Drácula, el no muerto (18 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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20

E
l inspector Cotford sujetó la sábana blanca de algodón. Tenía un brillo fantasmal, iridiscente, bajo el foco de hidrógeno que colgaba justo encima. El inspector se volvió hacia Mina Harker y observó que ésta respiraba profundamente para calmar los nervios.

El inspector la había observado con mucha atención desde que entrara en el depósito de cadáveres de Scotland Yard. La mujer no se encogió en la puerta como tantas otras viudas que venían a reconocer los restos de sus maridos. En la manera de comportarse de Mina y en cómo miraba al frente al entrar en la sala, Cotford vio su auténtica fortaleza. Tenía una elegancia calmada y majestuosa. Iba vestida de negro de pies a cabeza, con el cabello rubio recogido en un moño, igual que solía llevarlo la madre del propio Cotford. El inspector tampoco pudo evitar fijarse en que, pese a su circunspecta indumentaria, la señora Harker tenía un aspecto encantador para una mujer de su edad. Su rostro era arrebatadoramente hermoso, sin arrugas. Cotford pensó que Jonathan Harker era un idiota al buscar la compañía de una ramera en un callejón cuando tenía una mujer tan excepcional esperándolo en casa.

Cotford adoptó su rostro más inexpresivo. En el callejón, había elaborado una teoría que los indicios parecían respaldar, pero que no podía probar por completo. Entonces Lee le había mostrado el expediente de la hasta el momento no identificada mujer de blanco. Las huellas ensangrentadas halladas en el callejón coincidían con las de Jonathan Harker y las gotas eran de su mismo tipo sanguíneo. Al inspector no le cabía duda de que Harker era la segunda víctima del callejón. No había nada igual que la sensación de estar en lo cierto. Después de leer el diario de Seward, Cotford se dio cuenta de que lo que en realidad contenía era una confesión, porque en él Seward nombraba sin rodeos a sus cómplices. En un instante, al inspector le quedó claro por qué él y Abberline no habían logrado atrapar al escurridizo asesino en serie. Jack el Destripador no era un solo hombre; era un conciliábulo de ocultistas dementes. Como Seward había muerto empuñando una espada, seguramente lo habían matado para silenciarlo. Parecía sensato pensar que el líder del conciliábulo había empezado a temer a sus conspiradores. Cotford sabía que la muerte de Seward iniciaría una oleada de nuevos crímenes. La muerte de la mujer vestida de blanco tampoco constituía una sorpresa. Una vez descubierto, reencendida su lujuria de sangre, era inevitable que el líder del conciliábulo matara a más mujeres. El asesinato de la ramera del callejón era algo que, desgraciadamente, se podía esperar.

El doctor Seward había escrito sobre Mina Harker en sus diarios en términos cercanos a la santidad. Cotford no creía que la viuda estuviera directamente implicada en los asesinatos, pero estaba seguro de que tenía conocimiento de ellos. Esperaba que la señora Harker fuera la clave para redimirse de su pasado.

Cuando el inspector solicitó esa comparecencia de la señora Harker y pidió que retiraran todas las sillas del depósito, Lee lo hizo sin vacilar. Si Cotford iba a tomar los diarios de Seward al pie de la letra, y no como el delirio de un loco, entonces tenía que asumir que Mina Harker era una mujer muy fuerte. Tanto que sería una oponente formidable. Su única oportunidad de atraparla para que reconociera lo que sabía del conciliábulo era ponerla nerviosa. Obligarla a identificar los restos de su marido la colocaría inmediatamente en una posición de desventaja. Esperaba que bastara con eso. En cuanto entró, el inspector comprendió que iba a tener que comportarse más duramente que nunca con aquella viuda.

—He de advertirle, señora —dijo Cotford, sujetando todavía la sábana blanca—, que el cuerpo de su marido no está en un estado muy presentable.

—Créame, inspector —susurró Mina—, después de las cosas que he presenciado en mi vida, hay muy poco que pueda impresionarme.

Cotford tiró de la sábana con un teatral ademán. Bajo la tela, se hallaba el cuerpo destrozado de Jonathan Harker extendido sobre una camilla de hierro esmaltado en blanco. Después de retirar post mórtem la pértiga, de doce metros de largo y un diámetro de diez centímetros, el rostro del hombre se había desmoronado sobre sí mismo. El cuerpo hueco y deformado de Jonathan Harker había empezado a descomponerse mientras esperaba dos días antes de contactar con su viuda. La piel del cadáver había adquirido un tono azul verdoso, que tenía un aspecto aún peor bajo la luz de la lámpara de hidrógeno. El hedor se extendió por el depósito de cadáveres al retirarse la sábana.

