—¡Espere! Aquí abajo hay algo más.
Quincey pisó fuerte sobre las tablas para asustar a los insectos. Se agachó con temor y sacó un paquete de papeles atados. Se lo pasó a Holmwood, que fue al escritorio y deshizo el nudo. Quincey levantó la linterna para ver lo que había descubierto.
Era una pila de sobres con matasellos —cartas— que descansaban sobre algo grueso, rectangular y envuelto en papel blanco. Holmwood dejó a un lado las cartas y abrió el envoltorio blanco; dentro había un libro amarillo de tapa dura. Quincey supo lo que era antes de que su compañero le diera la vuelta.
Holmwood palideció visiblemente al leer el título del libro:
Drácula
.
La casa de Holmwood, el
Anillo
, estaba en East Finchley, pero allí serían vulnerables. Quincey propuso buscar refugio en la oficina de Hawkins Harker. Había evitado la oficina de su padre todo lo posible en los últimos años. Pero ¿qué mejor sitio para esconderse que el lugar donde nadie esperaría encontrarte?
Recordó el día que su padre le había entregado la llave de la oficina.
—Algún día esto será tuyo —le había dicho Jonathan con orgullo en la voz.
Y Quincey se lo había pagado con odio.
Un sonoro ruido desvió su atención de los sobres que estaba ordenando. Holmwood había lanzado la novela de Stoker sobre la mesa, apartándola con asco. No podía leer más.
—¿Cómo pudo hacer esto Jack? Después de todo lo que hice por él. Todos hicimos el juramento de guardar secreto. Si pagaba su morfina y su alquiler no era sólo por nuestro vínculo. Era también para que mantuviera su promesa.
Holmwood golpeó la mesa con furia; recordaba perfectamente el momento en que, después de la batalla con los cíngaros, los amigos supervivientes habían colocado las manos sobre la Biblia y habían jurado no contarle a nadie lo que había ocurrido en su loca y sangrienta caza de Drácula.
—¿Cómo puede estar seguro de que fue Jack Seward quien le traicionó y se lo contó a Stoker?
Holmwood hizo un gesto hacia el libro y los sobres.
—Obviamente Jack necesitaba hablar con alguien y nosotros nos negamos a escucharlo.
Quincey quería decir algo conmovedor, pero decidió que era mejor concentrarse en las cartas. En un momento de pausa, descubrió una hoja arrugada que parecía diferente al resto. La letra cursiva era elegante y femenina. Era una carta que le había escrito su ex mujer. Fría y al grano, decía: «No vengas a América. No te acerques a nuestra hija».
Parte de la firma estaba manchada. Las lágrimas de Seward habían corrido la tinta. Quincey se preguntó si la hija se habría enterado de la muerte de su padre.
Holmwood se acercó al escritorio y abrió los cajones uno a uno hasta que encontró una botella de whisky. Soltó una carcajada.
—Una cosa era segura: siempre podías contar con que el viejo Jonathan tuviera una bebida a mano.
Sopló el polvo de una copa y se sirvió un trago doble.
El tiempo se detuvo cuando Quincey miró la firma de la siguiente carta. Pestañeó como si de algún modo fuera a aclarar lo que tenía delante.
Holmwood levantó la mirada y vio que Quincey se ponía lívido.
—¿Qué pasa?
—Ésta es de… —Quincey casi se atragantó con el nombre—. Basarab.
—¿El hombre del que me habló? ¿El actor rumano? Veamos.
Holmwood le cogió la carta de su mano temblorosa y leyó.
Quincey examinó el resto de la pila.
—Y ésta también —dijo, sosteniendo otra.
Vio que Holmwood estaba igual de inquieto que él. Ahora se puso al lado de Quincey y se unió a él en el examen de las cartas, buscando entre las firmas.
Al final cogió una.
—Aquí hay otra.
Quincey comparó la carta que sostenía con la que estaba en la mano de Holmwood.
