Quincey recurrió a la sombra que proyectaban las esculturas sobre el agua de la fuente para crear un efecto de mal augurio al tiempo que extendía su capa, se alzaba amenazador y gruñía con voz profunda y demoniaca:
—Ahora, Fausto, ¿qué queréis que haga?
Quincey hizo una pausa, esperando el aplauso del público. No se produjo. Eso era extraño. Quincey levantó la mirada y se sorprendió al descubrir al público distraído. Algo estaba captando su atención en el extremo norte del parque. Trató de no dejar que esa distracción momentánea le desconcentrara. Sabía que su talento estaba a la altura del reto. Había representado el mismo papel en el Hippodrome de Londres, y era tan bueno que incluso había logrado ser el segundo del cartel, justo antes de la atracción principal, Charles Chaplin, maestro de la comedia. Se rumoreaba que Chaplin iba a abandonar Londres para buscar fortuna en América. Quincey había albergado la esperanza de ganarse el lugar de Chaplin, pero su autoritario padre, Jonathan Harker, había aplastado ese sueño sobornando al director del teatro y enviándolo a una prisión sin barrotes de París: a estudiar Derecho en la Sorbona.
Quincey empezó a sentir pánico cuando sus escasos espectadores comenzaron a dispersarse para ir a investigar la conmoción que se estaba produciendo en el extremo norte del parque. Tras verificar que su barba falsa no estuviera torcida, declamó apresuradamente uno de los soliloquios de Mefistófeles mientras bajaba las gradas de la fuente en un intento desesperado de recuperar la atención de su público.
—Servidor soy del gran Lucifer. No puedo serviros sin su permiso ni ejecutar sino lo que él mande.
Por un momento dio la sensación de que la fuerza de su actuación podía recuperar al público, pero se desvaneció toda esperanza cuando Mefistófeles resbaló en la piedra húmeda de la fuente y cayó de culo. Las risas brotaron al tiempo que se alejaban los últimos espectadores.
Quincey dio un puñetazo en el suelo y se arrancó la barba, agradecido por una vez de que, a la viril edad de veinticinco años, no tuviera pelos debajo. Fue entonces cuando lo vio, riendo con esa sorna tan familiar. El más repugnante desperdicio humano, Braithwaite Lowery, el compañero de habitación de Quincey en la Sorbona. ¿Qué estaba haciendo ahí? Aquel zoquete no tenía gusto por el arte.
Braithwaite echó un vistazo por encima de sus gafas a las escasas monedas que el público había arrojado despreocupadamente sobre los adoquines.
—Tonto del bote. ¿Sabes cuánto gana al día un verdadero abogado, Harker?
—Me importa un comino el dinero.
—Eso es porque naciste con la tranquilidad y la protección de una herencia. Yo desciendo de una familia de pescadores de Yorkshire y tendré que ganarme mi fortuna.
¡Si Braithwaite supiera a lo que Quincey había tenido que renunciar para asegurarse el apoyo económico de su familia!
—¿Qué quieres? —preguntó Quincey al tiempo que recogía sus ganancias.
—Ha llegado correo para ti. Otra carta de tu padre —replicó Braithwaite con emponzoñado regocijo.
El muy imbécil disfrutaba viendo cómo Quincey se retorcía al recibir las cartas desaprobatorias de su padre.
—¿Sabes lo que me gusta de ti, Braithwaite?
—No se me ocurre.
—Ni a mí tampoco —dijo Quincey, al tiempo que cogía con una reverencia el sobre que sostenía Braithwaite, y le decía adiós con la otra mano.
Carta de Jonathan Harker, Exeter, al señor Quincey Harker,
Universidad de la Sorbona, París.
29 de febrero de 1912
Querido hijo:
Hemos recibido una carta sumamente inquietante sobre tu progreso, o la ausencia de éste, en tus estudios, y nos han advertido que una vez más estás dedicando demasiado tiempo a tus actividades extracurriculares fuera de la universidad. Esto es inaceptable. Aunque no has estado en casa estos últimos tres años, un hecho que ha dolido sobremanera a tu querida madre, debería recordarte que soy yo quien costea tus estudios y tu alojamiento. Si no apruebas este trimestre, ni siquiera mis contactos podrán impedir tu expulsión. Por supuesto, esto significaría el final inmediato de tu
per diem
y…
Quincey paró de leer. Más y más gente pasaba en dirección norte, y él estaba encantado de distraerse para no oír la voz condescendiente de su padre en cada palabra escrita. Sus dedos fueron pasando por el resto de la carta. «¡Maldición! ¡Trece páginas!» La familia Harker era famosa por sus extensas cartas, aunque la mesa de la cena carecía de toda conversación. Otro grupo de personas pasó apresuradamente.
—¿Qué está ocurriendo?
Sin aminorar el paso, un hombre dijo por encima del hombro.
—Basarab. ¡Está llegando! ¡Aquí! ¡Ahora!
