No pudo evitar fijarse en que Henri apenas había cambiado. «Su bigote es un poco más largo.» Fue el último pensamiento que pasó por la mente del médico antes de sucumbir a la fatiga.
La luz diurna obligó a Seward a abrir los ojos. Estaba empapado en sudor. Se fijó en el vendaje nuevo que le envolvía la mano. Tenía que ir al teatro. Seward se levantó de la cama y salió dando tumbos de la habitación.
—¿Henri? —gritó—. ¿Cuánto tiempo he…?
Al entrar en la cocina se encontró en compañía de Henri, la mujer de éste —Adeline— y de sus tres hijos, que habían crecido mucho desde la última vez que Seward había estado allí. Los niños se rieron al verlo; Seward no tenía un aspecto muy presentable. Notó que se ruborizaba.
—
Regardez
, Adeline. —Henri se rio—. Finalmente se ha levantado de entre los muertos.
—He de llegar a París —tartamudeó Seward luchando con los síntomas de abstinencia que le causaban temblores en todo el cuerpo. Rogaba por que Henri pensara que simplemente estaba cansado.
—¿Quieres volar a París?
—Sé que llegar a París es imposible, pero lo más cerca que tu aeroplano pueda llegar…, quizás a Lyon…
—Creo que no sabes lo que estás pidiendo. Pero siempre he dicho que haría cualquier cosa por un amigo que lo necesite. Primero, quédate y descansa unos días. Nos diste un buen susto anoche.
—Aprecio tu hospitalidad, pero he de llegar a París esta noche.
—¡Esta noche! —gritó Henri, cruzando una mirada de incredulidad con Adeline—. Estás tan cansado que apenas te tienes en pie. ¿Qué puede ser tan importante?
—Es una cuestión de vida o muerte…, una paciente. —La mentira brotó con facilidad de los labios de Seward—. Si no recibe un elixir especial de mi maletín esta noche a las siete… Temo lo peor.
Henri volvió a mirar a su mujer. Ella asintió.
—Muy bien —dijo Henri—. Una vida está en juego y nuestro deber cristiano es actuar. Siéntate y come, recupera fuerzas. Saldremos dentro de una hora.
Seward se sentó aliviado a la mesa, cediendo rápidamente a la prudencia de Henri.
—No puedo agradecértelo lo suficiente, amigo.
Adeline lo acalló colocándole delante un plato de comida.
Henri se volvió hacia sus hijos.
—Venid a ayudar a papá a prepararse para el vuelo.
Al cabo de una hora, Seward llevó el maletín médico al establo. No había comido tanto en años. Esperaba que la comida le diera la fuerza que necesitaba para resistir los cada vez más intensos síntomas de abstinencia de la morfina.
Un mecánico sacó unos bidones de petróleo al campo. Henri, inclinado sobre su telégrafo sin hilos, levantó la cabeza cuando Seward apareció a su lado.
—Le estoy cableando a un amigo para que nos espere en el aeródromo de Vichy —explicó—. Está a la mitad del camino. Tendremos que repostar allí.
—¿Puedo enviar un mensaje yo también? —preguntó Seward.
—Por supuesto.
Seward sacó una tarjeta de la cartera.
—He de contactar con una persona en esta estación inalámbrica privada en el Théâtre de l’Odéon. El código postal está en la tarjeta.
Henri dio un golpecito en el telégrafo sin hilos.
—¿Y el mensaje?
Telegrama. Doctor Jack Seward a Basarab.
Théâtre de l’Odéon, París.
Condesa báthory en París. Cuidado.
Poco después estaban caminando hacia el monoplano Blériot de Henri. Desde cierta distancia, Seward pensó que parecía uno de los diseños de Da Vinci, hecho de papel maché y cuerda. Se fijó en que la «piel» era de contrachapado. Dos ruedas de bicicleta sostenían la cabina y la hélice sólo tenía dos aspas.
—Aquí está —dijo Henri, sonriendo—. Cincuenta caballos de potencia y capaz de volar a una altura de dos mil pies.
Seward se reservó su respuesta mientras el hijo de Henri cogía su maletín médico y lo ataba con cuerdas en un compartimento de la parte posterior de la cabina y luego lo ayudaba a subir en el asiento trasero, el del pasajero. Seward se sintió aturdido de gozo al ver a Henri besando a su mujer y sus dos hijas pequeñas y marchar con audacia hacia el avión. Apenas podía creer que al cabo de sólo unos momentos estaría en el aire.
—Ponte las gafas —gritó Henri, colocándose las suyas sobre los ojos. Seward lo imitó—. Y mantén la boca cerrada al despegar, a no ser que te guste comer moscas.
