Drácula, el no muerto (6 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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—Eres mi esposa… y como tal tienes la obligación ante Dios de consumar este matrimonio…, Báthory —dijo Nádasdy arrastrando las palabras, con un aliento rancio, macerado en vino.

La forma en que hizo énfasis en el apellido de ella confirmaba que aún se sentía ultrajado por el hecho de que se hubiera permitido a la novia mantener el apellido de soltera, puesto que la familia de Erzsébet era más poderosa que la suya. Cuando ella no se movió lo bastante deprisa, él le golpeó el rostro con el dorso de la mano, con toda la fuerza de su voluminosa figura. El sello que Nádasdy llevaba en la mano le cortó el labio a la joven. Ésta trató de gritar, pero aquel desgraciado le tapó la boca. La joven olió a estiércol, porque Nádasdy no se había preocupado de lavarse las manos después de volver del campo. Ésa había sido la primera vez que probó la sangre, y había sido la suya.

En su juventud, Báthory había leído infinidad de libros y poemas escritos en húngaro, latín y alemán. Las historias siempre describían el «romance» como un cuento de hadas mágico sellado con un beso. A los quince años, no sabía nada de las relaciones sexuales ni del dolor de perder la virginidad. Se suponía que tales cosas debían manejarse con suavidad y cuidado. Todas las muchachas jóvenes soñaban con el día de su boda. En cambio, para Báthory el sueño se había convertido en una pesadilla en vida de la que no podía despertarse.

El suyo fue un matrimonio de conveniencia, para garantizar alianzas militares y tierras; el romance no formaba parte de ello. Para el conde Nádasdy, ella no era más que una yegua cuya resistencia tenía que quebrar. Todos los orificios del cuerpo de Báthory se convirtieron en un juguete para su marido. La carne de la joven no era para él nada más que papel para rasgar y desgarrar.

Después de que aquel gordo zopenco cayera por fin en un sueño etílico, Báthory huyó de la cámara nupcial y trató de escapar en plena noche. El castillo de Csejthe, que era el regalo de bodas del novio a su prometida, estaba situado en lo más profundo de los montes Cárpatos. A diferencia de la animada propiedad en la que ella había crecido en Nyírbátor, Hungría, aquel enclave pintoresco ofrecía un bucólico tapiz de pequeños campos y muros de piedra sinuosos. El castillo se alzaba entre los afloramientos recortados de las montañas heladas. Era mayo, pero a esa altitud hacía tanto frío como en invierno. Báthory estaba desnuda, expuesta. El aire gélido le aliviaba las heridas y la sangre se congelaba sobre su cuerpo. Morir congelada seguramente sería mejor que la vida con el monstruo grotesco al que la habían entregado. Pero Dios no le había mostrado misericordia ni siquiera en eso. Los sirvientes salieron corriendo del castillo y la cubrieron con mantas. Cuando se resistió, ellos la sometieron y la obligaron a volver con su señor. No había escapatoria. Báthory estaba prisionera en su propia vida.

—¿Qué pasa, señora? —preguntó la mujer de blanco de cabello claro, preocupada. Su contacto sobresaltó a Báthory y la devolvió al presente.

Báthory no dijo nada, pero, mientras su rabia hervía, estaba cautivada por la mentira que representaba la benditamente ignorante chica de cabello negro azabache que corría en la pintura del techo. «Dicen que la sangre quiere sangre, pero cada cosa a su tiempo. Mi venganza sólo acaba de empezar.»

Ciertamente podían haber pasado casi dos días desde que Seward había tomado por última vez su «medicina». Las manos le temblaban violentamente. Se le estaba acabando el tiempo. Necesitaba una inyección pronto, o estaría demasiado enfermo y débil para perpretar el asalto final sobre Báthory.

Se sintió agradecido al descubrir que el Benefactor había dejado una invitación a su nombre en la taquilla: un asiento en la sección de la orquesta. Al parecer, el Benefactor había recibido el telegrama y anticipado sus necesidades. En su deteriorado estado, colarse en el teatro habría resultado imposible. Lástima que, a pesar del excelente asiento, no disfrutaría el lujo de la obra como espectador. Estaba sudando profusamente y sintió náuseas al tambalearse hacia la puerta que se hallaba bajo el cartel:
«Personnel du Théâtre seulement»
. Estaba cerrada. Estaba a punto de buscar otra puerta que condujera a los camerinos cuando localizó a Báthory y a las dos mujeres de blanco en la parte posterior del teatro.

¡No estaba preparado! Husmeó desde detrás de una columna romana, tratando de buscar apoyo con las manos húmedas. Vio a Báthory mirando al techo y siguió su mirada hasta la magnífica pintura de estilo renacentista. Una figura pálida captó su atención. Era más alta que las otras mujeres de la escena; tenía unos penetrantes ojos azules que contrastaban con su melena negra: una Afrodita de cabello oscuro, el doble perfecto de Báthory. Parecía que el destino había decretado que aquel teatro fuera el marco ideal para que la inmortal encontrara su final.