¿Basarab? Quincey recordó haber leído unas semanas antes en
Le Temps
que Basarab, el gran actor
shakesperiano
que utilizaba un solo nombre, iba a actuar en París. Y aunque ansiaba ver al famoso actor en el escenario, se lo había quitado de la cabeza, pues era consciente de que no podría justificar el coste de una entrada en el informe de gastos que enviaba mensualmente a su padre para que éste lo aprobara. Había mentido tantas veces a su padre que éste ya conocía todos sus trucos.
¡Qué buena fortuna! ¿O era cosa del destino que Quincey estuviera allí en el momento de la llegada de Basarab a París? De repente se tranquilizó al darse cuenta de que no había sido su actuación lo que había ahuyentado al público. Lo había superado una verdadera estrella. Olvidando su vestuario sobre la fuente, echó a correr junto a la multitud, con la esperanza de contemplar con sus propios ojos la magnificencia del gran Basarab.
Quincey salió del parque y se encontró con una aglomeración que llenaba la Rue de Vaugirard. Todos miraban hacia el Théâtre de l’Odéon, un edificio blanco con columnas de estilo romano que adornaban la escalinata de acceso. La luz de la luna hacía brillar las letras doradas del teatro como si estuvieran iluminadas desde dentro.
Quincey trató de acercarse y se encontró atrapado en la glorieta, apretujado contra el monumento al dramaturgo francés Émile Augier. Sin amilanarse, subió a su pedestal para gozar de una mejor perspectiva.
Un automóvil Benz Tourer rodeó la glorieta hacia la escalinata del teatro. El chófer hizo sonar el claxon para abrirse paso entre el gentío. Quincey trepó un poco más. El coche se detuvo junto a la escalinata, y el conductor rodeó el vehículo para abrir la puerta a su pasajero. En los dos años que Quincey llevaba tratando de ser actor, se había dado cuenta de que desde los días de Shakespeare la profesión se consideraba la vocación de pecadores, borrachos, prostitutas y vagabundos. Sin embargo, ante él había un actor al que se idolatraba como a la realeza, y toda Francia parecía haber salido a la calle para recibirle.
El atractivo joven rumano bajó del coche y se quedó en el estribo. Quincey reconoció el cabello oscuro y los rasgos esculpidos de la fotografía de
Le Temps
. El actor llevaba una capa similar a la que lucía el príncipe Eduardo, aunque la suya era de piel teñida de carmesí, muy decadente para un simple actor. Los periodistas con cámaras montadas en trípodes de madera esperaban en los escalones para captar las primeras imágenes de su llegada. En el momento en que Basarab se volvió hacia ellos y sonrió, el polvo de magnesio de los
flashes
se encendió como relámpagos. Al cabo de unos momentos, Basarab bajó del estribo lateral del automóvil y avanzó entre la multitud con los brazos extendidos, las palmas hacia arriba, permitiendo que el público que lo adoraba lo tocara. Quincey se rio cuando una mujer le alcanzó el codo y se desmayó. Ojalá él pudiera suscitar esa clase de reacción en la multitud.
La figura corpulenta de André Antoine, el director de L’Odéon, aguardaba en el escalón superior para recibir a su estrella. Cerca, un hombre con una cámara de cine de madera giraba la manivela como un organillero mientras Basarab subía los escalones para estrechar la mano del director. Al lado del atractivo porte de Basarab, el agradable rostro de Antoine parecía insignificante. La multitud aclamó al actor. Quincey, preso de aquella energía desbordante, se vio a sí mismo entonando con ellos: «¡Basarab! ¡Basarab! ¡Basarab!».
«No es de extrañar que la gente lo adore», pensó el joven. Incluso él estaba asombrado. Basarab, pese a que no había pronunciado ni una sola palabra, controlaba a todos los que tenía ante sí. ¡Qué magnífico sería verlo en el escenario! Daría tanta vida a las palabras de Shakespeare…
Basarab le hizo una seña a Antoine, y los dos hombres desaparecieron en el interior del teatro. La gente no se dispersó inmediatamente, como si esperara un bis. Un hombre pequeño salió del teatro para anunciar que la taquilla abriría por la noche para vender entradas para la representación de
Ricardo III
.
La multitud se convirtió en una turba que se abría paso hacia la puerta. Quincey se desanimó. Ya no podría quitárselo de la cabeza. Deseaba desesperadamente ver actuar a Basarab, pero no tenía ni un franco. El
per diem
que le daba su padre estaba calculado para cubrir lo esencial e impedir que Quincey gastara dinero en lo que Jonathan Harker consideraba frivolidades. «Maldición. ¿Qué es la vida sin el teatro?»
Quincey contó las monedas que había sacado de su anterior actuación. Era lo bastante joven para arriesgarse, aunque implicara echar mano de su
per diem
y gastar hasta el último franco que tenía, con la consiguiente ira de su padre. La noche siguiente, asistiría a la actuación inaugural de Basarab en el Théâtre de l’Odéon.
