«¿Quién eres? ¿Qué quieres?»
—¡Dios mío!
La neblina roja lo atacó. Lo último que Jonathan oyó fue su propio grito. Lo último en lo que pensó fue en Mina.
A casi trescientos kilómetros de distancia, en Exeter, Mina Harker se despertó gritando.
E
l inspector Cotford trabajaba sin descanso con su papeleo en el Red Lion. Su asiento favorito estaba en el rincón más oscuro del bar. Nadie se sentaba nunca allí, porque era el sitio más alejado de la barra. Cotford imaginaba que si el bar lo frecuentara gente adinerada, esa mesa apartada sería el lugar perfecto para que los jóvenes enamorados se susurraran dulces melindres en privado. Pero era un bar de hombres. Un bar de bebedores. Un bar de policías. No era el tipo de establecimiento frecuentado por damas jóvenes. Las únicas relaciones que había allí tenían que ver con whisky fuerte, palmadas en la espalda y chistes subidos de tono. A Cotford le gustaba el ambiente adusto, los paneles de madera oscura. Las sombras largas del rincón creaban una barrera entre él y el resto de los parroquianos. Quería intimidad, estar a solas con la única cosa que le quedaba en el mundo: su trabajo.
Como el bar era el más cercano a la Cámara de los Comunes, el Nuevo Scotland Yard y la residencia del primer ministro en el 10 de Downing Street, estaba plagado de políticos, policías y funcionarios. Todos los hombres afortunados que tenían familia habían regresado a casa a esa hora de la noche. Sólo los solitarios, los que no tenían ninguna otra vida, se quedaban a beberse su soledad. Cotford encajaba a la perfección.
Hizo una seña a la camarera para que le diera otra cerveza mientras comparaba las notas manuscritas con las transcripciones mecanografiadas que se enviarían a la fiscalía. Cotford tenía la vista nublada tras leer los informes de un robo de bicicleta. El viejo inspector suponía que había cierta nobleza en hallar justicia para los empobrecidos trabajadores que habían perdido su único modo de transporte, pero aun así le resultaba degradante. Trabajar en aquella comisaría aislada un año tras otro no iba a ayudar a Cotford a ascender en el escalafón.
La camarera sustituyó el vaso vacío de Cotford con una pinta de
scout
. El inspector llevaba treinta años yendo al mismo bar y conocía bien a la camarera. Desgraciadamente, en todos esos años, no había entablado comunicación con ella. Nunca se dirigían la palabra.
Cotford era consciente de su celebridad ignominiosa. Se preguntaba si la camarera lo había rehuido a propósito a lo largo de ese tiempo para mostrar su insatisfacción por la parte de responsabilidad que tenía por no llevar ante la justicia al Destripador. Una vez más, tal vez sólo se trataba de su falta de capacidad comunicativa. Con esa idea desagradable dándole vueltas en la cabeza, miró los rostros severos de los otros parroquianos que lo observaban ceñudos desde los retratos pintados de la pared. Los mejores y más brillantes de Scotland Yard. El crimen era una batalla continua e imposible de ganar; sin embargo, cuantos más crímenes resolvía uno, más sentía que su vida de policía valía la pena. Esos grandes hombres de la pared habían hecho mucho para desequilibrar la balanza del lado de la justicia. Estaba el inspector jefe retirado Donald Swanson, el superintendente Thomas Arnold, que había renunciado para luchar en la guerra de Crimea y había regresado al acabar el conflicto. El más destacado era el viejo mentor de Cotford, el inspector jefe Frederick Abberline. El inspector sonrió al mirar el retrato de su viejo amigo. «Cojones, siempre pareció más un director de banco que un policía.» Levantó el vaso para brindar con esos hombres distinguidos.
Cuando Cotford era un joven agente idealista que hacía el trabajo que amaba, siempre se preguntaba por qué un hombre tan respetado como Abberline llevaba el peso del mundo sobre sus hombros. Sólo ahora, entrado en años, lo había entendido finalmente. Abberline sentía que su deber era hacer justicia con las víctimas de delitos violentos. No había una misión más noble. Después de la debacle del caso del Destripador, veinticinco años atrás, el clamor popular por su fracaso a la hora de capturar al asesino fue tan grande que Abberline se vio obligado a retirarse. Sin embargo, Abberline había resuelto tantos crímenes en su larga y gloriosa carrera que su fracaso en el caso de las cinco prostitutas asesinadas no hizo nada para mancillar su reputación entre sus compañeros.
No era el caso de Cotford. Después de que Abberline se viera obligado a retirarse, él fue reasignado al puesto que todavía ocupaba, lo cual en la práctica había puesto fin a su carrera en la investigación de asesinatos y a toda esperanza de progreso. Suponía que esperaban de él que hiciera lo honorable y dimitiera. Pero Cotford era demasiado testarudo para eso. Aquellas cinco prostitutas muertas las llevaba como un lastre. Hasta que no se resarciera de sus errores de algún modo, no podría marcharse con la conciencia tranquila. Rezaba por que las revelaciones halladas en el diario del doctor Seward apaciguaran por fin su sensación de culpa.