—Ésta también. Obviamente, Seward y Basarab mantenían una correspondencia.
Holmwood empezó a ordenarlas por fechas.
—¿Cómo pudo Basarab conocer a Seward?
Quincey estaba anonadado. Recordó la voz que había oído a través de la puerta la noche en que conoció a Basarab en su camerino. «Señor Basarab, ¡póngase a salvo!» Tuvo que ser Seward quien estaba en el pasillo. El carruaje que lo había atropellado no lo había hecho por accidente. ¿Cuánto sabía Basarab? ¿Había utilizado a Quincey desde el principio? Fuera cual fuese la verdad, seguramente las respuestas estaban en las cartas de Seward.
Cuando se puso el sol, Holmwood y Quincey ya habían recompuesto el rompecabezas de la correspondencia entre Basarab y Seward. El joven clavó una de las cartas de Seward en un corcho.
—Según esta carta, Basarab asegura que ha sabido de sus hazañas en Transilvania por los cíngaros que sobrevivieron a la batalla a las puertas del castillo de Drácula. Pero ¿por qué contactar con Seward y con nadie más?
Holmwood clavó una segunda carta a la pared.
—Cronológicamente, ésta es la siguiente carta. Basarab pide ayuda a Seward para atrapar a alguien que, según cree, es Jack el Destripador.
Quincey recordó el viejo artículo de periódico clavado en la pared de Seward. Buscó la siguiente carta por su fecha correspondiente. Entre los sobres, también descubrieron recortes de periódico en varios idiomas y de diferentes países, todos relacionados con abyectos crímenes contra mujeres. Las fechas de los recortes correspondían a los últimos diez años. Holmwood los extendió sobre la mesa, e intentó ordenarlos para crear un patrón. Cada ilustración mostraba sangrientas escenas de crímenes, con mujeres heridas salvajemente. Las similitudes con los asesinatos del Destripador eran obvias.
Holmwood se levantó de repente, como si hubiera tenido una revelación.
—Está muy claro. —Arrastró a Quincey a la mesa, señalando mientras explicaba—. Estos recortes insinúan que los crímenes del Destripador no concluyeron en 1888. Muestran crímenes muy similares por toda Europa. El Destripador simplemente se fue de Londres. Durante los últimos veinticinco años, ha estado «trabajando» en otros países. Siempre y cuando el Destripador siguiera viajando de ciudad en ciudad, de país en país, las diferentes jurisdicciones policiales y las barreras del idioma les impedían unir las piezas. En cada ciudad, por lo que he podido traducir, cometía series de cinco o seis asesinatos. Las víctimas eran siempre prostitutas y en todos los casos los asesinatos se detuvieron de repente, sin explicación. El Destripador seguía con su viaje.
Quincey cogió una carta del corcho, recordado su particular encabezado. El Teatro de las Artes de Moscú. Le mostró la carta a Holmwood.
—Ésta fue la primera carta de Basarab a Seward, enviada cuando Basarab estaba en Moscú, en la primera etapa de su gira de
Ricardo III
.
Quincey cogió otra carta de la pila, ésta con el encabezado del Théâtre de l’Odéon, y encontró los correspondientes recortes de periódico.
—Ésta la envió Basarab cuando estaba en París. Mire. Más recortes. Más asesinatos. ¡En París!
Quincey miró a Holmwood, sintiéndose otra vez como un escolar ansioso.
—¿No lo ve? Los crímenes del Destripador lo llevan hacia el oeste. A Inglaterra.
—Basarab estaba usando a su compañía como tapadera mientras perseguía al Destripador por Europa.
Quincey iba a decir lo que estaba en las mentes de ambos cuando Holmwood lo detuvo:
—¡No! Todavía no tenemos pruebas.
—¿Por qué otra razón iba a contactar Basarab con Seward? ¿Por qué más iba a pedir Basarab ayuda a Seward para cazar al Destripador? El Destripador es un vampiro. Tiene que serlo.
