:
—¡Caballeros! ¡Son ustedes profesionales!
Un hombre más joven que estaba sentado junto a él saltó al escenario para interrumpir la pelea.
—¡Basta ya! —gritó—. ¡Se están comportando como unos chiquillos!
—¡Ha empezado él! —rugió Reynolds, con las manos manchadas de sangre ahuecadas bajo la nariz.
Barrymore trató de mantenerse en pie.
—Señor Stoker, ¡no toleraré la insubordinación de semejante zopenco insignificante! Exijo que lo despidan de inmediato.
—Señor Barrymore, por favor, sea razonable.
—¿Razonable? Es una cuestión de honor.
—No olvidemos que el productor de esta obra soy yo —le interrumpió Hamilton Deane—. Yo decido a quién se despide y a quién no. Volver a asignar un papel sería un gasto innecesario. El señor Reynolds se queda.
—Entonces, señor Hamilton Deane, productor de basura, ¡ha perdido a su estrella!
Y dicho esto, Barrymore bajó del escenario.
Stoker se levantó, apoyándose pesadamente en su bastón.
—Le he traído aquí desde América por la alta admiración que sentía por su padre, que Dios dé descanso a su alma torturada. Él hizo su debut teatral en este mismo escenario. Basta de tratar esta obra como una de sus comedias estúpidas. Tiene usted potencial para ser un gran actor dramático, aquí, en Londres. Más grande incluso que Henry Irving. Él se arruinó con los males del alcohol después de asegurarse la fama, pero usted va camino de destruirse antes de que el público tenga ocasión de ver todo su potencial.
—¿Va a despedir a este imbécil o no?
—Desde luego que no. El señor Reynolds ha sido un miembro leal de la compañía del Lyceum durante más de treinta años.
—Entonces regresaré a América en la primera chalana —sentenció Barrymore. Se volvió y se fue dando tumbos por el pasillo.
—Señor Barrymore, piense en lo que está haciendo —dijo Stoker en voz alta tras él—. Se fue de Nueva York porque allí nadie contrataría a un protagonista borracho.
John Barrymore se detuvo, se desequilibró ligeramente y se volvió hacia Stoker.
—¿Cree que la suya es la única oferta que se le ha presentado a un hombre de mi talento? —dijo—. Iré a California. Me han ofrecido un papel en una película de cine. No olvide mis palabras; lamentará este momento durante el resto de su vida.
Quincey había visto algunas de esas películas en París. Era un entretenimiento barato y le resultaba sumamente extraño que un actor serio pusiera interés en ello. Puesto que no había sonido, los actores tenían que sobreactuar para expresar su intención.
De camino a la puerta, Barrymore chocó con Quincey.
—Mira por dónde vas, chico —dijo arrastrando las palabras.
—Señor Barrymore, le pido disculpas.
La puerta del teatro se cerró de golpe. El gran John Barrymore se había ido. Quincey se quedó anonadado.
Deane y Stoker lo miraron.
—¿Quién diantre es usted? —preguntó Deane—. Esto es un ensayo privado.
—Siento llegar temprano, pero tengo una cita con el señor Hamilton Deane —dijo Quincey.
—Ah, sí. Usted es el tipo que viene por la beca. ¿Cómo se llama?
—Quincey Harker.
Stoker reaccionó como si se hubiera tragado una mosca.
—¿He oído bien? —continuó Quincey—. ¿Uno de los personajes de su obra es un abogado llamado Jonathan Harker?
—Sí. ¿Qué pasa? —bramó Stoker.
—Mi padre se llama Jonathan Harker… y es abogado.
Al cabo de unos minutos, Stoker, Deane y Quincey se apiñaban en la minúscula oficina de Stoker. Había carteles enmarcados que dejaban clara la hegemonía de Henry Irving en el Lyceum Theatre. Stoker parecía preocupado cuando Deane le pasó a Quincey un libro con una brillante cubierta amarilla y letras rojas.
Drácula, de Bram Stoker
—¡Un personaje en una novela! Mi padre ni siquiera me lo había dicho —dijo Quincey pasando las páginas.
Al final tenía en sus manos una prueba de la hipocresía de su padre hacia las artes. ¡Qué fascinante! Había muchas preguntas que acudían a la mente de Quincey. Y sin embargo…, se mordió la lengua. No quería empezar con el pie izquierdo y mostrar la misma falta de respeto por las reglas del decoro teatral que Barrymore. Un humilde aprendiz teatral nunca cuestiona al productor o al director de una obra, al menos si quiere conservar el puesto…, y a él todavía ni siquiera lo habían contratado.
