El sudor que le resbalaba por la frente empezó a irritarle los ojos inyectados en sangre. Maldita fuera, ¿dónde la había metido? El Benefactor se había arriesgado mucho para conseguirle esa información. Seward no podía soportar la idea de decepcionar a la única persona que todavía creía en él. Todos los demás —los Harker, los Holmwood— pensaban que había perdido el juicio. Si pudieran ver el estado de su habitación, se habrían reafirmado en esa opinión. Examinó las desconchadas paredes de yeso y vio las pruebas de sus arrebatos inducidos por la morfina, sus disparatadas revelaciones escritas en tinta, carbón, vino e incluso con su propia sangre. Ningún loco sería tan ostensible. Y sin embargo, estaba seguro de que esos escritos algún día probarían su cordura.
En medio de todo aquello había una página arrancada de un libro, clavada en la pared con una navaja con mango de hueso, cuya hoja estaba manchada de sangre seca. En la página se veía el retrato de una bella y elegante mujer de pelo negro azabache. Al pie de la imagen se leía la inscripción: «Condesa Erzsébet Báthory, hacia 1582».
«Claro, ahí es donde lo escondí.» Se rio de sí mismo al desclavar la navaja de la pared. Cogió la página y le dio la vuelta. En su propia caligrafía, apenas legible, encontró la dirección de una villa de Marsella. Seward descolgó la cruz, la estaca de madera y varias cabezas de ajos que había puesto junto a la pintura de Báthory; finalmente, recogió del suelo un cuchillo de plata. Lo guardó todo en el doble fondo de su maletín de médico y puso encima diversos frascos de medicinas.
El tren partió con puntualidad de Lyon. Tras verlo arrancar justo cuando estaba pagando su billete, Seward corrió por el edificio embarrado por la inundación para alcanzar aquel behemot que no dejaba de resoplar y que salía del andén número siete. Logró alcanzar el último vagón y subirse a él antes de que cogiera velocidad. Se sintió orgulloso por haber sido capaz de dar aquel osado salto. Había hecho esa clase de proezas en su juventud con el tejano Quincey P. Morris y su viejo amigo Arthur Holmwood. «La juventud se desperdicia en los jóvenes.» Seward se sonrió al recordar aquellos días temerarios de inocencia… e ignorancia.
El médico tomó asiento en el barroco vagón comedor mientras el tren avanzaba lentamente hacia el sur. No iba lo bastante rápido. Miró su reloj de bolsillo; sólo habían transcurrido cinco minutos. Seward lamentó que ya no pudiera pasar el tiempo escribiendo en su diario, pues ya no podía permitirse semejantes lujos. No estaba previsto que el tren llegara a Marsella hasta al cabo de diez horas. Allí, finalmente, obtendría las pruebas necesarias para probar sus teorías y mostraría a aquellos que lo habían rechazado que no estaba loco, que siempre había tenido razón.
Iban a ser las diez horas más largas de la vida de Seward.
—
Billets, s’il vous plaît!
Seward miró con los ojos como platos al revisor que se alzaba sobre él con una severa expresión de impaciencia.
—Discúlpeme —dijo Seward. Le pasó al revisor su billete, ajustándose la bufanda para tapar el bolsillo rasgado de la pechera.
—¿Es usted británico? —preguntó el revisor con un fuerte acento francés.
—Pues sí.
—¿Médico? —El revisor señaló con la cabeza hacia el maletín que Seward tenía entre los pies.
—Sí.
Seward se fijó en que los ojos grises del revisor calibraban la persona consumida que tenía delante, el ajado traje y los zapatos gastados. Sin duda no daba la imagen de un doctor respetable.
—¿Puede mostrarme el maletín, por favor?
Seward le entregó el maletín, pues no tenía elección al respecto. El revisor sacó metódicamente los frascos de medicinas, leyó las etiquetas y volvió a dejarlos con un tintineo. Seward sabía lo que estaba buscando y esperaba que no hurgara demasiado.
—Morfina —anunció el revisor en una voz tan alta que los otros pasajeros los miraron. Levantó el vial marrón.
—En ocasiones he de prescribirla como sedante.
—Déjeme ver su licencia, por favor.
Seward buscó en sus bolsillos. El mes anterior se había firmado la Convención Internacional del Opio, que prohibía a las personas importar, vender, distribuir o exportar morfina sin licencia médica. Seward tardó tanto en encontrar la licencia que, cuando finalmente la sacó, el revisor ya estaba a punto de tirar de la cuerda para parar el tren. El revisor examinó el documento, torciendo el gesto; luego posó sus ojos acerados en el papel de viaje. El Reino Unido era el primer país que usaba fotos de identificación en sus pasaportes. Desde que habían tomado aquella foto, Seward había perdido muchísimo peso. Ahora tenía el cabello más gris y llevaba la barba descuidada y sin recortar. El individuo del tren era una mera sombra del hombre de la foto.
—¿Por qué va a Marsella, doctor?
—Estoy tratando a un paciente allí.
—¿Qué dolencia tiene ese paciente?