Holmwood volvió a la pila de cartas y las examinó una vez más.
—Quincey, hemos de estar seguros. No hay nada definitivo en estas cartas. Necesitamos más pruebas. La única cosa de la que podemos estar seguros es de que Seward estaba tratando de alertarnos sobre Jack el Destripador. Murió tratando de abrirnos los ojos a lo que está pasando.
Quincey sabía que Holmwood trataba de ser lógico, de no precipitarse en sacar conclusiones. Pero para él la respuesta estaba clara.
—Si se niega a decirlo, lo haré yo. Jack el Destripador es Drácula. Ha de serlo. «
Vivus est
.» Estaba escrito con la sangre de Seward. ¿A quién más podía referirse?
—Se está precipitando. Aún hemos de conseguir pruebas sobre la identidad del Destripador —dijo Holmwood—. Sólo entonces podremos estar seguros de que nuestra teoría es correcta, y sólo entonces podremos conectar todo esto con nosotros.
Quincey consideraba que era perder un tiempo valioso. Si Basarab sabía que Seward había iniciado la búsqueda de Jack el Destripador, entonces tenía sentido que el Destripador fuera Drácula, y Basarab también tenía que saberlo. La sangre de Quincey hirvió al recordar cómo Basarab había defendido a Drácula llegando al extremo de representar al personaje con simpatía en el escenario. Pero en cambio había acudido a Seward para cazar a Drácula. ¿De qué lado estaba Basarab?
Quincey miró el reloj y corrió a descolgar su abrigo, llamando a Holmwood por encima del hombro.
—Dice que necesita más pruebas. Entonces sígame y encontrará algunas.
—¿Dónde?
—Llego tarde al ensayo. Es hora de hacerle unas preguntas a mi querido mentor. No ha hecho nada más que confundirme, y al fin voy a sacarle la verdad.
Holmwood siguió rápidamente a Quincey hacia la puerta.
Corrieron hacia el oeste. El vendedor del periódico
Daily Telegraph
gritó desde la esquina de Wellington Street:
—¡Francia establece un protectorado en Marruecos! ¡Exploradores perdidos en el Polo Sur! ¡Bram Stoker, director del Lyceum, moribundo!
Quincey cogió un ejemplar de la última edición. Leyó por encima el artículo de Bram Stoker, que no decía más que lo que ya sabía: había sufrido un ataque. Arrugó el periódico y lo tiró. Inútil.
Continuaron hacia el Lyceum, donde el director comercial, Joseph Hurst, les hizo pasar. Quincey estaba a punto de entrar en el auditorio cuando Holmwood lo detuvo, señalando el cartel montado sobre un caballete: «Ahora en ensayo. Un cuento de terror. El gran actor rumano Basarab. Una nueva obra de Bram Stoker. Producida por Hamilton Deane y Quincey Harker». Parecía horrorizado.
—¿Cómo puede hacernos esto sabiendo lo que sabe? No voy a permitirle que se burle de la muerte de Lucy y de paso empañe mi nombre.
—Su nombre no sale en la obra.
—¿Qué quiere decir?
—Deane pensó que, en lugar de pagar a tres actores, le salía más barato convertirles a usted, al señor Morris y al doctor Seward en un solo personaje.
—¡Esto es un ultraje!
Quincey negó con la cabeza. La aristocracia era realmente excéntrica.
—¿No acaba de decir que no quería que se empañara su nombre?
—Exacto —dijo Holmwood con un suspiro.
Deane, como si hubiera oído su pie, entró en el vestíbulo. Sorprendido de ver a Quincey, mantuvo la distancia.
—Los ensayos se han cancelado por respeto al señor Stoker.
—¿Por qué no me he enterado?
—No estaba seguro de quererlo aquí.
Quincey se encogió de hombros.
