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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

Drácula, el no muerto (37 page)

BOOK: Drácula, el no muerto
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—Acaba con tus asesinatos salvajes o te destruiré —gritó.

—Una vez fingiste tu propia muerte para escapar de mi ira. —Báthory sonrió. Era hora de saldar su deuda por completo. El juego había terminado—. Ahora tu engaño se hará realidad.

Báthory vio el pánico en los ojos de su rival al darse cuenta de que lo había atrapado; había caído en su trampa al tratarla con compasión. Puede que ella hubiera retrocedido a un rincón, pero era él quien iba a morir.

Sólo tardó un instante, pero a Basarab debió de antojársele una eternidad. Los ojos de Báthory se pusieron negros. La condesa gruñó como un animal al torcer el gesto y revelar sus colmillos. El actor golpeó con la espada, pero era demasiado lento. Báthory ya estaba volando; al saltar, había estirado la mano hacia la linterna encendida. Cuando se elevó sobre la cabeza de Basarab, la linterna cayó al suelo. Báthory aterrizó a salvo detrás de su rival, al tiempo que las llamas brotaban en torno a los pies del actor. La cola de satén de la capa de Basarab prendió. Se sacudió y gritó cuando las llamas envolvieron la capa; sus intentos por librarse de aquel fuego lanzaron chispas por la sala. Los vestidos colgados empezaron a arder. En cuestión de segundos, el fuego estaba devorando toda la estancia. Basarab cayó al suelo, gritando e intentando desesperadamente sofocar las llamas. Se estaba quemando vivo.

Báthory se rio. Abrió tranquilamente la puerta y dejó atrás su pasado, envuelto en llamas.

Arthur Holmwood suspiró. Sus colegas del Ayuntamiento de Londres le habían solicitado años atrás que hiciera una donación privada para reconstruir el puente de Waterloo. El granito de Cornualles se estaba deteriorando y el puente sufría varios defectos estructurales. En ese momento, Holmwood no vio provecho en financiar ese proyecto. Había rechazado la solicitud municipal, recomendando que la reparación del puente se sufragara mediante fondos públicos. Sin embargo, con una población excesivamente sometida a los impuestos y un Consejo de Fomento Metropolitano con escasos fondos, no había otra alternativa que cerrar el puente de vez en cuando para realizar reparaciones provisionales. Ése era uno de esos días. Cuando Arthur se acercó en el coche de caballos con Mina, se enfureció al enterarse de que el Lyceum Theatre estaba justo al otro lado del puente de Waterloo y que su coche, junto con otros muchos y centenares de personas, se veían obligados a desviarse de su ruta por el puente de Westminster.

Tras cruzarlo, el cochero se desvió por Victoria Embankment y volvió a virar hacia el Lyceum Theatre. Savoy Street, la calle adyacente que tenía que conducirlos a su destino final, se había convertido recientemente en una vía de sentido contrario. El coche tuvo que continuar hacia el este bajo el puente de Waterloo, pasando el King’s College para encontrar una calle lateral que los llevara en dirección norte al Strand. Lo que debería haber sido un trayecto de diez minutos desde Waterloo se convirtió en media hora de desesperada frustración. Incluso la actitud calmada de Mina se resquebrajó bajo la presión. Quincey acudiría al ensayo, y ellos llegarían tarde.

Cuando el coche de caballos corría hacia el Lyceum, un barullo distante creció hasta convertirse en un rugido. Algo estaba pasando. La calle parecía vacía y, sin embargo, tanto Mina como Arthur podían oír una conmoción cercana. Probablemente se trataba de otro embrollo, pero no les quedaba otra alternativa que seguir adelante. Holmwood una vez más golpeó con el bastón en el techo del coche. En respuesta, el cochero golpeó con las riendas los lomos de los caballos. El incremento de velocidad no hizo nada para aliviar la tensión en el rostro de Mina.

Llegaron a la esquina de Wellington Street, cuando un carruaje negro sin cochero se cruzó en su camino.