La mayoría de las mujeres se habrían derrumbado, se habrían desmayado ante la mera visión del cadáver de su marido, por no hablar de enfrentarse a un cuerpo mutilado. Cotford se fijó en que Mina se limitaba a mirar un momento el cadáver. Luego, cuando pasó el impacto, sus ojos se ensancharon al darse cuenta de lo que había visto y se volvió. Se le humedecieron los ojos, pero no derramó ni una lágrima. Mina se armó de valor y enderezó la espalda. Era como si quisiera que su mente calculadora se impusiera a su corazón. El policía estaba impresionado por el temple de aquella dama. «Tiene la voluntad férrea de un hombre en el delicado cuerpo de una mujer», pensó. El doctor Seward había acertado en su descripción de Mina Harker.

—Dios mío, Jonathan —dijo Mina.

Miró alrededor de la sala como si buscara un lugar donde sentarse. Al ver que no había ninguno, sus ojos se posaron en la puerta. Estaba incómoda y quería irse. Su reacción fue como había supuesto Cotford. Era el momento de echar más leña al fuego.

Desde un rincón oscuro, el canoso forense apareció con un vaso de agua en una mano y un pañuelo en la otra. Mina le sonrió, agradecida. Cotford se resistió al impulso de darle un sopapo a aquel tipo. Se había esforzado para hacer que la situación resultara lo más incómoda posible y aquel imbécil estaba arruinando su estrategia. El viejo memo sacó una botella de sales del bolsillo de la bata. Qué imbécil. Ella no iba a desmayarse. Cotford echó una mirada desaprobatoria a Lee, que parecía indeciso sobre qué hacer. Tenía que compensar la situación.

—Lo sodomizaron como un
shish kebab
—señaló Cotford.

Se oyeron las risas de los tres subordinados de Lee que se hallaban detrás de éste.

El forense de la Policía se colocó bajo la luz.

—Esto me parece completamente impropio y altamente irregular.

Cotford echó otra mirada a Lee, que cortó a aquel tipo, intimidándolo por el simple hecho de ser mucho más alto.

—Su trabajo consiste en seguir nuestras órdenes y guardarse sus comentarios —dijo Lee en voz baja.

Maldito Lee. Incluso su voz susurrada pareció lo bastante elevada para que Mina oyera el comentario.

—Su compasión, inspector, alivia mi alma —dijo la mujer.

Lee y los otros agentes interrumpieron sus risas y se aclararon la garganta, avergonzados. «
Touché
, señora Harker.» Cotford necesitaba imponerse antes de perder su ventaja.

—Discúlpeme, pero hace sólo un momento ha dicho que hay pocas cosas que puedan impresionarla.

Mina no respondió.

Cotford se apoyó en el escritorio de madera y dio unos golpecitos sobre los diarios encuadernados en piel de Seward.

—Según los escritos del difunto doctor Seward, la muerte prematura no es nada nuevo en su familia.

Los ojos de Mina se abrieron por la sorpresa. Por un momento, Cotford pensó que la había pillado, pero una vez más observó que Mina se disponía a no delatar emoción de ningún tipo.

—¿Qué quiere decir? —replicó ella, con resolución.

—La Parca ha sido su compañía constante. El tocayo de su hijo, Quincey Morris, un norteamericano, tejano para ser exactos…

—… murió hace veinticinco años durante una cacería en Rumanía —le interrumpió Mina.

—¿Sabe quién le podría haber hecho algo así a su marido? ¿Su marido tenía enemigos?

Había una chispa en los ojos de Mina.

—Mi marido era abogado. En la profesión legal siempre hay relaciones negativas.

«Ah, ahora estamos llegando a alguna parte», pensó Cotford.

—Un crimen de esta violencia requiere un motivo más apasionado.

—¿A qué se está refiriendo, inspector?

Tenía la corazonada de que había un nombre grabado en la mente de aquella mujer. Lo único que tenía que hacer era sacárselo.

—Alguien se tomó muchas molestias para erigir una enorme pértiga en Piccadilly Circus y empalar a su marido en ella. No es un acto espontáneo; requiere planificación. Esto fue la obra de alguien movido por algo más que una rencilla pasajera. Vamos, señora Harker, si hubo alguien en su pasado capaz de semejante acto de ferocidad, su nombre no debería serle extraño.

«No ha podido ser él», pensó Mina. Su corazón latía tan deprisa que pensó que iba a estallarle en el pecho. No importaba cuánto supiera Cotford, ya sabía demasiado. Mina sintió por un momento que iba a desvanecerse. Su príncipe había muerto hacía mucho. Sólo habitaba en sus pesadillas. Incluso si de algún modo estuviera vivo, ella se negaba a creer que pudiera herirla de ese modo. No podía ser él. Pero si lo era, ¿por qué entonces? ¿Por qué esperar veinticinco años? Pero ¿quién más podía ser tan brutal?

A Mina se le arremolinaban las ideas. Tenía las emociones a flor de piel desde antes de poner los pies en el depósito de cadáveres. Le pesaba en el corazón la culpa de su última conversación con Jonathan, una discusión encendida y dolorosa. Nunca habría ninguna reconciliación. Ya no tendría la oportunidad de decir todo lo que había sentido. Prometió no cometer ese error con Quincey.

La estancia era fría y la severa iluminación no hacía nada para templar el ambiente. En la oscuridad, Mina podía oír el tictac de un reloj. El tiempo no estaba de su lado.

