Drácula, el no muerto (3 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Dos brillantes figuras blancas que se movían por el suelo del salón de baile interrumpieron sus pensamientos. Se deslizaban sin aparente esfuerzo, y daba la sensación de que cargaban con algo que parecía una caja o un arcón. Seward no creía prudente permanecer en un mismo sitio demasiado tiempo, por miedo a ser visto, de modo que se agarró a los barrotes, se alzó de un balcón al siguiente y llegó hasta otra ventana.

En ese nivel, la única luz surgía de unas pocas velas dispersas y de los rescoldos de la chimenea. Bastó para que Seward viera que lo que le habían parecido dos espíritus eran de hecho hermosas y jóvenes mujeres ataviadas con vestidos blancos sueltos y casi transparentes. ¿Dónde estaba Báthory? Seward todavía no lograba sobreponerse al temor de que estuviera de pie detrás de él.

El corazón estuvo a punto de estallarle en el pecho cuando oyó que las puertas cristaleras se abrían de golpe. La condesa Báthory entró en el salón de baile. Seward, aliviado, volvió a retroceder en las sombras.

Báthory se desató la capa que llevaba ceñida al cuello y la arrojó descuidadamente por encima del hombro, lo que le permitió apreciar la silueta escultural de aquella mujer. Iba vestida con chaquetilla, camisa blanca ajustada y almidonada y una corbata negra. El sastre había encontrado con esas líneas severas una forma de realzar su voluptuosa figura femenina al tiempo que proyectaba la fuerza masculina.

Caminó hacia las otras dos mujeres.

—Queridas —las saludó, y bajó el tono lánguido de su voz.

Seward detectó algo infinitamente más siniestro.

Se estremeció cuando Báthory besó apasionadamente en los labios a cada una de las «mujeres de blanco».

—¿Qué juguete me habéis traído?

La mujer rubia rompió el pesado candado del arcón con las manos desnudas: un gesto asombrosamente despreocupado para alguien de apariencia tan delicada. Abrió la tapa con suavidad, como un camarero que presenta orgullosamente el plato principal. Dentro del arcón había una joven, atada, amordazada y claramente aterrada.

Báthory desenfundó un instrumento de filo curvo de una de sus botas. Seward lo reconoció de inmediato: era un escalpelo para amputaciones médicas.

La joven puso los ojos como platos al ver el instrumento. Báthory, en un movimiento demasiado rápido para que Seward lo viera, blandió el escalpelo hacia la mujer. La mordaza y las cuerdas que le ataban las manos cayeron al fondo del arcón. Báthory colocó la punta del escalpelo bajo la barbilla de la chica. Seward sujetó con fuerza el mango de su cuchillo de plata.

Báthory, en lugar de infligirle una herida sangrienta, usó el filo para obligar a la chica a salir del arcón. Seward relajó la mano. La muchacha se palpó la cara y las muñecas para comprobar si la afilada hoja le había cortado. No parecía que hubiera sufrido ni el más leve arañazo.

Seward observó que la condesa caminaba en torno a la joven, apreciando su indumentaria. Llevaba un vestido de lana verde azulado que la cubría castamente desde el cuello a los pies. Seward se enfureció al pensar en lo que los ojos de Báthory estarían viendo: un hermoso embalaje que sólo aguardaba a ser desenvuelto.

La chica se mantuvo completamente inmóvil. Bastó un fugaz movimiento del escalpelo para que vestido y ropa interior cayeran al suelo; la delicada piel de la muchacha siguió ilesa. A pesar de sus esfuerzos desesperados para recoger la tela, la joven no pudo impedir quedar completamente desnuda.

Báthory no pestañeó ni una sola vez al deleitarse con la vista. La chica, temblando de miedo, retrocedió en las sombras cubriéndose el cuerpo. Las mujeres de blanco rieron.

Seward pasó a la siguiente ventana para contar con una mejor perspectiva. Una vez allí, se fijó en que Báthory entrecerraba los ojos. La luz trémula de las velas se reflejó en el pequeño crucifijo de oro que la joven llevaba en torno al cuello. El escalpelo de Báthory se deslizó hacia delante y luego hacia atrás tan velozmente que Seward casi dudó de que se hubiera movido. No obstante, el tintineo de la cruz al caer al suelo de mármol y la cadena rota enroscada en el pavimento no dejaban lugar a dudas. La desdichada joven ahogó un grito de sorpresa: una pequeña gota de sangre brillaba como una gema en la base de su garganta. Las mujeres de blanco saltaron sobre ella como perros salvajes.

—María, madre de Dios, protégela —rezó Seward con palabras que sonaron como un gañido quejumbroso entre dientes.

Observó horrorizado que las mujeres de blanco alzaban a la joven desnuda y la colgaban de los tobillos en un sistema de poleas suspendido del techo. El demonio de pelo negro le pasó a Báthory un látigo de cuero de nueve colas rematadas con ganchos metálicos. Los labios rojos de la condesa se curvaron en una sonrisa forzada, sus ojos de otro mundo permanecieron enfocados en la única gota de sangre que se deslizaba por el cuello de la víctima. Con un rápido movimiento de muñeca, Báthory golpeó la carne con el látigo, aguardando ansiosamente a que la sangre empezara a brotar con profusión.