El hijo de Henri hizo girar la hélice y el motor rugió lentamente hasta cobrar vida. El mecánico sostuvo la sección de cola mientras Henri hacía avanzar el aparato. «Ésta puede haber sido una idea pésima», pensó Seward, observando que la máquina se acercaba aún más a un peligroso precipicio. Cerró la mandíbula aterrorizado. Pero al cabo de unos segundos de llegar al borde, el aparato se elevó bruscamente, causando que Seward sintiera que todos sus órganos le habían caído a los pies. Examinando el perfil de la costa, Seward reconoció la familiar silueta del Château d’If, la famosa prisión cercana a la costa de Marsella. Había tardado varias horas en llegar desde Marsella a Villefranche-sur-Mer. Y ahora, en cuestión de minutos, estaban sobrevolándola. Sabía que Báthory, como todos los no muertos, gozaba del poder de volar. Ahora también él lo disfrutaba.
Cuatro horas después estaban en el campo de un granjero en Vichy, repostando el monoplano. Los tres hombres tuvieron que colaborar para hacer rodar el barril de petróleo desde el establo al campo donde había aterrizado el aparato de Henri. Después del cansancio que supuso poner el barril de pie, le tocó a Seward usar una bomba manual para extraer el petróleo del barril. El granjero colocó con firmeza la manguera en el depósito del aeroplano, controló con atención el nivel de combustible. A Seward le picaban los ojos por los vapores del petróleo mezclados con la parafina. Apartando la cabeza, vio a Henri caminando en torno al aparato, comprobando cada tornillo y el delicado fuselaje de contrachapado en busca de algún daño. Seward se distrajo con la sombra proyectada por el monoplano cuando el sol se movía por el cielo de mediodía. La sombra de las alas del avión parecía la de un gran murciélago que planeaba bajo. Fue entonces cuando la oscuridad lo venció de nuevo.
—No pares de bombear —le gritó Henri a Seward—. Hemos de despegar antes de que el viento cambie de dirección. No tendremos suficiente combustible para llegar a París si hemos de enfrentarnos a un viento de cara. No sé tú,
mon frère
, pero yo no quiero que mi destino sea morir estampado contra el granero de un desconocido.
El petróleo rebosó del depósito del aparato. Henri hizo un movimiento para que Seward dejara de bombear y gritó:
—
C’est tout!
Seward volvió a salir de sus oscuros pensamientos.
D
espués de que el aeroplano rodara hasta detenerse en el prado de una granja de caballos, Seward se desató, bajó tambaleándose y besó el suelo.
—No voy a volver a volar mientras viva —dijo temblorosamente al tiempo que el motor se silenciaba.
Levantó la mirada para ver a Henri Salmet bailando sobre el fuselaje como un niño en la mañana de Navidad.
—Calculo que hemos volado cuatrocientos kilómetros desde que hemos repostado —gritó—. ¡Lo hemos conseguido! —Henri empezó a calcular en voz alta—. A ver, ¿hasta dónde se puede llegar desde París con cuatrocientos kilómetros de recorrido?
—Creo que a Londres —dijo sombríamente Seward, pensando en su hogar al tiempo que recogía su maletín de médico.
—Ahora que sé a ciencia cierta que mi Blériot puede recorrer esa distancia, volaré a Londres y pediré a la prensa que me reciba allí para documentar que seré el primer hombre que cruza el canal de la Mancha y vuela desde Londres a París.
¡Seré très fameux!
He de darme prisa para ir a la ciudad y comprar mucho petróleo. Por cierto, ¿cómo diablos voy a traerlo hasta aquí?
—Muchas gracias por todo, Henri —dijo Seward, forzando una sonrisa.
—
Bon chance, mon ami
.
Henri besó a Seward en ambas mejillas y le estrechó la mano.
Seward se quedó mirando a Henri, que corría hacia el camino. Sabía que bien podría ser la última vez que viera el rostro alegre de su amigo. No se le ocurrieron palabras más elocuentes, así que se conformó con una despedida simple y gritó mientras le decía adiós con la mano:
—Adiós, viejo amigo.
Seward se volvió hacia el lado contrario y miró su reloj de bolsillo. Apenas le quedaba tiempo para regresar a su habitación, recoger su arsenal y dar media vuelta para dirigirse al teatro. Se encontraría con Báthory y sus arpías completamente armado. El sol continuaba poniéndose, y Seward se detuvo a mirar el color magnífico del cielo. Durante mucho tiempo no había sabido valorar ese espectáculo de la naturaleza, y había vivido solo en la oscuridad. Esa noche estaba contento, de un modo u otro, por fin disfrutaría junto a Dios en su luz.
Quincey llegó temprano al Odéon para comprar su entrada y se tomó su tiempo paseando por el vestíbulo del viejo teatro. Todas las paredes estaban adornadas con bustos, medallones y retratos de actores. Se embebió de todos ellos. Reconoció un gran retrato de Sarah Bernhardt montado en un marco de hojas doradas. Debajo de la foto estaba su nombre y el título:
La reine de l´Odéon
. Quincey se detuvo ante la fotografía de sir Henry Irving, tomada durante su producción itinerante de
Hamlet
. La mayoría de los críticos consideraban que Irving era el mejor actor que jamás había puesto voz a la obra de Shakespeare. La mayor parte de los actores usaban su talento para influir en las emociones del público por medio de la fuerza de sus propias emociones. Buscaban oportunidades para desgarrar las fibras sensibles de sus oyentes. En cambio, Irving enfocaba su actuación desde una perspectiva intelectual, teniendo en cuenta la intención del autor y la historia vital del personaje. Aunque ridiculizado en gran medida por otros actores, la nueva perspectiva de Irving cautivó a los espectadores. En general, la prensa decía lo mismo de Basarab; un crítico incluso se había atrevido a afirmar que Basarab había heredado de sir Henry Irving el cetro de mejor actor del mundo.
