Báthory miró la cruz que colgaba del cuello de Karla, asombrada por aquella hipocresía asesina. Sin embargo, como resultado de la revelación de su tía, una parte de ella misma que no entendía le quedó finalmente clara. Báthory, como joven dama en ciernes, había «jugado» con varias de las sirvientas hasta que su madre la había descubierto y la había regañado severamente. Sus padres habían recurrido a un sacerdote para que rezara por su pecaminosa hija. El matrimonio con Nádasdy se celebró poco después.
Al ver la confusión en el bello rostro de Báthory, la tía Karla la había tranquilizado acariciándole el cabello y sin dejar de mirar con ansia en sus ojos azul océano. Antes de que Báthory supiera lo que estaba ocurriendo, tenía los labios de Karla en los suyos.
Báthory la había apartado. La idea de tocar a su anciana tía de ese modo le parecía repulsiva.
—¿La Biblia no dice que el asesinato y estos deseos son pecado? ¿No estás pecando ante Dios?
Karla se levantó, encolerizada y con aires de superioridad moral.
—Eres una niña estúpida e ingenua. ¡No podía arriesgarme a que ninguno de mis maridos me pusiera al descubierto! Como mínimo habría perdido mi riqueza y me habrían echado sin un céntimo al bosque, con mi carne marcada por un hierro candente como castigo por herejía. En el peor de los casos, me habrían quemado viva en la hoguera. ¡No fue homicidio, sino instinto de supervivencia! Harías bien en no juzgarme con tanta severidad. Tal y como yo lo veo, tienes tres opciones: quedarte conmigo, amarme y dejar que yo te proteja de tu marido; ir a un convento y desperdiciar tu belleza sin parangón hasta que seas tan gorda, vieja y arrugada como yo; o puedes volver a la brutalidad de Nádasdy. La decisión es tuya.
Báthory necesitaba tiempo para ordenar sus ideas, pero Karla no era una mujer paciente. No tuvo otra alternativa que ceder a todos los deseos de su tía.
Báthory nunca había experimentado esa forma de hacer el amor. ¿Por qué su marido no podía aprender a tocarla así? Cuando llegó al orgasmo por primera vez en la vida, ya no pensó más en lo que estaba haciendo ni en con quién lo estaba haciendo. Por fin Báthory había descubierto su verdadero ser. ¿Cómo algo tan placentero podía ser calificado de pecado contra Dios? ¿Acaso el camino de Dios no era el amor? Fue en ese momento cuando empezó a rebelarse contra Él.
Báthory se sobresaltó de repente en su asiento cuando un actor gritó en el escenario. No podía aguantar ni un momento más de esa actuación. Se levantó.
—Señora, ¿qué ocurre? —preguntó la rubia mujer de blanco.
Los ojos de Báthory estaban firmemente clavados en el personaje del escenario: Christopher Urswick, el sacerdote.
—He de salir de aquí.
—¿Qué pasa con Basarab?
—Sabéis lo que hay que hacer. No me falléis.
Quincey no tenía ni idea del lujo extravagante que iba a proporcionarle esa velada. Nunca había visto una producción de
La tragedia de Ricardo III
en su totalidad, ni jamás habría imaginado que fuera tan espectacular. Los vestidos parecían auténticos, el escenario detallado y grandioso. Los actores eran magníficos. Lo más maravilloso de todo era Basarab, que representaba al maquiavélico rey con tal convicción que, durante un rato, Quincey olvidó que estaba viendo a un actor. Basarab hacía que las frases sonaran como si las palabras fluyeran de un modo natural en su mente. Quincey había memorizado la obra años atrás, pero entonces no eran sino palabras en una página. Ahora esas palabras tenían vida, respiraban.
La obra llegó a su clímax. Basarab parecía tan cargado de remordimiento que Quincey creyó realmente que se arrepentía de su maldad. Sentía la tragedia de un personaje que se daba cuenta de que era demasiado tarde. Como el rey Ricardo, Basarab atronó en el escenario, blandiendo su espada.
—¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!
El corazón de Quincey latía como un tambor. Era completamente inconsciente de que se estaba agarrando al asiento de delante con tanta fuerza que casi estaba tirando hacia atrás al desafortunado espectador que lo ocupaba. Se oyó un grito de batalla. Varios actores que representaban el papel de soldados llenaron el escenario para atacar a Basarab, quien blandió su poderosa espada con la habilidad de un verdadero caballero. Quincey, perdido en el momento, estuvo a punto de levantarse y vitorear cuando aparecieron más soldados. Parecía que un ejército de un centenar de hombres estaba atacando al rey Ricardo. Quincey estaba sobrecogido por el asombroso despliegue de una coreografía de espadas que jamás había visto. No había palabras para describir la sanguinaria representación de la batalla que había terminado con la dinastía Plantagenet.
Ahogó un grito cuando Richmond clavó la espada en el pecho del rey. Todos los personajes del escenario se quedaron quietos como en un retablo mientras se apagaban todas las luces del escenario, con la excepción de un único foco de las candilejas. Quincey sabía que la muerte del rey Ricardo ponía fin a la obra, pero se descubrió a sí mismo tan petrificado como el resto del público. Nadie respiraba. Basarab se tambaleó y murió de un modo espléndido.
