Drácula, el no muerto (36 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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—Quizá prefieras algo más de acción.

La mujer se puso rígida, como una víbora lista para atacar.

—¿Por qué no? —ronroneó. Sus ojos se abrieron, brillando con la expectativa de la disputa que estaba a punto de empezar—. El manejo de la espada es mucho más… interesante.

En una breve parada en Salisbury, Arthur Holmwood bajó del tren y se dirigió a una de las nuevas cabinas de teléfono que había en el andén. Pagó a la operadora para que marcara el número de su casa de Londres. Sonó el primer silbato del tren. Una vez establecida la conexión, la telefonista le pasó el auricular, y lo dejó solo para que pudiera hablar en privado en la cabina de madera.

—¡Todos al tren! —gritó el revisor.

Holmwood le dijo rápidamente a Wentworth, su mayordomo, que se asegurara de que su coche de caballos los estuviera esperando en la estación de Waterloo a las seis y diez, la hora prevista para la llegada del tren.

—¡No se retrase!

Sonó el último silbato del tren. Sin molestarse en dejar una propina a la operadora ni en volver a dejar el teléfono en su lugar, Holmwood corrió al tren, que ya empezaba a ponerse en movimiento. Subió a bordo justo cuando salía con destino a Londres.

Desafortunadamente, se encontraron con un rebaño de ovejas en las afueras de Basingstoke, y la locomotora entró en la estación de Waterloo a las seis y cuarto. Para añadir más frustración, la estación llevaba doce años en un interminable estado de remodelación y la gran entrada de la esquina noroeste estaba bloqueada. Arthur y Mina se vieron obligados a dar un rodeo por el sur hasta llegar a donde esperaba el coche de Holmwood. El tiempo no estaba de su lado. Quincey llegaría al Lyceum Theatre para su ensayo al cabo de cinco minutos, y ellos tardarían en llegar, por lo menos, diez minutos.

A pesar de la urgencia, los modales de Holmwood eran impecables. Sostuvo la puerta del coche abierta para Mina, ofreciéndole la mano. Ella rechazó su ayuda y trató de subir al coche por sí misma. Debería haber recordado que percibía la caballerosidad como un insulto a su independencia. Pisándose el dobladillo de la falda, Mina trastabilló y el objeto que llevaba envuelto en un chal y su bolso le resbalaron y cayeron al suelo con un sonido metálico. Su monedero, sus llaves y el telegrama sin abrir que había cogido al sirviente saltaron del bolso. Holmwood se permitió una pequeña sonrisa: «Se lo tiene bien merecido». Mina se volvió para recoger las cosas, pero Holmwood, enfadado, la cogió por la cintura y la metió en el coche. El tiempo volaba. Holmwood recogió lo que se había caído al suelo, desconcertado por el objeto que llevaba envuelto en el chal, y se apresuró al coche de caballos.

—¡Cochero! Al galope, por favor —bramó Arthur.

Para su consternación, encontró a Mina sentada en el asiento posterior del coche, por lo que le obligó a ocupar el delantero. Maldita mujer. Era costumbre que la mujer no ocupara nunca el asiento de atrás, pero él odiaba ir sentado en dirección contraria al movimiento del coche.

El coche aceleró, pero no lo bastante deprisa para saciar la impaciencia de Holmwood. Se asomó por la ventana y golpeó en el techo del coche con su bastón.

—¡Más deprisa, hombre. Más deprisa!

—Arthur, tranquilo. Necesitamos estar alerta.

Aquel tono era ofensivo. Mina sonaba como si estuviera hablándole a un niño que había comido demasiados dulces. A duras penas, Holmwood podía contener su rabia, y le arrojó los objetos que había recogido del suelo.

Mina, quizá por primera vez en su vida, se lo pensó dos veces antes de abrir la boca. Prefirió callar. Cogió las cosas y las colocó a su lado; luego, apartándose de él, abrió el telegrama como excusa para no hacerle caso.

Ahogó un grito y miró a Holmwood, con pánico en el rostro y lágrimas en los ojos. Abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno.

Holmwood nunca había visto a Mina quedarse sin palabras.

Al final, Mina dijo en voz baja.

—Van Helsing está aquí en Londres. Asegura que lo atacaron en su hotel… —Se detuvo pugnando con las palabras.

—¿Quién, maldita sea?

—Drácula.

—¡Lo sabía!

Holmwood le cogió el telegrama a Mina; necesitaba leerlo con sus propios ojos. Quería una prueba y ya la tenía.

—Van Helsing pide que vayamos enseguida —susurró Mina, con el rostro inexpresivo. Tenía las manos congeladas, como si todavía sostuviera el telegrama.

El tiempo se había detenido para Arthur Holmwood. En un instante, todo se había vuelto confuso; por primera vez en veinticinco años, sintió miedo. Pero también se sintió eufórico. Lucy ya no estaba tan lejos. Pronto vendría el tiempo de la muerte y el derramamiento de sangre. En la guerra, el mundo era simple. Bien o mal, negro o blanco. Vivo o muerto. En paz, estaba perdido en un mar de gris. Ahora era el momento de la guerra. Arthur Holmwood sacó la cabeza por la ventana del coche y le gritó al conductor:

—¡Más deprisa!