La puerta del bar se abrió de golpe. Todos los ojos borrachos e inyectados en sangre se volvieron hacia el agente que entraba corriendo. El rostro ansioso del joven estaba colorado y sudoroso por el esfuerzo.
—¿Está aquí el inspector Cotford? —gritó desde el centro de la sala.
El silencio se rompió cuando los clientes susurraron entre ellos.
—Yo soy la persona que busca —retumbó Cotford de entre las sombras.
Con un saludo, el exhausto agente le pasó una nota doblada.
—¿Inspector Cotford? El sargento Lee me ha ordenado que le entregue esto de inmediato. Supongo que se refiere a un caso importante.
A Cotford le cayó bien el muchacho. Le recordaba a él mismo cuando era más joven e idealista. Desdobló la nota y la leyó. Y la releyó. La cabeza le daba vueltas. Cuando ya había salido disparado hacia la puerta, el joven agente lo llamó.
—¿Inspector Cotford? Estoy fuera de servicio. Puedo ayudarle si me necesita.
Cotford consideró la oferta del muchacho. ¿Por qué no animar a ese educado y joven recluta?
—Mis notas están en la mesa del fondo —dijo—. Ocúpese de entregarlas inmediatamente a la fiscalía. No me falle, joven. La posibilidad de atrapar a ciertos perversos criminales depende de su rapidez.
—Sí, señor. Puede confiar en mí, señor.
Hecha su buena obra del día, Cotford iba de camino a lo que esperaba que fuera un destino siniestro, el primer paso en un nuevo camino que le conduciría a enfrentarse con un demonio al que llevaba veinticinco años buscando.
Un fogonazo de luz cegó al sargento Lee. Le bailaban puntos azules en la retina. Fue recuperando la visión gradualmente y sus ojos se reajustaron a la macabra escena del crimen. El fotógrafo de la Policía volvió a cargar el flash de la cámara y sacó otra instantánea. Esta vez, Lee se volvió de espaldas. Echaba de menos los días en que las escenas de los crímenes se dibujaban en lugar de fotografiarse.
Desde que ingresó en Scotland Yard, Lee se había preguntado cómo habría sido trabajar en el caso del Destripador. De hecho, era su fascinación por los siniestros asesinatos la causa de que buscara a Cotford y se hiciera amigo suyo cuando se unió al cuerpo. El viejo veterano era el último hombre que seguía en activo de los que habían trabajado en el caso. Lee era un niño cuando ocurrieron los homicidios, pero los recordaba bien. De hecho, el famoso caso era también la razón de que hubiera abandonado el servicio militar después de la segunda guerra de los Bóers, en 1902, para unirse a la Policía metropolitana. Ahora, diez años después, el sargento Lee estaba en un callejón, mirando el cuerpo mutilado de una mujer joven. Había visto muchos cuerpos ensangrentados y destrozados durante la guerra, pero todos de hombres. La visión de una mujer masacrada era, para él, mucho peor. Una pierna amputada arrojada aquí, un brazo tirado un poco más allá, la cabeza cortada y el corazón arrancado en un charco de sangre sobre los adoquines. El torso estaba eviscerado y los órganos e intestinos se hallaban expuestos.
Los ojos acerados de Lee buscaron al inspector Huntley, el hombre asignado al caso. Huntley, con las manos entrelazadas a la espalda, supervisaba a los dos agentes que recopilaban y catalogaban pruebas.
Una tos resonó en las paredes de ladrillos del callejón. Lee, Huntley y los agentes se volvieron hacia la entrada del callejón que daba al Temple Bar. Un borracho corpulento apareció de entre la niebla. Huntley enfocó con su linterna la figura encorvada. El sargento Lee reconoció inmediatamente a Cotford. Había confiado en que el inspector fuera lo bastante discreto para no aparecer en una escena del crimen como una cuba. Había enviado a Price al bar Red Lion para que fuera a buscar a Cotford sin autorización. Si éste quedaba en ridículo delante del inspector Huntley, también dejaría en ridículo a Lee. Huntley nunca dejaba pasar la oportunidad de hacer gala de su autoridad, y seguramente le soltaría una reprimenda a Lee. Al ver que su mentor aparecía tambaleándose, Lee rezó por que no hubiera cometido un terrible error.
Huntley no hizo el menor esfuerzo por apartar el haz de luz del rostro sudoroso y la nariz colorada de Cotford, y éste miró directamente a la luz como si desafiara a Huntley.
—¿Inspector Cotford? —preguntó Huntley—. Creo que se ha equivocado. Los bares de Fleet Street están más arriba.
Los agentes rieron entre dientes. Conociendo a su mentor, Lee pensó que no tardaría en tener que intervenir en la pelea. Afortunadamente, Cotford se limitó a esquivar al inspector Huntley y dio bandazos hacia el cuerpo de la víctima. Huntley y sus colegas cruzaron miradas. ¿Cotford estaba pensando seriamente en investigar el crimen? Las risas entre dientes se convirtieron en carcajadas. Cotford parecía ajeno a lo que le rodeaba, pero Lee sentía vergüenza ajena por él.