—Sufre trastorno narcisista de la personalidad.
—
Qu’est-ce que c’est?
—Consiste en una inestabilidad psicológica que provoca que el paciente imponga un control depredador, autoerótico, antisocial y parásito sobre aquellos que lo rodean, así como…
—
Merci
. —El revisor cortó a Seward al tiempo que le devolvía sus papeles y el billete con un hábil movimiento. Se volvió y se dirigió a los hombres que ocupaban la mesa de al lado—.
Billets, s’il vous plaît
.
Jack Seward suspiró. Al guardarse los documentos en la chaqueta, miró de nuevo el reloj de bolsillo, en una suerte de tic nervioso. Parecía que el interrogatorio había durado horas, pero sólo habían pasado otros cinco minutos. Bajó la raída cortina de la ventana para protegerse los ojos de la luz del sol y se reclinó en el lujoso asiento tapizado en color Burdeos.
«Océanos de amor, Lucy.»
Jack Seward sostuvo el preciado reloj cerca del corazón, cerró los ojos y enseguida empezó a soñar.
Un cuarto de siglo antes, Seward acercó el mismo reloj a la luz para leer mejor la inscripción. «Océanos de amor, Lucy.»
Ella estaba allí. Viva.
—No te gusta —dijo haciendo un mohín.
Él no pudo apartar la mirada de sus ojos verdes, suaves como un prado estival. Lucy tenía la extraña manía de mirar a la boca de su interlocutor como si tratara de saborear la siguiente palabra antes de que pasara por los labios de éste. Tales eran sus ansias de vivir. Su sonrisa podía dar calor al más gélido de los corazones. Cuando ella se sentó en el banco del jardín ese día primaveral, Seward se maravilló de cómo la luz del sol iluminaba los mechones sueltos y rojizos que danzaban en la brisa, formando un halo en torno a su rostro. El aroma de las lilas frescas se mezclaba con el aire salado del mar en el puerto de Whitby. En los años transcurridos desde entonces, siempre que Seward olía a lilas recordaba ese día hermoso y amargo.
—Sólo puedo concluir —dijo Seward, que se aclaró la garganta antes de que su voz pudiera quebrarse—, puesto que has inscrito «mi querido amigo» en lugar de «prometido», que has decidido no aceptar mi proposición de matrimonio.
Lucy apartó la mirada, con los ojos húmedos. El silencio era elocuente.
—Pensaba que sería mejor que te enteraras por mí —dijo finalmente con un suspiro—. He accedido a casarme con Arthur.
Arthur era amigo de Jack Seward desde que eran muchachos. Seward lo quería como a un hermano, aunque siempre había envidiado lo fácil que le resultaba todo a Art. Era atractivo y rico, y jamás en su vida había conocido las preocupaciones ni las penurias. Y nunca le habían roto el corazón.
—Ya veo. —La voz de Seward sonó como un chillido en sus propios oídos.
—Te quiero —susurró Lucy—, pero…
—Pero no tanto como quieres a Arthur.
Por supuesto, él no podía competir con el rico Arthur Holmwood ni era tan atractivo como el otro pretendiente de Lucy, el tejano Quincey P. Morris.
—Perdóname —continuó Seward en un tono más suave, temiendo de repente haberla herido—. He olvidado el lugar que me corresponde.
Lucy se le acercó y le dio un golpecito en la mano, como si se tratara de su animal de compañía preferido.
—Siempre estaré aquí.
De nuevo en el presente, Seward se despertó de su sueño. Si al menos pudiera ver la belleza en los ojos de Lucy… La última vez que había mirado en ellos, aquella terrible noche en el mausoleo, no había visto nada más que dolor y tormento. El recuerdo de los gritos agonizantes de Lucy todavía le atormentaba.
Al bajar del tren, Seward caminó bajo un torrencial aguacero por el laberinto de edificios blancos de Marsella y maldijo su suerte por llegar en uno de sus raros días de lluvia.
Subió penosamente una cuesta, mirando ocasionalmente atrás para ver Fort Saint Jean, que se alzaba como un centinela de piedra en el puerto añil. Luego se volvió para examinar la ciudad provenzal, fundada 500 años atrás. Se habían encontrado restos de los colonizadores griegos y romanos de la ciudad en sus
arrondissements
medievales de estilo parisino. Seward lamentó hallarse en ese pintoresco remanso de paz con un propósito tan siniestro. Sin embargo, no sería la primera vez que la malevolencia había dejado sentir su presencia allí: en los últimos dos siglos, la ciudad costera había sido asolada por la peste y los piratas.
Seward se detuvo. Ante él se alzaba una típica villa mediterránea de dos plantas con grandes postigos de madera y barrotes de hierro forjado en las ventanas. La luna invernal que asomaba entre las nubes de lluvia proyectaba un brillo espectral sobre las tradicionales paredes blancas. Las tejas de arcilla roja le recordaron algunas de las viejas casas españolas que había visto cuando había visitado en Texas a Quincey P. Morris, hacía ya muchos años. La atmósfera era decididamente premonitoria, incluso inhóspita, para una ampulosa villa de la Riviera francesa. Tenía un aspecto completamente carente de vida. Seward sintió que se le caía el alma a los pies al pensar que podía haber llegado demasiado tarde. Volvió a leer la dirección.
