Mina escuchó, sin inmutarse.
Holmwood sacó las cartas de Seward.
—Jack creía que el Destripador era un vampiro —dijo—. Estaba dispuesto a arriesgar su vida para demostrárnoslo, y el Destripador lo mató por eso. Ése es el misterio de su muerte. Olvida lo que te dicen tus ojos. Deja de lado la emoción. La lógica fría nos dice que las pruebas señalan claramente a que Drácula y Jack el Destripador son uno y el mismo.
Mina se rio.
—Oh, Arthur, siempre fuiste el más valiente de nosotros. Pero hacías bien en dejar que el que pensara fuera Van Helsing. —Apretó las cartas en el puño.
—He venido a advertirte de que tu vida puede estar en peligro y, como contrapartida, ¿te burlas de mí?
Tal vez Mina quería despistarlo para proteger a Drácula. Por lo que sabía, ella podría haberse preparado para unirse a su amante en ese mismo momento.
Como si Mina le hubiera leído los pensamientos, su sonrisa desapareció y se puso completamente seria.
—En Londres hay un vampiro, pero no es Drácula.
Holmwood volvió a cerrarse en banda. ¿Otro vampiro?
—No hay tiempo para juegos. Hay vidas en peligro.
—Me atacaron en mi propia casa. Podrían haberme matado.
—Veo que sobreviviste, y tu casa parece estar en orden. ¿Qué te hizo ese vampiro? ¿Te lanzó una copa y se fue?
Mina entrecerró los ojos.
—Yo he escuchado tus teorías. Ahora escucha la mía. ¿Has oído hablar de la condesa húngara Erzsébet Báthory?
—No, ¿debería?
—Hace trescientos años, Erzsébet Báthory violó y masacró a seiscientas cincuenta chicas campesinas y se bañó en su sangre. Creía que así preservaba su juventud. ¿Eso no describe a un vampiro en un análisis histórico frío? Y si las suposiciones de Jack son correctas, ¿no describe también los crímenes de Jack el Destripador?
—Es absurdo. Todo el mundo sabe que Jack el Destripador tenía que ser un hombre. No puedes convencerme de que una mujer es capaz de crímenes tan espantosos.
—Tus prejuicios te ciegan. Al Destripador nunca lo atraparon. ¿Por qué no podía ser una mujer?
—Una viuda negra. Qué interesante —musitó Holmwood en voz alta. Aun así, se preguntaba si Mina estaba ocultando algo—. A Jonathan lo empalaron. A no ser que a esta condesa también la llamaran la Empaladora, no veo la relación.
—Podría ser una artimaña de Báthory para que creamos que Drácula sigue vivo.
Holmwood no estaba convencido.
—Supongamos, por avanzar, que tienes razón y que hubo una tal condesa Báthory y que ella era Jack el Destripador. ¿Dónde está la conexión con nosotros? ¿Por qué desea que muramos? No tiene sentido.
Mina abrió un libro encuadernado en piel hasta la página del árbol genealógico ilustrado y se lo acercó. Pasó el dedo por el nombre de Erzsébet Báthory y recorrió la rama que la unía a Vlad Drácula III.
No veía motivos para contarle toda la verdad; confiaba en que bastara con esa información.
—Drácula y Báthory eran parientes de sangre. Eran primos.
Holmwood, aún algo confuso, pareció comprender.
—Ha venido a vengar su muerte.
Era como si el universo se hubiera ordenado. Todo tenía sentido. No importaba lo que Mina pensara de Drácula ni cuáles fueran sus sentimientos hacia él, Báthory los culparía a todos por igual por la muerte de su primo. Este hecho, unido a lo que sabía por las cartas de Seward a Basarab, lo convenció de que él y Mina iban en el mismo barco. Ya no le quedaba otra opción que confiar en ella, aunque debía ser cauteloso.
—Hemos de contactar con Van Helsing de inmediato —dijo.
—Ya lo he intentado. No ha respondido a ninguno de mis telegramas.
Holmwood estuvo a punto de decirle a Mina que Van Helsing había abordado a Quincey cuando tuvo una nueva y mareante revelación.
—¡Basarab!
El rostro de Mina se ensombreció.
—¿Qué has dicho?
Le dio las cartas y le señaló las firmas.
—Jack Seward estaba trabajando con Basarab para encontrar al Destripador.
—Si Báthory conocía a Seward y lo mató —exclamó Mina al leer la firma de la carta—, entonces ¡también tenía que conocer a Basarab!
La expresión de pánico en el rostro de Mina casi hizo que Holmwood sintiera compasión por ella. Una vez más, su sentido del honor lo llevó a la acción.
—Quincey está planeando interrogar a Basarab al respecto durante su ensayo de esta tarde, a las seis y media en el Lyceum.
Mina no pudo reprimir un grito al volverse para mirar el reloj de la repisa de la chimenea.
—Hay un tren que sale de Exeter dentro de veinte minutos. Llega a las seis y diez a la estación de Waterloo. No tenemos tiempo que perder: Quincey corre un gran peligro.