El inspector sacó algo de una carpeta del escritorio. Mina reconoció los familiares bordes recortados del papel fotográfico y se preparó para lo peor.

—¿Conoce a esta mujer? —preguntó Cotford.

Mina miró la foto. Era de una cabeza cercenada. Para su sorpresa, no conocía a la mujer en absoluto.

—No. ¿Debería conocerla?

—Bueno, su marido sin lugar a dudas la conocía, no sé si me explico. Hemos encontrado pruebas de que estuvo presente cuando ella fue asesinada.

Esta línea de interrogatorio no llevaría al viejo bobo a ninguna parte. Mina sintió que recuperaba la fuerza.

—¿Por qué debería preocuparme eso, inspector?

—Se encontró sangre de su marido cerca de la cabeza cercenada de la mujer. Así como este botón…

Sostenía un botón de latón con las iniciales W S. Cotford caminó como si tal cosa hacia la camilla. Al lado del cadáver de Jonathan había varios trozos desgarrados de su traje gris, apilados sin ceremonias en un montoncito.

—Encontramos la ropa del señor Harker a unos metros de la escena del crimen. Verá que este botón encaja aquí.

Volvió a colocar el botón en el lugar adecuado en los restos de la chaqueta de Jonathan, forzando a Mina a mirar otra vez al cadáver. Cotford estaba sin lugar a dudas tratando de manipular la situación. Mina sintió que se ruborizaba. No podía soportar ver lo que le habían hecho a su marido. El hedor de la muerte la abrumó. Notó su última comida. Su resolución empezaba a quebrarse. Tenía que irse. Tenía que correr.

—La sangre de este botón —continuó Cotford— no pertenece a su marido. Es del tipo sanguíneo de la mujer asesinada.

—¿Está acusando a mi marido de matar a esta mujer?

—Eso es lo que pretendo averiguar. ¿Sabía si su marido tenía relaciones con otras mujeres?

—Mi marido tenía muchos defectos, pero no era capaz de asesinar. ¿Puedo irme ahora?

A modo de respuesta, Cotford la miró como si esos ojos inyectados en sangre estuvieran tratando de hurgar en su alma. Hasta el momento, Mina había eludido su interrogatorio. Tenía que actuar con prudencia.

Cotford levantó una pequeña tarjeta de visita manchada de sangre.

—Según el informe de la Sûreté, se encontró una tarjeta en el bolsillo del doctor Seward. La tarjeta de la misma persona se halló en la cartera de su marido.

«Arthur Holmwood.»

—¿Todo esto tiene algún sentido, inspector?

—Lord Godalming no ha usado el nombre de Arthur Holmwood desde antes de su viaje de cacería a Rumanía.

Mina se sintió acalorada en aquella sala tan fría. Cotford obviamente sabía más de lo que ella podía haber imaginado. ¿De verdad Seward había descrito en sus diarios aquellas horribles experiencias por las que todos ellos habían pasado? Si ella le contaba a la Policía lo que sabía que era cierto, terminaría encerrada en un manicomio como el de Seward. Mina se dio cuenta de que no tenía modo de defenderse. Su única esperanza era escapar.

La voz áspera de Cotford interrumpió sus pensamientos.

—Rumanía es un lugar bastante extraño para ir a cazar, si me permite el comentario. ¿Qué estaban cazando?

—Lobos —respondió Mina con vehemencia. Se dirigió hacia la puerta.

Cotford arrojó la tarjeta ensangrentada en la camilla, rodeó la mesa y le bloqueó el paso. Era un hombre ágil a pesar de su corpulencia.

—¿Le gusta cazar habitualmente, señora Harker? ¿O es una simple observadora de deportes sangrientos?

Al menos se había apartado del cadáver de Jonathan, que ahora estaba fuera de su campo visual. Sólo el olor mantenía la espectral imagen grabada a fuego en su cerebro.

—Inspector, me da la sensación de que quiere hacerme una pregunta. Preferiría que se limitara…

—El sargento Lee ha hecho una llamada a lord Godalming esta mañana y él jura que nunca conoció al doctor Seward… ni a su marido. ¿Tiene idea de por qué podría haber dicho eso?

—No —dijo Mina con sinceridad.

—Detesto las preguntas sin responder, señora Harker. Este caso está plagado de ellas. Aquí tenemos a dos hombres que se conocían y que han hallado su trágico final la misma semana. En mi trabajo las coincidencias no existen. Ambos hombres tenían relación con lord Godalming, y éste niega conocerlos. Usted, señora Harker, es la última persona viva que los relaciona a todos.

Los recuerdos de sus aventuras inundaron la mente de Mina. Aunque se hallaba en el centro de la sala, se sentía atrapada. El reloj parecía ir más deprisa.

—Por favor, inspector. He de encontrar a mi hijo. He de decirle que su padre ha muerto.

Cotford era como un león que estuviera rodeando a su presa. Mina estaba empezando a quebrarse.

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