El ojo que le quedaba examinó la representación de la Trinidad labrada en piedra encima del portal. Báthory podría haber entrado fácilmente por la puerta como cualquier otro visitante, pero ésta era la iglesia de Dios. Quería hacer una entrada que le recordara a Él su fuerza. Su mano chamuscada atravesó la pesada puerta de madera y hierro. Echándose la capucha atrás, Báthory caminó desafiantemente por la inmensa nave de la gran iglesia gótica conocida como la necrópolis real de Francia, el lugar de reposo final de todos los monarcas. Su mirada se posó en la estatua de Cristo agonizante en la cruz. Incluso el hijo de Dios era más débil que ella.
Aparecieron colores vibrantes en el cristal tintado cuando el sol se alzó para acariciar las ventanas. Báthory no hizo caso del dolor que envolvía todo su cuerpo al pasar junto a las estatuas de los últimos reyes Borbones hasta las tumbas. La sala labrada en piedra tenía losas de ónice en el suelo con nombres escritos en ellas. Luis XVI supuestamente yacía bajo la losa central a la derecha, y María Antonieta bajo la losa central a la izquierda. En el ónice negro se leía en letras doradas: «
Marie Antoinette d’Autriche, 1755-1793
». Báthory sabía que María Antonieta no estaba allí abajo. Bueno, no toda ella, al menos. Báthory centró su atención en la piedra de ónice sin marcar que había detrás de la tumba de la reina. Afiló los colmillos y atravesó la piedra con el puño ennegrecido, haciendo un agujero lo bastante grande para pasar el brazo. Su mano retorcida buscó debajo del suelo y sacó una caja de marfil con una cruz. Báthory sintió que se agolpaban lágrimas de sangre en su único ojo, haciendo que subiera vapor de la carne que aún estaba caliente por el fuego. La caja en sí era un regalo de alguien a quien Báthory había amado. Drácula había calificado a Báthory de monstruo incapaz de amar. ¡Qué sabía él! En realidad, ella lo hacía tan profundamente que había estado dispuesta a quemar el mundo en venganza cuando perdió lo que amaba. La caja contenía lo que Báthory había considerado en tiempos su mayor posesión. La última vez que había estado en esa iglesia, había levantado la piedra de ónice y había colocado cuidadosamente la caja debajo de ella. Era su regalo a su amada, un signo de que su muerte había sido vengada. También era una promesa de que el mundo entero —y el propio Dios— pagarían por lo que habían hecho.
Sin hacer caso del dolor de sus dedos, Báthory abrió la tapa de la caja de marfil. El secreto interior captó su reflejo de las velas de la cripta. Báthory pasó con cautela los dedos por el objeto: un
kukri
teñido de sangre seca. Era el mismo cuchillo que había clavado hasta la empuñadura en el pecho de Drácula veinticinco años antes. Para sellar la promesa que entonces se hizo a sí misma, Báthory lamió la sangre seca de la hoja aún afilada. Era sangre de Drácula, y era deliciosa. Ese cuchillo asestaría el golpe final a su enemigo.
Báthory volvió a guardar la caja de marfil. Meditó sobre el error de su último encuentro con Drácula. Había errado el cálculo con él y había juzgado mal a Mina. No volvería a cometer ese error. Estaba claro que Mina Harker llevaba la sangre de Drácula en sus venas, así como la suya. Báthory se sonrió, sin que esta vez le importara el dolor en la cara chamuscada. Ella también había bebido de Drácula. Lo clavaría en la pared con el
kukri
y le haría contemplar cómo decapitaba a Mina. Antes de que Drácula muriera, vería que Báthory se bañaba en la sangre de Mina.
Báthory ya no disponía del lujo inmortal del tiempo. Si quería tener éxito tenía que moverse deprisa. Drácula todavía estaba débil, pero ella sentía que trataría de persuadir a Mina de unirse a las filas de los no muertos. Para atrapar sus presas, Báthory necesitaba alcanzarlos antes de que eso ocurriera. Necesitaba golpear y golpear deprisa.
Se dirigió a la salida. Había otro mortal que llevaba sangre de Drácula: Quincey Harker. El hijo de Mina también tenía que morir. Sin Mina ni Drácula para protegerlo, el chico no sería más que un mosquito esperando a ser aplastado. Cuando hubieran desaparecido no quedaría nadie para retarla. El mundo de Dios sería su juguete.
—
Que faites-vous?
—dijo una voz de hombre.
Ella se volvió y vio a un monje joven que sostenía una linterna. Apareció una expresión de horror en su rostro al contemplar lo que quedaba de Báthory. Ella pudo oler el miedo en la sangre del monje desde el otro lado de la nave cuando éste gritó:
—
C’est le Diable!
La llamó diablo. Báthory sonrió. No tanto. Aunque admiraba a Lucifer por haber tenido el valor de romper con el Cielo, había fracasado. Ella prometió que nunca sería derrotada.
Bathory se acercó. El monje levantó su cruz y gritó:
—
Sanctuaire
.
¡Qué imbécil! No había santuario para la condesa Erzsébet Báthory. Ella se le acercó.
—
Antichriste
.