Su cochero tiró de las riendas con toda su fuerza y los sementales gritaron. Los coches colisionaron. El cochero de Holmwood salió disparado por los aires cuando el coche dio una vuelta de campana.

Dentro del coche, lo último que Arthur Holmwood recordó haber oído fue un crac. Luego oscuridad.

Los peatones de Wellington Street acarreaban agua de un lado a otro. Sonaban campanas en la distancia. Los carruajes, frenados por la multitud, trataban de abrirse paso por la calle para escapar. Gritos y ceniza negra llenaban el cielo.

Quincey pasó entre la multitud de espectadores y vio el Lyceum Theatre escupiendo humo negro. Las llamas azotaban las ventanas. Una sección del techo se derrumbó con un ruido escalofriante. El enorme incendio iluminaba el cielo nocturno de Londres con un tono demoniaco, rojo y anaranjado. Los actores y el equipo salían a rastras del humeante teatro, tosiendo y boqueando en busca de aire, con los rostros cubiertos de hollín y la ropa chamuscada. Algunos sufrían graves quemaduras y su piel enrojecida ya se despegaba como páginas de un libro. El cabello de una mujer había prendido fuego, dejando la parte superior de la cabeza calva y ampollada. El aire se había teñido con el olor nauseabundo de ceniza y carne quemada. Quincey estaba anonadado. Entonces vio la figura desgarbada de Hamilton Deane, que salía tropezando de la cortina de humo. Quincey corrió a su lado y lo agarró con fuerza.

—¡Deane! ¿Qué ha pasado?

Deane apenas podía hablar:

—Llegó una mujer, una condesa… Basarab salió del escenario con ella… luego…, llamas…, por todas partes.

—¿Basarab? —Agitó a Deane por los hombros—. ¡Escúcheme! ¿Ha escapado?

—No estoy seguro. Creo que no.

Quincey lo apartó y corrió hacia la entrada flanqueada de columnas del teatro.

Deane gritó desde detrás de él.

—¡Quincey! ¡No! ¡Es un suicidio!

El calor desgarrador del fuego mantuvo a Quincey a raya. Una mitad de sí mismo estaba desesperada por salvar a aquel hombre en el que confiaba, su amigo y mentor. La otra mitad ansiaba encontrar a aquel hombre que le había mentido y que había traicionado su confianza. De un modo u otro, Quincey tenía que salvar a Basarab, ¿de qué otra forma encontraría respuestas a todas sus preguntas? Quincey se protegió el rostro de las llamas con el abrigo, respiró hondo, subió corriendo por la escalera y saltó al interior del Lyceum Theatre en llamas.

Lo último que oyó Mina antes de caer inconsciente fue un fuerte crujido cuando Arthur Holmwood cayó encima de ella. No sabía cuánto tiempo había permanecido allí desmayada; al final consiguió salir de la oscuridad a la lucidez y lo encontró a él de pie frente a ella.

—¿Estás bien?

—Creo que he sobrevivido —dijo Mina, asombrada de que así fuera.

Holmwood le ofreció la mano. Esta vez ella la aceptó y le permitió ayudarle. Holmwood ayudó a Mina a salir por la ventana hacia el techo del coche caído. Su larga falda dificultó la maniobra.

—He oído un crujido. ¿Has roto algo?

Holmwood hizo un ademán hacia su bastón, que estaba sobre los adoquines, partido en dos. Mina buscó en la parte de atrás del coche y retiró su espada.

Un gemido del cochero captó su atención. Yacía en un bulto retorcido en medio del camino. Mina y Holmwood, aún confundidos, renquearon en su ayuda. El hombre tenía una pierna rota y el hueso le había rasgado la piel. Manaba sangre de la herida abierta.

—Hay demasiada sangre —dijo Mina—. Debe de haberse roto una arteria.