Correcto.
De repente, oyó la estruendosa aproximación de un coche de caballos que retumbaba en los adoquines. Se agachó en un viñedo situado al otro lado del edificio. No había uvas en las ramas empapadas y retorcidas. Un carruaje negro con molduras de oro subía por la colina, tirado por dos refulgentes yeguas negras. Los animales se detuvieron sin recibir ninguna orden. Seward levantó la mirada y, para su sorpresa, vio que no había cochero. ¿Cómo era posible?
Una figura robusta bajó del carro. Las yeguas se mordisquearon la una a la otra y relincharon, con los cuellos arqueados. Luego, otra vez para asombro de Seward, echaron a trotar con paso perfecto, sin cochero que las dirigiera. La figura alzó un bastón con una mano enguantada en negro y hurgó en el bolsillo en busca de una llave, pero se detuvo de repente al darse cuenta de algo.
«Maldición», murmuró Seward.
La persona que estaba ante la puerta ladeó la cabeza, casi como si hubiera oído la voz de Seward a través de la lluvia, y se volvió lentamente hacia el viñedo. Seward tenía los nervios a flor de piel y sintió una oleada de pánico, pero logró contener la respiración. La mano enguantada sujetó el borde del sombrero de fieltro; Seward ahogó un grito cuando al retirar el sombrero apareció una sensual melena de cabello negro que caía sobre los hombros de la figura.
La cabeza le daba vueltas. «¡Es ella!» El Benefactor estaba en lo cierto.
La condesa Erzsébet Báthory se alzaba en el umbral de la villa, con un aspecto exactamente igual al del retrato pintado hacía más de trescientos años.
L
os relámpagos danzaban en el cielo, iluminando las gotas de lluvia como joyas sobre un telón de terciopelo negro. Seward sabía que debería ponerse a cubierto, pero no podía hacer nada, salvo contemplar, extasiado, la exótica —y peligrosa— belleza que tenía ante él. Báthory, cuya piel blanca contrastaba vivamente con su cabello negro como la noche, se movía con la gracilidad silenciosa de un depredador. Sus glaciales ojos azules buscaron cualquier movimiento en la calle en el momento en que el destello de otro relámpago iluminó el suelo a sus pies. Cuando se volvió hacia el viñedo, Seward se lanzó rápidamente al barro para que no le viera.
Contuvo la respiración, tratando de no moverse y sin hacer caso de los calambres en las piernas. Se moría de ganas de echar un vistazo, pero la luz de los relámpagos en su pálido rostro lo habría expuesto de inmediato, así que permaneció pegado al suelo, con la nariz a dos dedos del suelo. Después de lo que le pareció una eternidad, Seward finalmente se permitió levantar la cabeza, medio esperando que Báthory estuviera aguardándolo como una cobra lista para atacar. Pero no la vio por ninguna parte.
Seward, sobreponiéndose a un miedo creciente, se separó del barro con un repulsivo sonido de succión. Demasiado ruido. Miró rápidamente a su alrededor. Tenía que moverse, pero hubo de esperar hasta que la sangre volvió a circularle por las piernas. Se sentía como un saco de arpillera húmedo y le pesaba la ropa, que le quedaba demasiado grande.
El viento silbó y Seward se volvió sobresaltado. Todavía no había nadie a la vista. Armándose de valor, dio un paso decidido hacia el edificio de piedra, y sintió el barro húmedo empapándole un pie descalzo. Al mirar atrás vio que uno de sus zapatos se le había pegado al barro. Maldijo entre dientes y casi tropezó al hacer equilibrios para calzárselo. Continuó dando tumbos por el camino embarrado y tropezó en una palmera. Seward estaba seguro de que estaba haciendo muchísimo ruido, pero esperaba que la lluvia lo ahogara. Al final, alcanzó el árbol situado junto a la villa. Había sido bueno trepando a los árboles de niño, pero cinco décadas después no sería lo mismo. Sin embargo, no había alternativa. Respiró hondo y se aupó a la rama más baja.
Desde el árbol, logró saltar al tejado del porche. Las tejas de arcilla estaban resbaladizas por la lluvia. Seward se equilibró agarrándose a los ornamentos de hierro forjado y miró a su alrededor, aterrorizado al pensar que la condesa Báthory podría estar riéndose en las sombras mientras él quedaba en ridículo. Vio un toldo encima de una de las ventanas del primer piso y fue a colocarse a su sombra en busca de protección y tomarse un momento para recuperar el aliento. Pese a que aguzó el oído, no oyó nada, salvo el repique de la lluvia latiendo al son de su corazón.
Seward miró por la ventana y descubrió que daba a lo que había sido un gran salón de baile. En ese momento, carente de vida y poblado de sombras, lo turbó. Era como mirar un museo por la noche. O peor…, una tumba.