Aunque Seward se volvió para no verlo, no pudo sofocar los gritos. Se aferró a la cruz que llevaba al cuello; pero eso no le alivió. Su instinto le decía que corriera a salvar a la desdichada joven, aunque seguramente habría sido una decisión imprudente. Un anciano no era rival para aquellas tres mujeres. Lo descuartizarían.

«No importa lo que vea o sienta, nada debe distraerle de su deber», habían sido las últimas palabras del Benefactor. Seward finalmente se armó de valor para mirar otra vez a través del cristal la depravada locura que estaba desencadenándose en la villa.

Báthory mantenía un ritmo constante y el látigo con punta de metal silbaba en el aire. La fuerza de cada golpe provocaba que su joven víctima se balanceara como un péndulo. La sangre manaba ahora a borbotones. Las mujeres de blanco, entre tanto, estaban tumbadas en el suelo debajo de ella, con las bocas abiertas para acoger las preciosas gotas escarlata que caían como una suerte de lluvia infernal.

Seward sabía que estaba siendo testigo de una auténtica locura. Cuando saliera el sol, aquellas tres criaturas yacerían en sus ataúdes, dormidas y vulnerables, y sería su única oportunidad de liberar al mundo de su maldad. Clavaría la hoja chapada en plata en sus corazones, las decapitaría, llenaría sus bocas de ajos y quemaría sus restos.

Aun así, Seward se sentía atormentado por la culpa de permanecer impasible mientras torturaban a aquella chica inocente. Cerró el puño en torno al cuchillo, apretando hasta que resbalaron gotas de sangre entre sus dedos. Si no podía salvar a la joven de su dolor, al menos podía compartirlo. Los gritos de la chica se habían acallado por fin, pero el eco continuaba inquietantemente en su cabeza, evocando recuerdos dolorosos de la segunda muerte de Lucy. Una muerte en la que Seward había participado. Una vez más, los recuerdos se agolparon en su mente: la ira que había sentido en la profanación de la tumba de su amada; el asombro de descubrir su cuerpo aún caliente y sonrosado, aparentemente lleno de vida; la visión de Arthur clavándole la estaca en el corazón, mientras la criatura con el aspecto de Lucy gritaba de un modo espeluznante; y las lágrimas que había derramado al llenar de ajo la boca del monstruo y sellar la tumba de una vez por todas. Sin embargo, ninguna de aquellas emociones le causaban tanta vergüenza como la que había escondido todos esos años, incluso de sí mismo: la satisfacción secreta de ver que Arthur perdía a Lucy. Si Seward no podía tenerla, al menos nadie lo haría. Era un sentimiento horrible; se decía a sí mismo que tenía bien merecido cada pedazo de oscuridad que había caído sobre su vida después de eso. Aceptar aquella misión final era su acto de contrición.

El repentino silencio lo devolvió al presente. En el salón de baile de abajo, la mujer joven se había desmayado por el dolor. Su corazón aún latía, todavía no había muerto. Báthory dejó caer el látigo, tan enojada como un gato cuando el ratón no quiere jugar más después de que le partan el cuello. Seward sintió una humedad caliente en el rostro y se tocó la mejilla sólo para darse cuenta de que estaba llorando.

—¡Preparad el baño! —ordenó Báthory.

Las mujeres de blanco propulsaron a la joven por el riel del sistema de poleas, y de este modo la transportaron a otra sala. Báthory se volvió para seguirlas. Pisó a propósito la cruz dorada, giró el pie y la aplastó bajo el tacón. Satisfecha, pasó a la sala contigua, y se quitó la ropa prenda a prenda por el camino.

Seward se asomó por el balcón para averiguar si había otra ventana que diera a la sala adyacente. La lluvia tamborileó hasta cesar. Su estruendo ya no ocultaría sus pisadas en las tejas de arcilla. Lentamente y con precaución pasó por el tejado hasta colocarse a la altura de la siguiente ventana y se asomó. El sistema de poleas terminaba justo encima de una bañera de estilo romano. Decenas de velas iluminaban ahora la imagen de Báthory quitándose delicadamente las bragas. Seward tuvo por primera vez una imagen nítida de ella, en su total desnudez. No se parecía en nada a las prostitutas que había encontrado en las habitaciones de citas de los burdeles del distrito de Camden. Las curvas libertinas de su cuerpo, blanco y suave como la porcelana, habrían distraído a la mayoría de los observadores de tal forma que no se hubieran fijado en la crueldad calculadora de su mirada, pero no a Seward. Él ya había visto antes una mirada como ésa.