El público aplaudió enfervorizado, tanto que el soliloquio final de Richmond resultó inaudible. Nadie vitoreó con más fuerza que Quincey.
Basarab regresó al escenario, hizo su reverencia final y estableció contacto visual con Quincey, que aplaudía como un poseso. El corazón del joven se desgarró. La atención de Basarab pasó al asiento de la mujer de esmoquin. Estaba vacío. ¿Quiénes eran aquellas mujeres? ¿Las conocía Basarab? Cuando volvió a mirar al escenario, el telón ya había descendido, con lo que separó a Basarab de un público entregado. No podía esperar más tiempo para encontrarse cara a cara con aquel hombre extraordinario.
Ya no había ninguna duda en la mente de Quincey. Él pertenecía al teatro, no a un opresivo bufete de abogados. Necesitaba encontrar la vía más rápida a los camerinos para ver si Basarab había recibido su carta. Esperó hasta que la multitud empezó a dispersarse antes de intentar salir al pasillo. Al empezar a abrirse paso para salir de la fila se fijó en que el jefe de los acomodadores lo señalaba a Antoine, el director del teatro. Antoine se acercó al extremo del pasillo, interceptando a Quincey.
—
Allons
—susurró Antoine—. Monsieur Basarab lo recibirá ahora.
A
l seguir al director por el laberinto del opulento Théâtre de l’Odéon, Quincey se sentía como un Teseo moderno. Se fijó en los «caballos», hombres que ahora parecían centauros que trataban de liberarse de sus elaborados disfraces. Pasaron a su lado mujeres a medio vestir con cuerpos de ninfa. Antoine se detuvo delante de una puerta que llevaba el nombre de Basarab.
Llamó.
—
Excusez-moi
, ¿monsieur Basarab? El joven caballero está aquí.
Hubo un largo momento de silencio. Cuando Quincey ya empezaba a pensar que, después de todo, no iba a conocer a Basarab, la voz de barítono resonó desde detrás de la puerta.
—Que pase.
Quincey respiró hondo, se tragó los nervios y franqueó el umbral. Basarab estaba sentado delante de su espejo, leyendo la carta de Quincey. El actor no levantó la mirada, pero, mientras seguía leyendo, hizo un gesto amable y dijo:
—Entre, por favor.
Quincey obedeció lo más deprisa posible y cerró la puerta tras de sí. Miró a su alrededor por el espacioso camerino. Una pila bien formada de arcones se alzaba en un rincón como una pequeña fortaleza. Carteles enmarcados de anteriores producciones de Basarab colgaban simétricamente contra la pared de tela. Muebles opulentos decoraban la sala, que era mucho más espléndida que el habitual surtido de sillas diferentes que normalmente se encontraban en el camerino de un actor. Había una extravagante chaise longue de estilo egipcio junto a una pequeña y elegante mesa de pedestal puesta para el té. Basarab siguió leyendo. Quincey se preguntó si estaría mirando la carta por primera vez.
—Discúlpeme, señor Harker —dijo Basarab con tono amistoso—. Me ha encantado su carta; de hecho estaba tan honrado que he querido leerla con sumo cuidado una segunda vez.
Era como si Basarab pudiera leerle la mente.
—No puedo creer que esté en su presencia —dijo Quincey apresuradamente—. No puedo explicarlo, pero al verle mi vida, de repente, ha cobrado sentido.
Quincey se preguntó si podía haber dicho algo más estúpido, pero para su sorpresa Basarab sonrió afectuosamente.
—Disculpe mis malos modales. —Basarab rio—. Mi padre me desheredaría. Por favor, siéntese y tome una taza de té.
Quincey casi temía sentarse en la antigua y delicada
chaise longue
egipcia, pero no quería ofender a su anfitrión. Se sentó en el borde mientras Basarab servía té en dos elegantes tazas de cristal. Quincey cogió cuidadosamente una de ellas para examinar su base bañada en plata y el asa grabada con las iniciales I. L. La tetera, la jarrita de leche y el azucarero llevaban todos el mismo monograma. Quincey se preguntó quién sería I. L.
—Ivan Lebedkin —dijo Basarab.
Quincey lo miró, sobresaltado; una vez más, el actor parecía haberle leído la mente. Entonces se dio cuenta de que estaba pasando el dedo inadvertidamente por las iniciales de la taza. Basarab no era clarividente, sólo un cuidadoso observador de la conducta humana. Sin lugar a dudas, ésa era una de las muchas razones por las que fuera un actor tan magnífico.
Basarab continuó.
—Era el maestro quilatador del zar. Sus iniciales certifican que es oro auténtico.
—¿El zar?
—Sí. Este juego de té y el té mismo, lapsang souchong, fue un regalo del zar Nicolás. Disfrútelo.
Na zdorovie
—brindó Basarab.