Mina subió por la escalera mientras Holmwood entraba en el vestíbulo para recoger su sombrero, su abrigo y su bastón.
Ella volvió con su bolso mientras envolvía en un chal algo que parecía una espada envainada.
—Como bien sabes, puedo librar mis propias batallas.
A Holmwood, aquel comentario le pareció indecoroso. Mina nunca había respondido al patrón que debía seguir una mujer: no se ajustaba en modo algún a lo que describiría como delicadeza femenina. Nunca hubo una mujer más condenadamente desconcertante. A saber lo que le estaba pasando por la cabeza. Creía a Mina hasta cierto punto. Sonaba convincente; sin embargo, aparte de su mano vendada, no tenía ninguna otra marca.
Si esa condesa Báthory la había atacado, ¿qué batalla se había producido realmente? La alternativa era demasiado terrible para contemplarla: podía tratarse de un plan elaborado por Drácula y por Mina para acabar con él.
Se aseguraría de no darle nunca la espalda a aquella mujer. En cualquier caso, él también quería hablar con ese tal Basarab.
Al abrir la puerta delantera, Manning trató de interceptar a Mina.
—Señora, me alegro de encontrarla. Este telegrama acaba de llegar. Más condolencias…
—Gracias, Manning —dijo Mina, que cogió el telegrama sin detenerse, lo metió en el bolso y salió por la puerta.
E
n lo más hondo del estómago de Hamilton Deane se formó una ola gaseosa que rompió en su boca como un regüeldo. Un miembro del equipo que estaba cerca arqueó una ceja.
Deane había estado experimentando malestar abdominal desde el ataque de apoplejía de Stoker, pero los constantes problemas de la producción no le habían dejado tiempo para solucionar aquel problema. Además, la tensión aumentaba sus problemas: cuanto más precaria era la situación, más le sonaban las tripas.
Deane sabía perfectamente que pisaba un terreno quebradizo. Lo cierto era que no tenía los derechos para producir Drácula. Si Stoker sucumbía a su enfermedad, Deane tendría que negociar los derechos con la agria señora Stoker. Se estremeció de sólo pensarlo. Tenía inversores a los que complacer, y debía atender multitud de otros problemas.
Basarab quería demoler el tradicional escenario de salón y cambiarlo por otro móvil, una estructura de varios niveles que pudiera transformarse en el castillo de Transilvania, en el manicomio de Whitby o en la abadía de Carfax. El maestro carpintero, harto de la situación se había despedido. Dean se había quedado solo para supervisar a los trabajadores. Con Stoker postrado en cama, la obra no tenía director, y Deane suponía que iba a tener que ocupar el lugar de Stoker. No obstante, Basarab tenía otros planes y había asumido la dirección sin consultarle siquiera. Deane estaba furioso, pero no se atrevía a enfrentarse al excéntrico rumano. No quería terminar como Stoker.
Deane estaba despeinado, cansado y hambriento, y la cabeza y el estómago le daban vueltas por la tensión. Faltaba menos de una hora para el primer ensayo y aún tenía mucho que hacer. A cada momento, alguien requería su atención. La encargada del vestuario salió del camerino de Basarab entre lágrimas, los inversores exigían actualizaciones horarias, los periodistas buscaban entrevistas y había una plaga de admiradores que se le colaban al vigilante con la esperanza de atisbar a Basarab. Trabajar en el teatro no era tan encantador como había pensado que sería asociarse con Stoker.
A las seis en punto, la mayoría del reparto ya estaba en el teatro, con media hora de antelación. No era algo inusual tratándose del primer ensayo, porque la novedad de una producción siempre resultaba muy emocionante. Los actores formaron grupos ruidosos, charlando y cotilleando mientras esperaban a ocupar su sitio en el escenario.
Entre tanto, Deane estaba tratando de mantener una conversación con el diseñador de iluminación. Apenas podía oír lo que él mismo decía, menos aún entender una palabra del diseñador escocés que estaba en la cabina situada en la parte de atrás del teatro, jugando con sus nuevos artefactos electrónicos. Estaba tratando de usar su nuevo Kliegl nº 5 para simular la luz de la luna en Transilvania, para una escena del primer acto. Deane pensaba que había demasiada claridad para una escena de pesadilla gótica y estaba tratando de convencer al diseñador de que atenuara las luces. Éste asintió; pero cuando Deane lo observó desde el centro del escenario, la luz aumentó de intensidad…, igual que su ardor de estómago.
—Más brillante no, imbécil —dijo a voz en cuello por encima de la conversación de los actores.
Todas las miradas convergieron en él. Sintió otra vez los ruidos en la boca del estómago y comprendió que a partir de entonces lo verían como el productor villano. Buscó una forma de convertir su exabrupto en un chiste gracioso, pero se lo pensó mejor. Había aprendido del incidente con Quincey Harker que el miedo era mejor que el respeto. El diseñador se apresuró a cumplir con las órdenes de Deane, pero con las prisas puso el escenario de azul por error.