Quincey se dio cuenta de que todavía sostenía el sobre que había preparado cuidadosamente. Había comprado papel de escribir fino y pagó unos pocos francos a un artista para que decorara el sobre con máscaras de teatro de color rojo sangre. Con fina caligrafía, un arte que había aprendido de su madre, Quincey escribió en el sobre: «Para Basarab, de Quincey Harker». Después de ver el pandemonio de rendidos admiradores la noche anterior, Quincey necesitaba que su sobre destacara del resto de las incontables cartas de admiración que sin duda recibiría Basarab. Esperaba que pareciera importante y rezaba por no haberse pasado.
Quincey vio a un hombre bajo, anciano y uniformado que llevaba una gran cantidad de llaves en una mano y una antorcha en la otra. Debía de ser el jefe de los acomodadores.
—Disculpe —dijo, extendiendo el sobre hacia él—. ¿Puedo pedirle que entregue esto en los camerinos en mi nombre?
El jefe de los acomodadores leyó el nombre en el sobre, negó con la cabeza y simplemente respondió:
—
Non
.
Quincey trató de pensar a toda velocidad.
—Muy bien, debo hablar con monsieur Antoine de inmediato.
—¿André Antoine? No se le puede molestar.
—Creo que el director del teatro querrá saber por qué Basarab no va a actuar esta noche.
El jefe de los acomodadores estudió a Quincey.
—¿De qué está hablando?
—Monsieur Basarab está esperando esta carta. Está sumamente ansioso; temo que esté demasiado consternado para actuar si no recibe…
—Muy bien —le interrumpió el jefe de los acomodadores, tendiendo la mano—. Se la llevaré.
—
Merci
.
Cuando Quincey le dio el sobre, la mano del jefe de los acomodadores permaneció extendida hasta que el joven le dio algo de dinero. El hombre se retiró. La mentira le había venido a la mente con suma facilidad.
Quincey se volvió para ver que los espectadores ricos y cultivados, vestidos con sus mejores galas, habían empezado a llenar el opulento teatro. Sabía que la mayoría de ellos estaban allí para dejarse ver más que para disfrutar de la obra. Muchos compartían el punto de vista de su padre de que los actores eran vagabundos y paganos. Hipócritas. Su padre era el peor de ellos; parecía haber olvidado que era el hijo de un zapatero, un simple empleado lo bastante afortunado para heredar el bufete a la muerte de su propietario, el señor Hawkins. El socio principal, el señor Renfield, que había estado destinado a heredar la firma, se había suicidado en un manicomio. Quincey sintió frío de repente, como si la temperatura de la sala hubiera bajado significativamente. Miró a su alrededor, preguntándose de dónde podría haber salido semejante ráfaga de frío, cuando una imagen asombrosa captó su interés. Una mujer más alta que todas las demás había entrado en el vestíbulo. El gentío a su alrededor le lanzó miradas de desaprobación. Iba vestida como un hombre, con un esmoquin perfectamente entallado.
Erzsébet Báthory apenas podía creer que ése fuera el Théâtre de l’Odéon. Apoyó la mano en una columna dorada al tiempo que miraba el edificio. La última vez que había estado allí había sido el 18 de marzo de 1799. La noche del gran incendio. El teatro reconstruido parecía más pequeño. Miró la pintura del techo, que estaba iluminada desde atrás por nuevas luces eléctricas. La pintura, en un estilo propio de Miguel Ángel, representaba mujeres bailando que daban la sensación de flotar en el aire. Algunas de las mujeres iban envueltas en ropas blancas virginales, castas y angelicales, pero la mayoría de ellas iban más o menos desnudas, y aun así parecían más niñas que mujeres capaces de deseo. Por supuesto, el artista no entendía que las mujeres eran seres sexuados, con necesidades como las de los hombres. Sólo un hombre temeroso de Dios describiría a una mujer con tal desdén.
Los ojos de Báthory estaban fijos en la imagen de una joven doncella de cabello negro azabache que corría arrastrando despreocupadamente su vestido blanco, como si no tuviera ningún desvelo en el mundo. Báthory sabía perfectamente por su propia experiencia oscura que semejante criatura no existía.
Una Erzsébet Báthory de quince años había gritado horrorizada cuando le arrancaron violentamente su vestido de boda con pedrería. Sus ojos aterrorizados habían mirado a su agresor cuando éste le manoseó los pechos; su nuevo marido, el conde Ferenc Nádasdy, era un hombre vago, gordo y borracho que le llevaba más de veinte años.