Estaba a punto de beber de su taza cuando se dio cuenta de que se interponía su nariz, o para ser más exactos, la nariz de Ricardo III. Sonrió al tiempo que dejaba la taza.
—Discúlpeme un momento.
Mientras Basarab iba a su tocador, Quincey no pudo evitar reflexionar sobre lo extraña que podía resultar la vida. Un día antes había estado atrapado en la Sorbona. Ahora, estaba tomando té —elegido por el soberano de Rusia— con el actor más famoso de Europa.
—Le he visto antes, señor Harker —dijo Basarab, quitándose la nariz postiza, que estaba hecha de cera de funeraria.
—¿De verdad? —Quincey se preguntó si lo recordaba colgado de la estatua la noche anterior.
—Fue en el Hippodrome de Londres. Estaba haciendo una representación unipersonal de
Fausto
.
Quincey tosió tan bruscamente que el té casi le salió por las fosas nasales. ¿El gran Basarab había estado en ese pequeño y modesto teatro de variedades más de un año antes?
—¿Me ha visto actuar?
—Sí, me resultó muy entretenido. Muy original, y eso no es un hito fácil en este mundillo. Fui al camerino a felicitarle, pero lo encontré en medio de una intensa discusión con un caballero maduro.
Sabía exactamente a qué noche se estaba refiriendo Basarab. Esa noche, su padre, Jonathan Harker, también había asistido a la representación. Quincey no tenía ni idea de que estaba allí hasta que fue demasiado tarde. Había tratado de escabullirse después de terminar la obra, pero su padre ya había encontrado el camino a los camerinos y estaba gritando al director del teatro.
—… y si cree que puede interponerse en mi camino…
—¡Padre, por favor!
—Recoge tus cosas, Quincey —bramó Jonathan—. No vas a volver a este lugar.
—No puedes impedir…
—Lo que no puedo hacer es dejar que sigas por este camino. Atraes demasiada atención… En el escenario estás expuesto…, no es seguro.
—¿Expuesto a qué? No soy un niño. Puedo elegir lo que hago con mi vida.
—Muy bien. Si ésa es tu voluntad, adelante. Pero, si eliges ese camino —dijo Jonathan bajando la voz con frialdad—, tendrás que sobrevivir como tus compañeros actores, sin ninguna ayuda de mi parte.
Quincey había tratado de defender su posición, pero aún no gozaba de una situación económica que le permitiera aceptar el reto de su padre. Estaba derrotado. Su silencio respondió la pregunta de su padre.
—Eso pensaba —bramó Jonathan—. Mientras vivas de mi dinero, cumplirás mis deseos.
Harker padre no perdió tiempo en contactar con antiguos conocidos y ex colegas para pedir algunos favores excepcionales. A la semana siguiente, Quincey fue enviado a la Sorbona.
Quincey torció el gesto al probar el exótico té. La tarde había ido como una seda hasta que el recuerdo de su padre lo había estropeado.
—¿Le obliga a estudiar Derecho? Supongo entonces que su padre también es abogado.
—¿Perdón? Ah, sí —dijo Quincey al darse cuenta de que debía de haber pensado en voz alta.
—Ahora entiendo por qué no había vuelto a oír hablar de usted. Que un padre quiera que su hijo siga sus pasos no es nada raro. Vaya, la historia es tan vieja como el dominio del hombre sobre este mundo. Quizá tenga un hermano que esté más interesado en el derecho y pueda ocupar su lugar.
—Soy hijo único. Nadie más puede compartir la carga.
—Considérese afortunado —replicó Basarab—. Podría haber tenido un hermano menor al que todo el mundo favoreciera. Las comparaciones entre hermanos siempre despiertan la rivalidad.
Nunca se le había ocurrido que Basarab pudiera tener un hermano. Apenas disponía de información sobre la vida privada de Basarab. Se aclaró la garganta y preguntó delicadamente:
—Supongo que su hermano no es actor.
—Supone bien. Él y yo somos polos opuestos —dijo Basarab. Hizo un gesto hacia la corona que había llevado en escena—. Me atrevo a decir que el rey Ricardo y su hermano gozaban de una relación mejor…, no, incluso Caín y Abel.
Quincey rio junto con Basarab. El actor sonrió.
—El destino ciertamente tiene una extraña forma de unir gente con vínculos comunes.
Cuando estaba a punto de dar un sorbito de té, se oyó un gemido como de un alma en pena procedente del pasillo. Basarab se levantó de un salto.
Alguien golpeó la puerta y una voz de hombre dijo en voz alta:
—Señor Basarab, ¡póngase a salvo!
Cuando quedaba poca gente detrás del escenario que pudiera verlas, las dos mujeres de blanco avanzaron silenciosamente por el pasillo; se detuvieron ante la puerta marcada con una estrella dorada. Sus rostros mostraban muecas depredadoras, se lamían los labios al tiempo que desenfundaban sus cimitarras. Sus ojos se tornaron negros; sus colmillos se alargaron. La morena estiró la mano hacia el pomo de la puerta y la arpía de cabello claro se agachó como un gato dispuesto a saltar.