Cuando Mina se levantó, Seward la agarró del brazo. Negó vigorosamente con la cabeza. Señaló al suelo, donde había escrito con su propia sangre:
«Cuidado»
.
—¿Cuidado? —imploró Mina—. Cuidado de qué…, ¿de quién?
Seward gritó, pero enmudeció abruptamente. Cayó de espaldas con el rostro petrificado de horror.
Estaba muerto.
Sus propios gritos despertaron a Mina de la pesadilla.
Estaba a salvo, en sus aposentos, en su propia cama, enredada entre las sábanas. En los pocos segundos de desorientación entre el estado onírico y la realidad, Mina estaba segura de que había visto la niebla carmesí filtrándose en la noche a través de la ventana de su dormitorio. Aunque estaba convencida de que sentía una presencia en su habitación, Mina lo desechó como el último fragmento de su visión, que se disipaba. Suspiró y volvió a dejarse caer sobre la almohada, observando las cortinas que ondeaban al viento.
Había cerrado la ventana antes de retirarse a la cama. Recordaba vívidamente haber echado el cerrojo.
Las campanas de la catedral doblaron. Mina miró el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Eran las doce y cuarto.
Mina corrió a la ventana y alargó el brazo para coger el pestillo. Se quedó paralizada. La niebla carmesí inundaba el patio delantero, y se deslizaba entre los setos y los árboles al fondo de la casa.
Después de correr las cortinas, Mina se apresuró por el pasillo hasta el dormitorio de Jonathan para hallar alivio en los brazos de su marido, pero se descorazonó al encontrar la habitación vacía. Las sábanas ni siquiera estaban apartadas. Aún no había llegado a casa.
—Maldito sea —soltó Mina.
Se suponía que tenía que tomar el tren de las 18.31 desde Paddington, y que llegaba a la estación de Saint David a las 20.05. Mina volvió a mirar a la noche, preguntándose si debería llamar a Mark, del Half Moon, para ver si Jonathan había pasado por allí al llegar de la estación. Entonces se acordó del embarazoso incidente de la última vez, cuando Jonathan se había peleado a puñetazos con otro borracho por los favores de una puta tísica y vieja. Mina había tenido que aguantar la vergüenza de ir a la ciudad a pagar la fianza para sacar a su marido del calabozo de la comisaría.
A pesar del espantoso incidente, aún deseaba que Jonathan estuviera allí. Últimamente, rara vez permanecía en casa. Ahora que su hijo, Quincey, se había ido a la Sorbona, con frecuencia se hallaba sola en aquella casa grande y vacía. Esa noche sentía una soledad punzante y la casa era como una tumba.
Miró la fila de fotos enmarcadas de la repisa de la chimenea. ¿Qué le había ocurrido a toda aquella gente? Algunos habían muerto, pero la mayoría de ellos simplemente se habían alejado a la deriva. «¿Mi vida se estrelló en las rocas?» Mina se fijó en una de sus fotografías favoritas y la sostuvo en la mano: un retrato de Lucy y de ella, tomado antes de que la oscuridad entrara en sus vidas. Antes de que ella tomara su fatídica decisión. La ingenuidad de la juvenil inocencia en aquellas sonrisas la reconfortaba. Aún podía recordar claramente aquel hermoso día de agosto de 1885, cuando había conocido al amor de su vida, Jonathan Harker, en la Feria de Verano de Exeter.
Lucy estaba radiante con su nuevo vestido de fiesta comprado en París. Había esperado durante meses para lucirlo. Mina se sentía afortunada de ir con el vestido que Lucy había llevado dos veranos antes, aunque le resultaba algo agobiante.
Ella no tenía la cintura de cuarenta y cinco centímetros de Lucy, y el corsé le hacía sentir los pechos apretados hasta la barbilla. El sugerente escote era mucho más del estilo de Lucy. Aunque le hacía sentirse incómoda, Mina no podía evitar disfrutar de las miradas que atraía de los hombres jóvenes que paseaban.
Lucy estaba tratando de presentarle a Mina a algunos invitados de Londres, sobre todo a Arthur Fraser Walter, cuya familia había sido propietaria y directora del
Times
durante el último siglo. Mientras estaban buscando a la familia Walter, Lucy se había visto de repente rodeada por una bandada de jóvenes pretendientes que pedían ser incluidos en su carné para el baile vespertino. Con su argentina risa y su falsa sinceridad, Lucy ciertamente sabía cómo representar bien su papel. Si al menos ellos la conocieran como la conocía Mina. Ella creía que Dios había marcado a Lucy con aquel cabello rojo llameante como un faro que advertía a los hombres de su naturaleza insaciable.
—Nuestra sociedad perecerá si no hacemos rápidamente las necesarias mejoras —dijo una voz masculina a su lado.