—¿Azul? ¡No, no, no! ¡Más rojo! ¿Cuántas veces he de decírselo? ¡Aquí es donde el príncipe Drácula habla de sus días heroicos de la guerra!
Los actores que tenía detrás ahogaron un grito.
—¿Y qué sabe usted de la guerra, señor Deane? —preguntó una voz.
Deane estaba sorprendido. Comprendió que el grito ahogado no era el resultado del miedo de los actores a su ira, sino de la aparición de Basarab.
Todas las voces se silenciaron; todos los ojos y oídos se centraron en Basarab. El reparto y el personal al completo estaban embelesados, esperando su siguiente palabra, como los discípulos escuchando el sermón de la montaña de Jesucristo. Ciertamente, Basarab tenía una figura imponente. Iba vestido con una capa con cola de satén, negra y dorada, y blandía un sable; sostenía la pesada arma de acero con facilidad, como si fuera una prolongación de su brazo. El filo destelló bajo los focos.
Aunque Deane era el director de actores, productor y, por el momento, director de la obra, Basarab era un huésped mal recibido en escena en ese momento. Respondió con odio.
—¿Qué sé de la guerra? Obviamente no tanto como usted.
Al momento la punta del sable de Basarab en su garganta lo silenció. Por seguridad, lo actores llevaban en el escenario espadas de madera romas, pero ese sable era real: su acero afilado apretaba el cuello de Deane.
—La batalla, señor Deane, no puede recrearse en un escenario cambiando el color de las luces —dijo Basarab. Sus palabras tranquilas delataban una furia subyacente—. Un filo desnudo pendiente de tu puño, la lujuria de sangre hinchándose en tu interior al quitarle la vida al enemigo: eso es combate. La batalla es una forma de arte en sí misma. Un arte que se echa muchísimo de menos en estos tiempos modernos.
Su rabia remitió, para ser sustituida por una expresión de melancolía, y a Deane se le ocurrió que Basarab creía realmente las sandeces que escupía.
Basarab bajó el sable. Deane se llevó instintivamente las manos a la garganta, buscando sangre sin encontrarla. ¿Había tenido suerte o Basarab era realmente hábil con la espada? En cualquier caso, una cosa estaba clara: aquel actor estaba loco.
Las puertas de la platea se abrieron de golpe, con un ruido que resonó en el techo catedralicio. Todos los presentes en el auditorio se volvieron para ver quién había entrado con tanta fuerza. Deane se protegió los ojos de las luces duras del escenario para poder ver mejor al intruso. «Cómo se atreve ese hombre a interrumpir tan descaradamente mi ensayo», pensó, furioso.
Pero cuando el intruso emergió en el brillo de las luces, se dio cuenta de que no era un hombre, sino una mujer. Era llamativa. Su cabello negro azabache contrastaba con su tez violácea. Su cuerpo esbelto estaba embutido en un traje perfectamente cortado. Al final se quedó estupefacto por aquella vulgaridad: una mujer con pantalones.
La mujer aplaudió al avanzar por el pasillo, burlándose de ellos.
—Bravo, bravo. La fuerza de sus actuaciones es cada vez más poderosa.
La intrusa se tocó la punta del sombrero dirigiéndose a un grupo de jóvenes actrices, sonriendo con un sugerente pestañeo.
—Buenas tardes, mis queridas damas.
Deane había llegado al límite. Puede que hubiera sido demasiado débil para someter a Basarab, pero que lo condenaran si iba a permitir que la insolencia de esa mujer quedara impune. Se acercó a la intrusa.
—Disculpe, no sé quién demonios se cree que es, pero esto es un ensayo privado…
Con la velocidad de un relámpago, Basarab lanzó su espada para impedir que Deane avanzara más.
—Por su propia seguridad, señor Deane —susurró—, le aconsejo que no diga ni una palabra más.
Deane buscó los ojos de la mujer. Ella le lanzó una mirada lasciva que le heló la sangre. Deane se volvió hacia Basarab y vio en su semblante que hablaba con franqueza, cosa que le confundió todavía más.
Basarab se enfrentó a la mujer de rostro pétreo. Ella lo miró con absoluto desdén.
Deane sintió que había algo entre ellos, algo muy desagradable.
—Condesa, te he estado esperando —dijo Basarab.
—El viejo adagio parece cierto —dijo ella con timidez, avanzando hacia el escenario, golpeando el suelo con su bastón como si fuera una daga. Negó con la cabeza ante Basarab como si no pudiera creer lo que estaba viendo—. Parece que el tiempo cura todas las heridas.
—Algunas heridas son demasiado profundas para sanar.
Deane percibió una profunda ira en la voz de Basarab.
La mujer prorrumpió en un ataque de risa divertida.
—¿No te cansas de ese estúpido entretenimiento de jugar con las palabras?
Basarab blandió su espada.