Lo sobresaltó un sonido de llaves. Al volverse, vio que se le acercaba un hombre de baja estatura que llevaba un sobre adornado con ilustraciones rojas. El hombre parecía nervioso al abrir la puerta y entrar. Seward deslizó un pie en el hueco de la puerta antes de que ésta volviera a cerrarse. Asegurándose de que nadie lo estaba observando, entró como si tal cosa, como si estuviera en su casa.

Los actores a medio vestir iban de un lado a otro. Unos hombres llevaban piedras de papel maché al escenario. Una costurera cosía un traje a un actor mientras éste realizaba ejercicios vocales. Seward tenía que encontrar un lugar seguro antes de que lo descubrieran y lo echaran.

—¿Qué está haciendo aquí? —dijo una voz con fuerte acento ruso.

Seward se volvió tan rápidamente que su visión se nubló momentáneamente. ¿Lo habían pillado?

Sus ojos cansados e inyectados en sangre se centraron en el ruso, que miró al hombre pequeño con las llaves, obviamente el jefe de los acomodadores. Seward estaba a salvo, por el momento. Sin querer tentar a la suerte, se metió entre las sombras, detrás del trono de alto respaldo de atrezo.

El jefe de los acomodadores levantó la mirada hacia el imponente ruso.

—He de entregar algo a monsieur Basarab —dijo—. Se supone que lo está esperando.

—Yo se lo llevaré. —El ruso cogió el sobre decorado.

Se acercó a una puerta marcada con una estrella y el nombre Basarab grabado en ella mientras el jefe de los acomodadores se escabullía por donde había venido. El ruso llamó a la puerta y deslizó el sobre por la rendija. Seward, a punto de desmayarse por el síndrome de abstinencia, permaneció escondido tras el trono. Se estaba quedando rápidamente sin fuerzas. Miró hacia las vigas, que soportaban una variedad de cortinas, poleas y sacos de arena. Esperaría la fortuna del destino arriba, pero primero necesitaba una dosis.

Pensó en una cita adecuada de la obra que estaba a punto de empezar mientras tranquilamente sacaba el maletín médico de debajo del abrigo: «Que no turben nuestros ánimos sueños pueriles, pues conciencia es palabra para uso de cobardes». Oculto y bien protegido en el suelo, detrás del trono, sacó una correa de cuero y la apretó con fuerza en torno a su deformado bíceps. Llenó una jeringuilla de cristal con morfina. Sólo media dosis esta vez. Sólo lo suficiente para contener la náusea. Seward sabía que drogarse era un riesgo, pero ya no podía funcionar sin la morfina. Sintió que la droga fluía en sus venas. Sólo tardó unos minutos en recuperar el control de su cuerpo; una vez que sintió que sus piernas lo sostenían, empezó a escalar por las vigas.

Mientras en el escenario la guerra de las Dos Rosas se representaba con espadas de madera y sangre falsa azucarada, Seward prepararía el terreno para la batalla verdaderamente sangrienta. Sacó sus armas de un compartimento oculto en su abrigo. Las piezas estaban preparadas, el juego estaba en marcha.

6

E
ran las nueve menos veinte. Sólo habían pasado dos minutos desde que Quincey había mirado por última vez la hora en su reloj de bolsillo. El telón tenía que alzarse a las ocho en punto, y el público se estaba impacientando. Quincey, que había estado trabajando en un teatro, era consciente de todas las posibles complicaciones que podían retrasar la subida del telón. Pensamientos terroríficos se abrieran paso en su mente. ¿Y si Basarab no podía actuar? Tal vez estaban adecuando la ropa de Basarab para que se la pusiera algún pobre actor suplente. En circunstancias normales, supondría un golpe de suerte para el suplente, pero esa noche la gente había pagado para ver a Basarab. Un sustituto sería muy mal recibido. Si el actor no podía actuar, todo habría sido en vano.

Un caballero se quejó a su esposa en francés, el idioma que Quincey ya dominaba:

—Este Basarab es tan malo como esa mujer inglesa, Sarah Bernhardt. Asistí a una actuación suya en la que empezó casi una hora tarde. Un francés nunca…

Quincey estaba a punto de salir en defensa de los actores británicos cuando las luces se apagaron sección a sección y el teatro quedó sumido en la oscuridad. Quincey esperaba que se iluminara un foco, pero no ocurrió nada. El público estaba nervioso en sus asientos. Siguió sin ocurrir nada. Quincey aguzó la vista con la esperanza de ver en la oscuridad.

Sin ninguna advertencia, una voz suave de barítono reverberó por aquel teatro con aspecto de Coliseo:

—Ya el invierno de nuestro descontento es verano radiante con este sol de York.

Se encendió una única luz, que iluminó el pálido rostro de Basarab desde abajo con un brillo fantasmagórico. Sus penetrantes ojos negros miraban al público desde debajo de unas cejas oscuras. Quincey estaba asombrado por la impresionante transformación del atractivo actor en el espantoso Ricardo III. Por supuesto, iba completamente vestido de negro, con el brazo izquierdo atrofiado y una joroba en la espalda. A pesar del pesado vestuario, sus gestos y su tono no dejaban lugar a dudas de que la figura que estaba sobre las tablas era la de un aristócrata.