Mina se volvió para ver a un hombre joven con una mata de cabello negro despeinado. Iba vestido con un traje de lana arrugado y agitaba un puñado de páginas sueltas delante de lord Henry Stafford Northcote. Aquel lord intransigente, miembro del Parlamento en la Cámara de los Comunes por Exeter, parecía ser tan precavido respecto a aquel hombre joven y enérgico como lo sería en relación con un perro que gruñe.
—Los asilos de pobres no son la respuesta —continuó el joven—. Muchos niños indigentes viven robando o haciendo algo peor. Hay que hacer alguna cosa con el sistema educativo para preservar tanto la moralidad como la ley y el orden.
—Señor Harker —dijo con desdén lord Northcote—, la ley de educación ha hecho que la escolarización de niños de entre cinco y trece años sea obligatoria.
—Pero le cuesta nueve peniques por semana a cada niño. Muchas familias no pueden permitirse esa suma.
—Hay medios para que los niños ganen dinero.
—Sí, trabajar en una fábrica, lo cual es básicamente esclavitud legal durante jornadas de dieciocho horas y no deja tiempo para la escuela o los estudios. ¿Es de extrañar que nuestra juventud empobrecida acabe robando y prostituyéndose?
Lord Northcote enarcó una ceja a Harker, pero éste insistió.
—No son tan afortunados como usted, que ha nacido en la riqueza y que parece dispuesto a que se vendan para costear lo que a usted le proporcionó Dios.
—¡Cómo se atreve!
—El señor Harker es obviamente un hombre apasionado —interrumpió Mina. Apretó el brazo del joven Harker para asegurarse de que no hablara—. Estoy segura de que lo que el señor Harker quería decir era: imagine que no supiera leer o escribir. Nunca habría asistido a Oxford, nunca le habrían asignado al Foreign Office y nunca habría sido elegido parlamentario. Una educación gratuita para nuestros niños sería una gran inversión de futuro, les daría a todos una oportunidad de mejorar ellos mismos y de hacer mejor el mundo que los rodea. Todo padre desea lo mejor para sus hijos; es a través de ellos como podemos lograr la inmortalidad. ¿No estaría de acuerdo, milord?
—¿Cómo podría estar en desacuerdo con semejante prudencia? —dijo lord Northcote, con una risita—. Pero, realmente, señorita Murray, una mujer tan atractiva como usted está perdiendo el tiempo llenando su mente con un asunto tan serio. Más le valdría seguir el fino ejemplo de su amiga la señorita Westenra, y pasar el tiempo buscando un marido decente.
Sin dar ocasión al joven Harker de decir una palabra más, lord Northcote le ofreció el brazo a su recatada esposa y los dos se perdieron en la multitud. Harker se volvió hacia Mina con una expresión de desconcertado respeto.
—Se lo agradezco por intentarlo. Yo mismo no podría haberlo expresado mejor, pero estos idiotas se niegan a ver lo que es justo. Estaba tratando de hacerle entender que es imprescindible introducir en la Cámara de los Lores una legislación que siga el ejemplo de los Estados Unidos de América que establecieron en 1839 una educación universal gratuita. Si fracasamos ante este reto, nuestra sociedad se quedará atrás. No podremos competir en esta nueva era industrial de descubrimiento científico. Recuerde mis palabras.
Mina sonrió.
—Con su conocimiento de la ley, apostaría a que es un aspirante a político o abogado.
—En realidad soy sólo un empleado del bufete de Peter Hawkins. He estado tratando de convencer a uno de los asociados, el señor Renfield, para que se ocupe del caso de dos niñas de trece años detenidas por prostitución.
Pro bono
por supuesto. A no ser que logre convertirlo en un caso mayor, más digno de noticia, quizá respaldado por nueva legislación, dudo que tenga mucha suerte. Y se perderán otras dos jóvenes almas.
Mina estaba impresionada por la pasión de aquel joven. Recordaba un antiguo proverbio judío que siempre le había gustado, aunque no recordaba de dónde lo había sacado: «Quien salva un alma, salva al mundo entero». Y allí había un hombre tratando de salvar dos.
—¿Ha leído a William Murray en el
Daily Telegraph?
Parece pensar como usted. Sería un valioso aliado para su causa.
—¡Señorita Murray! ¿Es posible que esté emparentada con William Murray? Hace semanas que trato de contactar con él, pero nadie parece conocerlo. Siempre que he pasado por su oficina no estaba en su despacho. Es un hombre un poco misterioso. Si pudiera encontrarlo estaría encantado de estrecharle la mano en agradecimiento por llevar estas cuestiones sociales a la página impresa.
Mina le tendió la mano. La expresión desconcertada de Harker se transformó lentamente en una sonrisa de sorpresa.
—¿Es usted William Murray?
—Wilhelmina Murray. Pero mis amigos me llaman Mina.
—Jonathan Harker. —Tomó la mano enguantada de Mina y la sacudió como si fuera la de un hombre, olvidando sus modales dada su confusión—. Es ciertamente un placer conocerla, señorita Murray.
—Por favor, llámeme Mina.