Cogió el chal que cubría la espada y lo ató con fuerza en torno a la pierna del cochero, por encima de la herida, esperando detener la hemorragia y salvar la vida de aquel pobre hombre. Cuando se fijó en que Holmwood no estaba ayudando supuso de inmediato que no iba a mancharse las manos para ayudar a un sirviente. Sin embargo, al levantar la mirada para reprenderlo, vio que había corrido a pedir auxilio y a investigar acerca del clamor que procedía de Wellington Street.

—¡Fuego! —gritó Holmwood—. ¡Parece que viene del Lyceum!

Compartieron la misma idea. El fuego no era coincidencia.

—¡Ve! —dijo Mina—. Me quedaré con tu cochero. ¡Encuentra a Quincey!

Holmwood asintió con la cabeza y dobló la esquina de Wellington Street.

Mina le apretó el torniquete al cochero. Se moría de ganas de seguir a Holmwood, pero no podía dejar a aquel hombre solo, en ese estado. Vio a gente mirando por las ventanas de un edificio cercano.

—¿Puede alguien venir a ayudar? —gritó—. Este hombre está mal herido. Necesito un médico.

La gente del edificio le dio la espalda y cerró los postigos; podían mirar el desastre, pero no querían implicarse. Mina volvió a mirar al cochero. No le quedó elección; temía por la vida de su hijo; aquello era lo más importante. Dejó al hombre moribundo y renqueó tras Arthur Holmwood.

Al pasar junto al carruaje negro y oro, la puerta de éste se abrió de repente. Todo lo que vio fue un atisbo de cabello oscuro, piel pálida, ojos negros y colmillos largos, blancos y afilados como cuchillas. Su mente apenas tuvo tiempo para procesar que era una mujer la que estaba saltando sobre ella…, y esa mujer era un vampiro.

39

A
rthur Holmwood se abrió paso entre la muchedumbre, haciendo a un lado a los desafortunados peatones. Su metro noventa y tres le permitía ver por encima de la multitud, aunque el humo dificultaba la tarea. Cuanto más avanzaba, más fuerte era la corriente de personas que lo obligaba a retroceder. Era como tratar de salir de unas arenas movedizas.

Finalmente, la multitud dejó pasar a una brigada de tres carruajes de bomberos con bombas hidráulicas. Sabiendo que la caballería abría paso a la infantería, Arthur se posicionó detrás de la brigada. Rebasó la línea de gente que pasaba cubos de agua hacia el Lyceum Theatre y, al cabo de un momento, se encontró inmerso en la multitud que se había formado al pie de la escalinata, con aspecto asombrado, como si todos estuvieran hipnotizados por las danzantes llamas naranjas.

—¡Fuera! ¡Déjenme pasar! —gritó.

Le ayudaron dos bomberos que llevaban mangueras e intentaban abrirse paso entre la multitud hacia la entrada principal. Las llamas y el calor eran tan intensos que era poco probable que quedara alguien con vida dentro. A través de las ventanas rotas del teatro, Holmwood vio que las paredes se derrumbaban. Ninguno de los bomberos iba a entrar: simplemente era demasiado peligroso. Entonces se fijó en que dos de ellos rociaban de agua los edificios que flanqueaban el teatro. Ya no se trataba de un rescate, sino de evitar que el fuego se propagara. El Lyceum estaba perdido. Ahora la estrategia consistía en impedir que el fuego se extendiera y arrasara toda la calle.

Arthur llegó al pie de la escalinata, dio unos pasos para obtener una perspectiva elevada y examinó a la muchedumbre en busca de Quincey. Con suerte, el chico no habría entrado, y si lo había hecho, quizás había tenido el buen criterio de salir a tiempo.

Vio a un hombre pequeño y con gafas cubierto de hollín y ceniza que intentaba abrirse camino entre la multitud hacia los bomberos.

—¡Quincey Harker sigue dentro! —gritó Hamilton Deane—. ¡Por favor, han de ayudarle!

A Holmwood se le cayó el alma a los pies cuando un bombero apartó a Deane.

—Si está ahí dentro, ya está muerto —dijo el hombre.