Se dejó caer en su asiento con una sonrisa desenfrenada de satisfacción. Era obvio que Mina no compartía su entusiasmo, sino que estaba perdida en profundos pensamientos, presa de la inquietud. ¿Qué bullía en la mente de Mina? Drácula estaba vivo. Era más que probable que fuera él quien había empalado a Jonathan. En una ocasión, Drácula la había seducido, y ahora debía enfrentarse a la desagradable verdad de que había sido él quien había asesinado a su marido. Y luego estaba Báthory, a quien Mina consideraba el verdadero enemigo. ¿Trabajaban juntos Drácula y Báthory? ¿Existía realmente esa mujer? Muchas preguntas se le agolpaban, pero sólo había una certeza: la muerte los estaba aguardando.

Con los diarios de Seward y un puñado de pruebas consigo, el inspector Cotford pasó junto a las filas de inspectores y agentes sentados ante sus escritorios. El inspector sabía que estaba jadeando, pisando con fuerza como un niño enfadado. No le importaba. Tenía derecho a estar molesto. Sus teorías habían sido desestimadas sumariamente y su integridad había sido puesta en duda, igual que su salud mental.

Nadie se molestó en mirar hacia donde estaba. A ninguno de ellos le importaban los viejos casos ni su necesidad de retar al sistema.

Cotford dejó caer la pila en el escritorio. A él le importaba, y por eso estaba condenado.

—Malditos cabezas de patata sin entrañas y descerebrados. «¿Por qué desenterrar el pasado, sobre todo por unas teorías descabelladas?», se preguntan.

Abrió el tapón de su petaca de plata y enfrió su furia con varios tragos de whisky. Sólo entonces los demás se molestaron en fijarse en él. Allí estaba el viejo, gordo y loco de Cotford rompiendo las reglas una vez más al beber estando de servicio.

Lee acudió a su lado y puso la mano en la petaca, impidiendo que Cotford echara otro trago.

—Inspector, un poco de discreción, por favor.

—La fiscalía se ha negado a dictar orden de detención contra Van Helsing o Godalming —despotricó Cotford—. «Los escritos de un lunático adicto a la morfina no son prueba suficiente», dicen.

Lee lo miró un largo momento. Había dicho que seguiría a Cotford siempre que tuviera razón. Los jefes de Scotland Yard habían dejado claro que no creían que así fuera. Indudablemente, Huntley haría una declaración oficial. Cotford no sólo había arruinado más su propia carrera, sino que probablemente también había minado el potencial de Lee.

—Me voy a casa, señor —replicó bruscamente Lee—. He de hablar con mi mujer. Tengo la sensación de que las repercusiones de nuestra desventura serán terribles e inmediatas.

Cotford se derrumbó en su silla, tratando de evaluar la ruina que lo rodeaba. Tenía los días contados. Su última locura desenterraría el pasado y sin lugar a dudas llegaría a los periódicos. Sus superiores lo amonestarían por mancillar la reputación de Scotland Yard, una vez más. Su retiro forzado era inevitable.

—¡Que les zurzan! —dijo el inspector, que alargó el brazo para coger su petaca de plata.

—Casi lo olvidaba —dijo Lee, con voz tranquila. Sacó un sobre del bolsillo. Estaba escrito en tinta roja—. Esto llegó para usted en el correo de la mañana.

Le pasó el sobre a Cotford y salió de la oficina.

—Una carta de amor de una admiradora, sin duda —dijo él con sarcasmo.

Los agentes e inspectores se volvieron y continuaron con su trabajo. Cotford abrió el sobre y desdobló la carta que había dentro. Aun antes de leer una sola palabra, reconoció la caligrafía y, de repente, se zambulló veinticinco años en el pasado. Su corazón latía acelerado. Por Dios, tenía razón.

Saltó de su silla y salió corriendo de la sala, gritando el nombre de Lee. Encontró al sargento a medio camino de las escaleras, tan excitado que apenas podía recuperar el aliento para hablar.

—¡Es suya! Hace veinticinco años escribía cartas, provocando a Abberline. Provocándome a mí. Una vez incluso mandó una carta manchada con sangre de los riñones de una de las víctimas. —Cotford levantó el sobre—. Es la misma letra y está firmado y dirigido de la misma forma. ¡Es él! ¡Lo hemos conseguido, sargento! Hemos hecho salir de su escondite al cabrón.

Lee respondió con una expresión de extrañeza.

Cotford no podía contener una sonrisa que casi le partía la cara en dos. Le arrojó la carta a Lee.

—¡No me mire así! ¡Léala!

Lee obedeció cuidadosamente.

—Probablemente es un bromista que conocía las cartas originales del Destripador —dijo—. Un imitador.

Lee estaba cumpliendo con la diligencia debida, pero Cotford estaba preparado.