Miró a sus ojos y la expresión de respeto que encontró allí llevó a Mina a creer que aquél era un hombre al que podía amar fácilmente. Años después, Jonathan le dijo a Mina que ése había sido el momento en que se había enamorado de ella.
—¿Baila, señor Harker?
—No —dijo rápidamente Jonathan—. Me temo que no soy un gran bailarín.
«Es tímido», pensó Mina.
—Bueno. Prefiero hablar de salvar a dos jovencitas de los horrores de la calle. ¿Quiere compartir una taza de té conmigo?
—Me encantaría.
La mayoría de los hombres habrían rechazado la audaz oferta de Mina. La ansiedad de Jonathan por unirse a ella le había hecho amarlo aún más.
Mina fue incapaz de volver a pegar ojo después de su macabra visión de Jack Seward. Se puso un vestido de lana de solterona, largo hasta los pies, y bajó a la sala a desayunar temprano.
Los sirvientes, que habían regresado a la salida del sol, le llevaron una taza de té. Mina miró su reflejo en la bandeja de plata. No se le habían formado bolsas bajo sus cansados ojos por la falta de sueño. Un filósofo que Mina había leído en cierta ocasión, aunque no recordaba su nombre, dijo: «Las sombras que un hombre proyecta por la mañana regresan para acecharle al atardecer». Para Mina, el pasado parecía envolver su vida en una eterna oscuridad. En distintas
soirées
celebradas en años recientes, Mina había oído incontables comentarios sobre un retrato suyo que conservaba envejeciendo en el ático, igual que Dorian Gray en la osada historia que el señor Wilde había publicado el
Lipincott’s Monthly Magazine
. Para el pobre Jonathan, no era una cuestión de risa, sino más bien un recordatorio constante de la traición de Mina. Veía cuánto despreciaba mirarla, por más que ella trataba de complacerlo vistiéndose con un estilo más maduro de lo que aparentaba. Sin embargo, su aspecto juvenil brillaba incluso con ropa de anciana. Jonathan tenía ya cincuenta años, pero aparentaba diez años más. Mina comprendía cuánto había sufrido y por qué bebía. Nunca pudo conocer la verdadera intensidad del horror que él había soportado durante su cautiverio en aquel castillo tantos años atrás. En alguna ocasión, lo oía llorar en sus sueños, pero él no compartía sus pesadillas. ¿Era posible que aún no confiara en ella?
Jonathan evitaba estar en casa con ella tanto como era posible, pero esta última ausencia era desmesurada en relación a lo habitual. Nunca había estado lejos tantos días sin decir ni una palabra de adónde había ido.
Manning colocó las ediciones matinales del
Daily Telegraph
y del
Times
delante de Mina, y ella se dispuso a leer. Se sintió aliviada al distraerse de su terrorífica noche cuando leyó el titular de un aviador francés llamado Henri Salmet que había establecido un nuevo récord mundial al volar sin escalas entre Londres y París en menos de tres horas. Mina se maravilló por el ingenio sin límites del hombre y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que los logros de una mujer adornaran la primera página de cualquier periódico.
A las diez y cuarto, Jonathan entró en la habitación, sin afeitar, con resaca y vestido con un traje de mezclilla gris que estaba tan arrugado como su frente. Con un gran bostezo se derrumbó en su sillón.
—Buenos días, Jonathan.
Con los ojos inyectados en sangre, Jonathan Harker trató de enfocar a su mujer.
—Buenos días, Wilhelmina. —Todo era tan cordial como de costumbre, lo cual, a su manera, era más desgarrador que la ira.
Manning regresó a la sala, colocó discretamente una tetera nueva y una cesta con pan fresco en la mesa auxiliar y cerró la puerta en silencio tras de sí. A lo largo de los años que llevaba trabajando para los Harker, se había acostumbrado al problemático matrimonio y sabía discernir sentir sus sutiles tensiones.
El sonido de la puerta cerrándose hizo estremecer a Jonathan. Trató de equilibrarse en la silla.
—¿Aún estás borracho?
Jonathan levantó la mirada hacia Mina, como si le sorprendiera que ella siguiera allí. Alargó la mano hacia el té.
—Dios, eso espero.
—¿Dónde pasaste estas noches últimas? ¿En un callejón? ¿Con una de tus «señoritas»?
—No fue en un callejón, eso te lo puedo asegurar —dijo, sirviéndose el té con mano temblorosa.
—¿Por qué te has vuelto tan cruel?
Jonathan levantó su taza como para brindar.
—El mundo es cruel, querida. Yo sólo soy un reflejo de él.
Se estaba mofando de ella y del juvenil reflejo que proyectaba en un espejo.
—Entonces piensa en esto —dijo Mina, armándose de valor—: nuestro matrimonio quizá no sea todo lo que esperábamos. Puede que incluso durmamos en camas separadas. Pero, a veces, aún te necesito aquí.
—Olvidas, señora Harker, que yo también te necesité una vez.
Mina se mordió el labio inferior.