—Llega justo a tiempo, inspector Cotford —dijo Huntley—. Estoy a punto de concluir mi resumen del caso hasta aquí. Es bienvenido a quedarse si lo desea. Quizás aprenderá algo.
Lee quería darle un puñetazo en la cara a aquel arrogante, pero Cotford se lo tomó con calma, centrando su atención en los restos ensangrentados que rodeaban la escena del crimen.
—Vemos por las cuentas cosidas a mano en los vestidos de nuestra víctima que no era una ramera de Whitechapel —empezó Huntley—. O bien nuestro agresor la atrajo al callejón o se encontraron aquí por azar. Como había gente que entraba y salía del Temple Bar, los viandantes seguramente habrían oído sus gritos si la hubieran atacado allí. Por consiguiente, debemos asumir que estaba aquí para encontrarse con su amante. Algo fue mal. Quizás él se propasó. Discutieron. El hombre trató de tomar lo que no se le ofreció. Pelearon, aplastando esas cajas del fondo del callejón. Ella trató de escapar. Su amante sacó el cuchillo.
Lee no pudo evitar quedar impresionado por una interpretación tan astuta de las pruebas de la escena del crimen.
Huntley se sorprendió al descubrir que Cotford seguía sin hacerle caso. Éste levantó en vilo la cabeza cercenada de la mujer de blanco. El rostro de la mujer muerta estaba congelado por el horror, pero él permanecía impertérrito, poniendo la cabeza boca abajo, metiendo el dedo en la carne ensangrentada, cogiendo los bordes de la piel desgarrada. Cotford lanzó la cabeza al aire, la agarró y miró a los ojos abiertos de la mujer muerta.
Lee ya no temía una reprimenda. Temía por su trabajo.
Huntley observó asombrado cómo Cotford colocaba la cabeza cercenada sobre los adoquines y se tambaleaba hacia las cajas aplastadas. Negó con la cabeza sin dar crédito y continuó su resumen en voz alta.
—Nuestro agresor, en un rapto de pasión, se abalanzó sobre la desdichada víctima. La asesinó brutalmente y la mutiló. Estoy convencido, sobre la base de la fina calidad del vestido de su amada, de que nuestro sospechoso era un caballero. La carnicería chapucera se hizo para despistarnos, confiando en que un inspector imbécil culparía del crimen sanguinario a un hombre de la calle. Hombres de buena posición, abogados y banqueros frecuentan el Temple Bar. Es entre los rangos de los caballeros donde debemos buscar a nuestro asesino.
Se oyó un choque en la parte de atrás del callejón. Una vez más, todas las miradas confluyeron en Cotford, que al parecer había caído sobre las cajas. Lee se dio cuenta con pavor de que su situación era incluso peor de lo que temía. Cotford se levantó de las cajas, que no se habían roto. Retrocedió unos pasos, echó a correr de nuevo y saltó con todo su peso. Cayó otra vez contra la caja. Mientras Cotford luchaba por volverse a levantar, al final se dio cuenta de que todos los ojos estaban fijos en él.
—Le pido disculpas, inspector. No me haga caso.
—Inspector Huntley —intervino uno de los agentes—, está olvidando la huella ensangrentada que encontramos en una caja astillada.
—¡Ni hablar! Nuestro agresor, después de completar su espantoso crimen, se encontró cubierto de sangre. Se echó atrás al recuperar el sentido. Al darse cuenta de lo que había hecho, corrió hacia el Temple Bar. Lo sabemos porque, mientras corría, pisó ese trozo de madera, y la huella señala hacia la salida que da al Temple Bar.
—Bien hecho, señor —dijo Cotford.
Huntley se volvió para aceptar gentilmente el elogio, pero se quedó sin habla al ver al inspector de rodillas girando un trozo de madera en los adoquines como si fuera un niño con una peonza.
Lee sintió la necesidad de salir en su rescate.
—¡Inspector Huntley! El forense de la Policía ha llegado.
—Ah, el matasanos está aquí, muchachos —dijo Huntley con una sonrisa—. Nuestro trabajo está hecho. La primera ronda en el Red Lion la pago yo.
Huntley se puso a la cabeza de su pequeña banda y se fue riendo del callejón. El forense se acercó, tratando de contener la cena mientras miraba los restos de la víctima.
Como militar de tercera generación, Lee había sido educado por su padre para seguir estrictamente el protocolo y respetar la cadena de mando. Había actuado contra esos instintos al llamar a Cotford, y ahora tendría que tratar con el hombre que se había convertido en un embarazoso borracho. Respiró hondo y se volvió. El inspector no estaba a la vista. ¿Adónde podía haber ido ese demonio?
Lee se adentró en el callejón hacia la salida de Fleet Street. Encontró a Cotford de cuatro patas sobre una pila de barro humeante sobre los adoquines, mientras cogía una muestra, se la llevaba a la nariz y respiraba. Lee se dio cuenta de que estaba sosteniendo un trozo de estiércol.