Holmwood se sintió impotente. Para un hombre de acción no había nada peor. Era el mismo sentimiento que había experimentado al ver morir a Lucy, al ver morir a Quincey P. Morris. Otra vez no. Esta vez no. No iba a quedarse mirando. Subió corriendo los escalones que llevaban al teatro, las llamas flanqueaban todo el camino.

—¡Vuelva aquí! —gritó un bombero—. ¿Está loco?

Las llamas retrocedieron un momento y Holmwood corrió adelante. El calor era tan intenso que estaba seguro de que se estaba fundiendo. Cuando estaba a punto de traspasar el umbral, la furia de una suerte de infierno lo envió hacia atrás. Era como si estuviera frente a las puertas del averno.

—¡Quincey! —gritó con absoluta desesperación.

A Quincey le quemaban los pulmones. Sentía un escozor insoportable en los ojos. Se cubrió la cara de las llamas al avanzar hacia la zona de camerinos.

—Basarab, ¿dónde está? ¿Basarab? ¡Respóndame!

Abrió la puerta de una patada. Una repentina ola de calor lo derrumbó. Las llamas salieron de la estancia y se elevaron hasta el techo. Se oyó un rugido atronador cuando el fuego consumió el oxígeno de alrededor. Quincey estaba en el vientre de la bestia; sintió que al cabo de unos instantes lo devoraría vivo. Reptando bajo el nivel del humo llegó a la puerta de al lado, apretó el cuerpo contra la pared y tocó el pomo. La piel de las puntas de sus dedos se chamuscó. Apartó la mano con fuerza, gritando de dolor. La puerta gimió, con la madera expandiéndose, agrietándose, hinchándose. Quincey se tapó la cara. La puerta se desencajó, astillándose, y las llamas salieron disparadas como una bola de fuego. Era inútil. Todo el edificio crujía a su alrededor. Estaba a punto de derrumbarse. Tenía que salir de allí si no quería morir.

Se puso en pie para salir corriendo, pero se detuvo en seco. A través de la nube de humo vio un cuerpo ardiendo atrapado bajo los escombros. El cuerpo estaba envuelto en los restos ardientes de lo que había sido una capa. Todavía tenía un sable sujeto por la mano chamuscada.

—¡Basarab!

Sin hacer caso del calor infernal, Quincey corrió hacia el cuerpo. La cara estaba quemada hasta resultar irreconocible. Si él hubiera huido, al menos habría alguna esperanza. Ahora, las respuestas que buscaba Quincey se habían perdido para siempre. Basarab estaba muerto.

¿Quién era esa condesa de la que había hablado Deane? A Quincey le había costado llorar por su padre; sin embargo, a pesar de que Basarab le había mentido, las lágrimas brotaron con facilidad. Quincey estaba perdiendo rápidamente su batalla contra Drácula. Las lágrimas se mezclaron con el humo y lo cegaron.

Momentos después oyó un horrible crujido y, sin darle tiempo a reaccionar, el techo cedió. Ni siquiera tuvo tiempo suficiente para levantar los brazos y taparse la cara cuando las pesadas vigas de madera cayeron sobre él. Sintió un dolor agudo. Una viga le golpeó en las costillas.

Estaba atrapado.

La mujer de blanco de cabello oscuro salió volando del carruaje negro y oro, con expresión de furia, los ojos negros, los colmillos brillando. Golpeó a Mina justo en el pecho y ambas cayeron sobre los adoquines.

Nadie en Wellington Street reparó en ellas: toda la atención estaba centrada en el Lyceum Theatre. Mina estaba sola. La mujer de blanco soltó un aullido de victoria cuando sus manos como garras echaron la cabeza de Mina hacia atrás, exponiendo su cuello vulnerable a los colmillos de la criatura. El vampiro estaba ahora a horcajadas sobre Mina, sujetándola con fuerza. Mina intentó zafarse, pero la mujer de blanco era fuerte.

BOOK: Drácula, el no muerto
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