—Mas yo, que para los juegos galantes no estoy hecho, ni para cortejar a un espejo amoroso…

La luz del escenario poco a poco fue ganando brillo. Quincey veía el dolor en los ojos de Basarab. No estaba simplemente recitando las palabras de Shakespeare, sino más bien presentando la idea y el significado que había tras ellas.

—No tengo más fruición que el pasatiempo de ver mi propia sombra bajo el sol y disertar sobre mis deformidades.

Basarab se detuvo, centrando su atención en uno de los asientos. Quincey miró, reconociendo inmediatamente a la mujer de esmoquin del vestíbulo.

—Por eso, al no poder como un enamorado recrearme en estos días tan melifluos, he decidido que seré un malvado.

Báthory parecía sorprendida al ver a Basarab mirando tan fijamente en su dirección. Con los luminosos focos del escenario cegándolo, ¿podía verla o era pura casualidad? Ella miró glacialmente al actor. La mujer de blanco de cabello oscuro susurró:

—¿Es él, señora?

—Es él —replicó Báthory sin pestañear.

Báthory pasó las uñas por el brazo del asiento, arrancando pequeñas virutas de madera que cayeron al suelo, al darse cuenta de que aquel arrogante mal nacido estaba representando la versión íntegra de esa horrible obra. Tener que aguantar sentada cuatro horas de esas paparruchas iba a ser más torturador que cualquiera de los instrumentos de la Inquisición española que había adquirido. Lo que los actores representaban en el escenario era demasiado cercano a sus experiencias.

Ferenc Nádasdy no era un hombre inteligente. Erzsébet enseguida aprendió que no tenía ninguna idea que se originara por encima de su cintura. Era este defecto en su carácter el que en última instancia le permitió burlarlo. Báthory le imbuyó una falsa sensación de seguridad simulando disfrutar de su sadismo sexual y su violento libertinaje. Tres años después de casarse, y con la esperanza de librarse de él para siempre, Báthory se había aprovechado de la vanidad de su esposo y había manipulado al conde para que se pusiera personalmente al mando de las tropas húngaras en guerra contra los otomanos. Por medio de la victoria en la guerra, él podría aumentar el buen nombre de la familia Nádasdy, le había dicho ella, que le había asegurado que después del desfile de la victoria cambiaría su nombre por el de condesa Nádasdy delante de toda su familia.

Durante la ausencia del conde, los guardias de éste inicialmente la habían vigilado de cerca, pero Báthory también había engañado a los guardias, convenciéndolos de que estaba menos interesada en escapar que en dirigir los asuntos de la propiedad. Báthory proporcionó ayuda a los campesinos húngaros y eslovacos e incluso atención médica. Hubo varios casos en los que intercedió en defensa de mujeres indigentes, incluida una mujer cuyo marido había sido capturado por los otomanos y otra cuya hija fue violada y quedó embarazada. Cada noche, sola en su dormitorio, rezaba secretamente a Dios pidiéndole que su marido muriera en el campo de batalla.

Como estudiante de ciencia y astronomía, Báthory había esperado el momento adecuado. En la noche de un eclipse lunar, con la oscuridad total como aliada, se había vestido con una capa negra con capucha y había huido del castillo. Con la ayuda de los campesinos cuya lealtad había comprado y pagado con el dinero de su marido y con su calculada generosidad, Báthory huyó para encontrar refugio con su tía Karla.

Se decía que Karla era una mujer piadosa. Erzsébet confiaba en encontrar el amor balsámico y la protección de Dios en la seguridad de la casa de su tía.

La tía Karla llevaba con orgullo su aspecto enlutado y matronil. Su ropa era sobria, negra de pies a cabeza, salvo por la gran cruz dorada que lucía en torno al cuello. La joven Báthory supuso que Karla simplemente estaba de luto por uno de sus maridos. La tía Karla se había casado cuatro veces y todos sus maridos habían sufrido una muerte terrible e inexplicable. Cuando Báthory llegó con un vestido de terciopelo escarlata, la tía Karla, en lugar de darle una cálida bienvenida, se había burlado:

—Llevar colores brillantes es vanidad. La vanidad es uno de los siete pecados capitales. Dios no lo aprobaría.

Aunque la tía Karla aparentaba ser fría y estricta en público, en privado era mucho más amable y tierna. Escuchó atentamente el relato de su sobrina y la calmó. Se hicieron amigas íntimas, lo suficiente para que la tía Karla le confesara cierta noche, tras haber bebido lo que parecían litros y litros de vino, que ella había matado a sus maridos, porque éstos habían descubierto la verdadera razón por la que ella rechazaba el lecho conyugal. No era que la tía Karla estuviera tan enamorada de Dios que se tomara la Biblia literalmente y creyera que hacer el amor tenía el único propósito de engendrar hijos. La verdad era que ella no se excitaba con la forma masculina. La tía Karla sólo lograba satisfacción con otras mujeres.

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