Ahora bien, nada en el funesto pasado del doctor podía haberlo preparado para la macabra escena que presenció a continuación. La joven mujer, de cuya garganta surgían conmovedores gritos ahogados, estaba suspendida sobre el borde de la bañera de mosaico vacía. Báthory estaba de pie en el suelo de la bañera; con los brazos estirados, el cuello arqueado hacia atrás, magníficamente desnuda. Colocó las palmas hacia arriba. Era una señal. En ese instante, la mujer de blanco de cabello oscuro rajó con la uña la garganta de la joven y la empujó hasta el extremo del riel, justo encima de donde esperaba Báthory. Seward vio los colmillos en la boca abierta de par en par de Báthory cuando ésta se bañó orgásmicamente en una lluvia de sangre.

«Al Infierno.» Los pensamientos de Seward se encendieron al buscar en el doble fondo de su bolsa de médico una pequeña ballesta y cargarla con una flecha de punta plateada. Si esa decisión impetuosa tenía que costarle la vida, que así fuera. Mejor estar muerto que permitir que esa maldad perversa continuara un segundo más.

Seward colocó la ballesta entre los barrotes de hierro forjado, apuntó y se preparó para disparar a Báthory. Fue entonces cuando divisó algo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Había un gran cartel sobre el escritorio, junto a la ventana. El cartel parecía brillar de un modo inquietante, como si estuviera pintado por la luz de la luna. Las grandes letras en relieve rezaban:

William Shakespeare

Vida y muerte del rey Ricardo III

7 de marzo de 1912

Théâtre de l’Odéon

Rue de Vaugirard, 18

Tel. 811.42

8 horas

París, Francia

Protagonizado por el actor rumano

Basarab

Seward retrocedió involuntariamente un paso, olvidando la pendiente del tejado. La teja que tenía bajo sus pies se quebró, resbaló y se hizo añicos en el pasillo adoquinado. Se quedó paralizado.

En el gran salón de baile, la rubia mujer de blanco se volvió al oír el sonido del exterior. Voló a la ventana para examinar el horizonte con ojos desalmados en busca de algún signo de vida. No vio ninguno. Amparada por las sombras, fue hacia el lado exterior de la casa donde se había producido el sonido. Tampoco esta vez vio nada. Estaba a punto de regresar a la villa cuando se fijó en la teja rota en el suelo, manchada con una gota de sangre fresca. Sangre humana. Su aroma acre era inconfundible. La probó ansiosamente y la escupió de inmediato. La sangre estaba contaminada de sustancias químicas.

Con agilidad de reptil escaló el alto muro para seguir inspeccionando los balcones y techumbres. En el tejado del porche, localizó un cuchillo de plata bajo una de las ventanas. Sólo un cazador de vampiros inexperto sería lo bastante ingenuo para llevar un arma con filo de plata.

Pero la mujer de blanco sabía que su ama ya no estaba a salvo. Tenían que huir de Marsella esa noche. Rápidamente, se precipitó hacia la casa.

Seward sabía que Báthory y sus banshees no se quedarían en Marsella esa noche. Sin duda, huirían a París y, por el aire, los muertos viajan deprisa. Sin embargo, gracias al anuncio que había visto, Seward comprendió una vez más que contaba con ventaja. Conocía los planes de las mujeres. La noche siguiente, la condesa Báthory y sus compañeras estarían en el teatro.

Se concedió una sonrisa triste. «Allí será donde se librará la batalla.»

3


O
s insto a regresar y cambiar de forma —declamó un joven tocado con sombrero hongo; los brazos estirados, implorando, hablando con voz temblorosa pero decidida—. Tal es la fuerza de la magia y de mis conjuros. Fausto, ya sois un prestidigitador laureado que puede dar órdenes al gran Mefistófeles:
quin regis Mephistophilis fratris imagine
.

Un silbido. Un muro de humo. Luego las llamas brotaron de la nada. El papel previamente empapado en nitrocelulosa provocó un estallido adicional en las lámparas de gas situadas alrededor. La pequeña multitud que se había congregado en los jardines de Luxemburgo abrió la boca, todos al mismo tiempo.

Quincey Harker, de espaldas al público, sintió una punzada de orgullo ante su ingenuidad. Con una fugaz sonrisa se quitó el bombín, se puso una perilla falsa, se caló un sombrero rematado en punta sobre la frente, se echó una capa sobre los hombros y, en lo que pareció un movimiento continuo y bien ensayado, saltó y giró sobre sí mismo al borde de la fuente Médicis. Era el encuadre perfecto para una pantomima de
Fausto
; porque los Médicis habían sido una destacada familia florentina, mecenas de artistas de vanguardia y de quienes se rumoreaba que estaban confabulados con el diablo. Quincey, completamente a sus anchas en aquel improvisado escenario, no sólo disfrutaba de su actuación, sino también de su ingenio.

Estaba haciendo lo que se conocía como
chapeaugraphie
(cambiarse de sombrero para cambiar de personaje). Era una técnica de actuación bien conocida, aunque rara vez utilizada debido al alto nivel de destreza requerido, y por ello sólo la usaban los actores de mayor talento… o los más arrogantes.

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