—No es posible. Nuestra actual investigación no ha llegado a la prensa. Sólo se lo he revelado a la fiscalía esta mañana. Esta carta se envió hace días, según el matasellos.

El porte escéptico de Lee cambió ligeramente. El inspector tenía razón en eso.

Leyó la carta:

Estimado señor:

Las respuestas que busca las tiene Quincey Harker. Encuéntrelo el miércoles por la noche en el Lyceum Theatre y todo se revelará.

Sinceramente suyo,

desde el Infierno.

—¡Es esta noche! —dijo Lee.

Cotford sonrió de nuevo. Su compañero volvía a estar a su lado. No estaba seguro de qué juego se llevaba el Destripador entre manos, pero estaba estableciendo contacto por primera vez después de un cuarto de siglo de silencio. Esta vez el inspector no iba a tropezar. El Destripador no se le escaparía. De un modo u otro, todo terminaría esa noche.

—Sargento Lee, reúna a sus hombres.

38

E
l almacén trasero del teatro constituía el espacio perfecto para el combate final. Era un laberinto tenuemente iluminado de trajes, elementos de escenario y telones de fondo. No había luces eléctricas en esa zona del teatro: el personal no tenía necesidad de semejantes lujos. Las lámparas de gas silbaban en las cuatro esquinas, proyectando sombras alargadas y ondulantes.

Báthory rio para sus adentros mientras esperaba a Basarab en la oscuridad. Era muy predecible; todavía pensaba que Dios estaba de su lado. Lo observó cuando pasaba de largo, empuñando el sable. No estaba asustado, lo cual era una locura. Basarab no parecía entender que Dios nunca recompensaba la lealtad. «Sí, ven a mí y muere.»

Disfrutaba del juego del ratón y el gato. Veía los ojos de Basarab buscándola entre los vestidos colgados. No era rival para ella. Ningún hombre lo había sido nunca. Ni siquiera Dios podía destruirla, ¿cómo iba a poder hacerlo Basarab?

Basarab atacó, derribando uno de los percheros llenos de vestidos. Golpeó con la espada, pero Báthory, con su velocidad sobrenatural, ya se había movido.

—Si eres tan poderosa, sal y enfréntate a mí, bruja —rugió Basarab.

Báthory quería saborear el momento. Todavía no era la hora. Había muchas deudas que saldar antes de que terminara el juego.

—Eras tú el que me buscaba —lo hostigó ella, invisible entre las sombras—. Todo lo que haces es muy predecible. Estás guiado por tu vanidad y tu arrogancia. Crees que después de todo lo que has hecho Dios está de tu lado.

Basarab acechaba a Báthory por el laberinto, aguardando su momento, esperando la oportunidad para arrinconarla y golpear.

—Pensaba que podía salvarte. Sacarte de la oscuridad que tú misma habías creado.

Báthory se detuvo. Levantó la cabeza para dejarse ver entre los estantes.

—Prometiste ser mi compañero, estar a mi lado.

Observó que Basarab se estremecía. El dolor del pasado aún latía en el presente. Basarab habló con una sinceridad tan taciturna que Báthory casi lo creyó cuando le dijo:

—Sí, hubo un tiempo en que fui lo bastante tonto para creer que podíamos unir fuerzas como compañeros. Incluso sentí amor por ti una vez.

—Sabías que nunca podríamos ser compañeros.

—Fuiste tú quien decidió pecar contra las leyes de Dios y del hombre —dijo Basarab.

—Ah, por eso trataste de matarme.

Dicho esto, Báthory retrocedió a las sombras. Su juego entraba en la fase final.

Basarab levantó la espada e hizo añicos el estante de madera en el que había estado la cabeza de ella instantes antes. Arremetió encolerizado, derribando estantes y diversos elementos de atrezo en su avance.

—Cuando vi el mal que pudre tu alma, no me dejaste elección.

Báthory salió de detrás de uno de los colgadores de vestidos, enfrentándose a Basarab desde el otro lado de la sala. El actor giró sobre sus talones, con el sable preparado. Esperaba que ella atacara, pero Báthory aún no estaba lista para hacer ese movimiento. El juego le resultaba demasiado interesante para terminarlo antes de tiempo.

—Tu Dios me arrebató todo lo que amaba. Sus partidarios me persiguieron por sentimientos que no podía controlar. No me quedó otra opción que vengarme de Dios y de sus hijos. Sal.

Basarab bajó la espada a un costado: una oferta de paz.

—Vete de aquí. No molestes más a Quincey ni a su familia y amigos. —Se acercó más a ella.

Báthory retrocedió y susurró desde las sombras.

—Cuando convenciste a Seward y a sus amigos para que se cruzaran en mi camino, deberías haber sido consciente de la sangre que el destino derramaría.

Báthory, siempre astuta, retrocedió a una esquina iluminada por una linterna. Contuvo la respiración, contrayendo los órganos internos y forzando que la sangre le supurara por sus poros. Vio que Basarab estaba confundido. ¿Por qué había retrocedido a un rincón? ¿Por qué estaba asustada? Basarab decidió intentarlo.

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