—Muy bien. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Dónde está Basarab?
A Deane se le heló la expresión.
—Le dije que habían enviado al señor Stoker a casa desde el hospital y que quería ir a ver cómo estaba. Basarab tuvo la osadía de negar mi petición y me dejó encargados unos cambios de guion que exigían que construyera parte del escenario según sus peticiones. Mi equipo estará trabajando las veinticuatro horas para reconstruirlo a tiempo para el ensayo de mañana por la noche. Entre tanto, para responder a su pregunta, no tengo ni idea de dónde está ese cabrón arrogante.
El joven dio un paso hacia él; Deane dio un paso temeroso atrás, y Quincey se sintió avergonzado.
—Le pido disculpas, señor Deane…, por todo. Me engañaron y estoy avergonzado de mi anterior conducta hacia usted. Ahora, por favor, necesito hablar inmediatamente con Basarab. Es urgente.
Aunque Deane estaba visiblemente aliviado por la disculpa de Quincey y su educada petición, a Holmwood no le costó detectar la tensión bajo la superficie de la conversación. Miró al joven con extrañeza.
—Basarab dijo que quería que la convocatoria fuera mañana por la tarde a las seis y media —explicó Deane—. Sólo me cabe suponer que regresará para entonces.
Quincey le tendió la mano a Deane, que la estrechó con cautela. Se saludaron y acto seguido Quincey y Holmwood se marcharon.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Holmwood—. Parecía tener miedo de usted.
Quincey se fijó en que había una sombra de respeto en la voz de Arthur. Odiaba admitirlo, pero una vez más las enseñanzas de Basarab se habían revelado valiosas. Lamentaba no haberle preguntado a Basarab dónde se alojaba, pero no se le había ocurrido.
—Por asustado que Deane pueda estar de mí, Basarab lo aterroriza. Y ahora tendremos que esperar hasta mañana para saber si ese temor está justificado.
Holmwood ya no estaba escuchando; estaba dándole vueltas a otra idea.
—En este momento no me preocupa Deane, ni tampoco Basarab. Tenemos un problema mayor. Hemos de descubrir por qué le atacó Van Helsing. Hemos de averiguar a qué está jugando.
Acurrucado en la cama de su habitación de hotel, Van Helsing pensó en Quincey. El hijo de Mina Harker era un niño jugando con cerillas, y tenía que asegurarse de que el chico no incendiara el mundo. Esperaba haber sido lo bastante firme para asustar al chico y que éste volviera a la Sorbona. La sangre de Drácula había fluido por el útero de Mina a su hijo. Si Quincey sucumbía a la oscuridad se convertiría en un poderoso enemigo. Van Helsing estaba decidido a impedir que eso ocurriera: si era necesario, haría valer su amenaza y mataría al niño antes que dejar que cayera en manos de Drácula.
La interminable espera no le dejaba dormir. Estaba seguro de que Drácula sabía que había viajado a Londres. Era un anciano y, por ende, un objetivo fácil. Drácula había matado a Jack y a Jonathan. Se preguntaba cuándo le llegaría el turno.
Van Helsing miró las armas dispuestas sobre la mesa al otro lado de la habitación. Drácula no era tonto. Sabía que Van Helsing estaría preparado para enfrentarse a él. Lo que más temía, casi como la muerte, era que Drácula lo olvidara por ser un viejo débil y loco al que no valía la pena liquidar.
Algo le frotó la pierna bajo las mantas. Apareció un bulto bajo las sábanas que se deslizaba por el colchón. Luego otro. Otro. Los miró sin dar crédito. ¿Había llegado finalmente su hora? Gritó al notar el primer mordisco, pero no logró mover las articulaciones suficientemente deprisa para saltar de la cama. Se sacudía de dolor cuando los despiadados mordiscos se sucedían uno tras otro. Lo que fuera que estaba bajo las mantas le estaba desgarrando la carne.