H
abían pasado treinta años desde la última vez que Seward atravesara esas aguas, y entonces lo hizo a la luz de día. Remó en la barca que había «adquirido» hasta el puerto de Villefranche-sur-Mer, después de viajar en coche de caballos hasta Antibes desde Marsella. Sólo sería robar si lo pillaban.
Tenía que llegar a París. Aunque tuviera suficiente dinero para el viaje, el tren no partiría de Marsella hasta las diez en punto de la mañana, para llegar a París a las once de la noche. Era imprescindible que estuviera en el Théâtre de l’Odéon la noche siguiente a las ocho.
Usando un nudo corredizo para asegurar la barca, dio unos traspiés por el muelle de madera hasta que recuperó la estabilidad en las piernas. La visión del viejo lazareto animó a Seward. Cuando era un joven médico idealista se había implicado en una investigación financiada por el Gobierno francés, y había trabajado con científicos brillantes como Charles Darwin. El estudio trataba de relacionar el comportamiento de animales como chimpancés, ratas y ratones con el de los humanos, con el objetivo de fundamentar más sólidamente la teoría de la evolución de Darwin. Durante el tiempo pasado allí, Seward había quedado fascinado con algunos de los sujetos a examen cuyas acciones podían considerarse anómalas. ¿Por qué existían esas anomalías? ¿Podía corregirse ese tipo de conducta anómala? Seward sonrió, recordando aquellos paseos junto al mar con otros científicos del lazareto; en ellos habían debatido y desafiado las visiones arcaicas de la Iglesia sobre el creacionismo. Sus estudios eran tan controvertidos que el Gobierno decidió poner fin al trabajo y convertir el edificio en un laboratorio oceanográfico. Los científicos recibieron una compensación económica con la condición de que se mantuvieran callados. Ése fue el dinero con el que Seward fundó su manicomio en Whitby.
Seward continuó subiendo la colina, desde la que se divisaba el puerto. Al observar la familiar ciudad costera que apenas había cambiado desde su marcha, recordó el trabajo innovador que había hecho en el caso de R. N. Renfield. Seward le había diagnosticado a Renfield la rara enfermedad mental de la zoofagia, caracterizada por la ingesta de animales vivos. El hecho de que el señor Renfield hubiera pasado toda su juventud siendo «normal» antes de mostrar signos de enfermedad mental lo convertía en un caso de estudio clínico perfecto.
—Renfield —murmuró Seward en voz alta.
Se había sentido muy esperanzado cuando Renfield llegó al manicomio de Whitby. El paciente, que había sido un abogado prometedor, de repente había involucionado convirtiéndose en un loco de atar que devoraba insectos. Si Seward hubiera conseguido curar a Renfield, podría haber probado que la enfermedad mental era una dolencia y que no se heredaba, lo cual habría demostrado sus teorías de los días del lazareto y habría contribuido a fortalecer la opinión de Darwin de que todos los mamíferos evolucionan de un ancestro común. El pobre Renfield, un desdichado peón perdido muy pronto en la partida, se había convertido tristemente en otra adición a la larga lista de fracasos de Seward.
A corta distancia del puerto, Seward encontraría a su viejo amigo Henri Salmet, al que había conocido a principios de siglo, cuando acababa de perderlo todo: su manicomio, su profesión y su familia. Más recientemente se habían encontrado cuatro veranos en un hito histórico increíble que se produjo cerca de Le Mans: la demostración de los hermanos Wright de su exitosa máquina voladora. Las series de vuelos sólo duraron dos minutos, pero había nacido una nueva era en Europa. Seward negó con la cabeza, desconcertado por los cambios frenéticos del mundo que le rodeaba. Tal vez los franceses tuvieran un sistema ferroviario anticuado, pero estaban invirtiendo con fuerza en la carrera por dominar el cielo.
La fatiga de la abstinencia empezaba a vencerle. Sentía todos los hematomas y cortes que le habían provocado su salto desde el tejado de la villa. Se estaba haciendo viejo. Combatió valerosamente las ansias de una inyección, con la seguridad de que necesitaría estar alerta en la inminente batalla.
Desde lo alto de la pendiente, contempló la familiar visión de la granja de Henri, enclavada en las estribaciones de los Alpes. Su amigo había arrancado lo que había sido un próspero viñedo para crear una pista de aterrizaje. El establo albergaba ahora aviones y un taller en lugar de ganado. Una torre de radiotelegrafía instalada en el techo del establo había sustituido a la veleta.
Una luz parpadeó en la ventana de la cocina de Henri.
«Gracias a Dios, mi amigo está en casa.»
—¡Jack Seward! —Henri Salmet abrió la puerta de su modesta granja—. ¿Dónde está el resto de ti?
Mon Dieu
, ¿qué te ha pasado en la mano?
—
Bonsoir
, Henri —dijo Seward. Bajó la mirada y vio que la sangre le había empapado el pañuelo—. Sé que es tarde, pero…