Stoker le cogió el libro a Quincey.
—¡Esto es ridículo! —bramó—. Basé el nombre en Joseph Harker, un director de escena con el que trabajé en los años ochenta. Cualquier relación con su padre es mera coincidencia.
—Una coincidencia bastante notoria, ¿no le parece, Bram? —intervino Deane.
—Drácula es mi novela y es completamente ficticia.
—Nadie ha dicho lo contrario —dijo Deane—. Aunque creo recordar que insistió en hacer una lectura en escena para demostrar su
copyright
. Todavía no entiendo el motivo.
—Lo único que ha de entender es que el
copyright
es exclusivamente mío —gruñó Stoker, que entonces concentró su ira en Quincey—. Lo siento, joven, pero el Lyceum no necesita contratar a un aprendiz en este momento. Gracias.
—Pero, señor Stoker…
El hombre se volvió para irse. Deane le puso la mano en el brazo y susurró.
—Bram, estamos atrasados. Cualquier ayuda a esta producción sería muy beneficiosa. Hemos superado el presupuesto y nos falta personal. Y además, acabamos de perder a nuestro protagonista.
Quincey se animó cuando se le ocurrió una idea.
—Quizá pueda ayudarlos con su problema.
Los dos hombres miraron a Quincey. Era su momento.
—¿Y si pudiera conseguirles al mejor actor de nuestra época? Un hombre del cual los críticos han dicho: «Cuando representa a Shakespeare es casi como si en realidad estuviera viviendo el papel, caminando entre sangre, librando las batallas».
—¿Está hablando de Basarab? —preguntó Deane.
—Es amigo mío. Y estoy seguro de que su nombre en los carteles incrementaría la potencial taquilla, y justificaría cualquier gasto extra en el que puedan incurrir.
Deane levantó la ceja, sopesando la idea. Stoker golpeó el suelo con su bastón.
—John Barrymore es la estrella de esta obra. Volverá. —Salió del despacho, gruñendo—. Esas películas nunca llegarán a nada.
Cuando Stoker estuvo lo bastante lejos para que no pudiera oírlo, Deane dijo:
—Lo que olvida el señor Stoker es que el señor Barrymore tardará tres semanas sólo en llegar a California. Aunque descubra que ha cometido un terrible error y vuelva con el rabo entre las piernas, para entonces ya estaremos en bancarrota.
—Basarab está en París, a un día de distancia. En mi opinión, su elección es clara.
Deane examinó los ojos de Quincey durante un momento incómodo.
—¿Es usted un hombre de palabra, señor Harker? ¿Un hombre de confianza?
—Sin duda que lo soy, señor Deane.
—Bien. Entonces quizá debería cenar conmigo —dijo Deane—. Creo que tenemos muchas cosas que discutir.
Q
uid verum atque decens
era el lema de la familia Stoker. «Lo que es verdad también es honorable.» El padre de Bram Stoker se lo había impuesto a sus siete hijos, pero era un sentimiento que a Bram le resultaba excesivamente difícil de aceptar en esos días.
—
T’anam an Diabhal
—maldijo entre dientes Bram en su gaélico nativo.
Había esperado hasta que se hubo marchado ese molesto chico, Quincey Harker, antes de salir de su oficina. Para mayor consternación, oyó que el chico se iba con Hamilton Deane. Sin duda se dirigían al Ye Olde Cheshire Cheese, la taberna favorita de Deane, para hablar de Basarab. Daba la sensación de que Deane no iba a olvidarse del asunto, tal y como esperaba Stoker. Él siempre era meticuloso en su vida, incluso cuando cambiaba de profesión erráticamente. Todas sus acciones formaban parte de un plan mayor y bien concebido. Tener que lidiar una variable impredecible como Quincey Harker en la mezcla era desconcertante.
Drácula
era la última oportunidad de Bram Stoker. Una última oportunidad para reivindicarse como autor; una última oportunidad de vivir su sueño; una última oportunidad de conservar su teatro. Ahora que su hijo había crecido y se había emancipado, Stoker no tenía nada que lo esperara en casa. Incluso su hermosa mujer le hacía sentir que estaba de más, y a Bram ya no le importaba que el amor se hallara ausente de su lecho. El Lyceum había sido su verdadero hogar durante décadas, y moriría antes que permitir que alguien como Hamilton Deane se hiciera con el control.
Stoker subió renqueando al escenario. Tantas representaciones, tantos recuerdos en ese gran auditorio…, y sin embargo, había cambiado mucho. Aquel glorioso techo abovedado que tanto había amado había desaparecido. Dos filas de asientos adicionales entorpecían la labor de la orquesta. Stoker despreciaba la forma en que Deane estaba transformando su querido teatro clásico en una especie de cabaret. Aunque Stoker no se oponía a la nueva era industrial, creía que un teatro era un terreno sagrado. ¿Alguien modernizaría las catedrales góticas? Rio para sus adentros. Quizá Deane lo haría. Deane estaba obsesionado con los últimos artefactos modernos y había estropeado con ellos el teatro de Stoker. Había instalado un telégrafo sin hilos, ese invento de Marconi, con la excusa de que impediría que los actores corrieran constantemente a recibir mensajes. Allí estaba también el nuevo foco de «filamento concentrado» de Edison. Deane incluso había llamado al famoso arquitecto de teatros Bertie Crewe para que rediseñara el interior del auditorio para proporcionarle una «mejor acústica». Aunque detestaba el amor de Deane por lo «nuevo y lo moderno», comprendía que era ese mismo amor el que permitía que Deane viera valor en las ideas innovadoras. Ese hombre percibía el potencial de la novela de Stoker. Comprendía que las historias de terror, que habían sido relegadas a lamentables panfletos, finalmente estaban encontrando un público más amplio. Representar
Drácula
para competir con las exitosas adaptaciones de
Frankenstein
y
Jekill y Hyde
podía reportarle una pequeña fortuna. Stoker tenía el teatro y Deane tenía el dinero: una combinación perfecta. Ahora bien, Stoker llevaba en la industria del ocio el tiempo suficiente para conocer la regla de oro: el que tiene el dinero impone las reglas. Deane se negaba a escuchar a Stoker. ¿Y por qué debería hacerlo? Si Stoker sabía tanto, ¿por qué estaba fracasando su teatro?
Bram siempre había tenido aspiraciones de convertirse en autor. En su juventud, para hacer honor a sus padres y al mismo tiempo permanecer fiel a sí mismo, había estudiado Derecho en la facultad, pero nunca había dejado de escribir. Stoker había confiado en que sus maestros reconocerían su talento y que con su ayuda podría convencer a sus padres para que le permitieran cambiar su vocación. Desafortunadamente, no iba a ser así, porque lo había ensombrecido su amigo y compañero de clase, Oscar Wilde. Bram y Wilde llevaron su rivalidad incluso al terreno sentimental. Bram amaba desde tiempo atrás a Florence Balcombe, la mujer más hermosa que jamás había visto. Sin embargo, fue Wilde, cortejándola con radiantes poemas de amor, quien la enamoró perdidamente.
Quizá Florence tenía el pálpito de que Wilde prefería la compañía de hombres jóvenes, porque su relación finalmente terminó, y ella acabó aceptando la compañía de Bram. Ahora bien, al pasar el tiempo, él se dio cuenta de que la elección de Florence había sido motivada más por una cuestión de seguridad económica que de amor. Lo habían contratado como empleado en un bufete, y Florence no quería vivir a duras penas con un artista vagabundo. Ansiaba formar parte de la alta sociedad londinense. Stoker negó con la cabeza. Tal vez Oscar había perdido a la dama, pero Bram continuaba codiciando el prestigio de Wilde. Para conservar la cordura, mantuvo un pie en el mundo literario. Componía críticas teatrales para el
Dublin Mail
sin cobrar. Después de escribir una brillante crítica del
Hamlet
de Henry Irving, lo habían invitado al círculo de amigos de alta sociedad del gran actor
shakesperiano
en Londres.
Bram enseguida dejó su trabajo y se convirtió en socio y representante teatral de Irving. Fue un gran regalo, porque le permitió vivir sus propios sueños indirectamente, por medio del estrellato de Irving. Florence estaba convencida de que sería otro de los fracasos de Bram, pero, al ver que el dinero seguía entrando, cambió de opinión. Los Stoker se codeaban con gente como el pintor James McNeil Whistler, el poeta Frances Featherstone y sir Arthur Conan Doyle. El matrimonio también frecuentaba la compañía de la nobleza, pero Bram sabía que si se le permitía entrar en este círculo de elite era únicamente por su relación con Irving. Por más que le rogó, Irving nunca produjo ninguna de las obras de Stoker. A pesar de que trabajaba incansablemente para controlar todos sus asuntos, incluso sus citas con mujeres, Irving menospreciaba la escritura de Bram y no le ayudaría ni un ápice.