Los colmillos de Báthory se hundieron en la garganta del monje, silenciando su grito. Después de probar el
bouquet
de la sangre de Drácula, la del monje era como vino de altar barato. No importaba. Saciaría su sed hasta que regresara a Inglaterra.
Después de secar el cuerpo del monje lo lanzó a través de la nave. El cadáver golpeó en las filas de velas votivas. Báthory puso la capucha de terciopelo sobre su cabeza calva y ennegrecida para protegerla del sol, salió de la iglesia y avanzó rápidamente por las calles de París. Había muy poca gente paseando a esa hora temprana, y aquellos que la vieran no distinguirían más que una sombra que pasaba. Antes de que los rayos directos del sol llenaran el cielo, Báthory volvería a Inglaterra. Sus pies ya se habían separado del suelo. Alzándose sobre el manto de nubes, vio desaparecer la tierra al sobrevolar el canal de la Mancha. Al cabo de unos segundos estaría a salvo en su carruaje negro. Mientras dormía, sanaría un poco más. Mientras soñaba, sus yeguas galoparían por la campiña inglesa ruinosa Whitby. Allí, en una abadía arruinada, su obsesión llegaría a su cenit. Qué perfecto. El guerrero de Dios moriría en una catedral en ruinas. Sería el fin de Drácula y su linaje. Ella recogería la chispa que Satán había usado en su intento de quemar el Cielo, la llevaría a la Tierra y encendería la llama que consumiría el mundo.
A
l pasar junto a la antigua casa de verano de los Westenra, Mina frenó el coche para echar una mirada al pasado. Casi esperaba ver a Lucy salir corriendo para recibirla en la puerta.
Recordaba el día que había conocido a Lucy, cuando eran adolescentes. Los padres de Mina eran dueños de una de las dos tiendas de Whitby, y Mina estaba obligada a trabajar en el negocio familiar después de la escuela y durante todo el verano para ayudar a su familia a llegar a fin de mes. Nunca había conocido las ventajas de una infancia normal. Lucy era la chica rica de la colina, pero también ella se sentía aislada, aunque no por falta de amigos. Poseía una curiosidad insaciable y quería experimentar todo lo que la vida podía ofrecerle. Una cálida mañana de verano, se había escabullido de su casa y había ido sola al pueblo para investigar cómo vivía lo que su madre llamaba la gente «común». Su aventura la había llevado, con un puñado de monedas, a la tienda de los padres de Mina, con la intención de comprarse unos caramelos. Mina al principio supuso que era la pena por la triste y solitaria chica «común» lo que había hecho que Lucy le ofreciera su amistad; pero el corazón de Lucy resultó ser más amable que eso.
El automóvil siguió acelerando y la atención de Mina vagó hasta el acantilado que se alzaba sobre el pueblo. Encima de aquellas rocas traicioneras se hallaba su destino: la abadía de Carfax. Mina vio el banco de piedra al borde del acantilado, donde había encontrado a Lucy caminando dormida con lo que había pensado que eran dos marcas de alfiler en el cuello, marcas que Mina creía que le había dejado al intentar sujetarle la capa a Lucy. Fue la terrible noche en que el Demeter se había estrellado contra la costa y Drácula había entrado en sus vidas.
El sonido de un trueno distante interrumpió el recuerdo de Mina. Se estaban acercando nubes oscuras desde el sur. El mar se había embravecido. Se avecinaba una tormenta. Mina necesitaba llegar a la cima del acantilado antes de que el río creciera e inundara la carretera. El coche pasó junto a los ciento noventa y nueve escalones que llevaban a la cima del acantilado. De niñas, a Mina y Lucy les gustaba subir corriendo. Lucy normalmente se enganchaba las enaguas, pero ganaba de todos modos. En el asiento de piedra de la cima, Lucy le había hablado de sus tres pretendientes. Mina pensó en Quincey Morris y en el doctor Jack Seward. Que Dios diera reposo a sus almas.
El automóvil pasó junto a un hotel que había sido la majestuosa casa de verano de Holmwood. Mina enfiló el puente de madera que pasaba sobre el ahora agitado río Esk cuando la lluvia empezaba a caer. Pensó otra vez en esa primera noche en que Drácula había llegado a Whitby, y las imágenes empezaron a destellar en su mente. Se había encontrado con Lucy después de quedar atrapado en el
Demeter
sin alimento. Los marineros habían muerto víctimas de una epidemia, lo que hacía que su sangre estuviera demasiado envenenada para que la bebiera Drácula. Ni siquiera podía alimentarse de las ratas, porque ellas también transmitían la epidemia. Un hombre muerto de hambre podía haber sido glotón después de ayunar tanto tiempo, y Drácula podría haber secado a Lucy hasta la muerte. Sin embargo, a pesar de su hambre, sólo había consumido lo suficiente para su sustento y la había dejado en el banco de piedra para que Mina la encontrara. A su manera, Drácula había sido compasivo.
Sonó un crujido. El puente podrido protestó con el peso del automóvil. Mina consideró dar marcha atrás. El puente cedió aún más y empezó a oscilar. Las nubes de tormenta no habían oscurecido por completo el sol, lo cual significaba que Mina no podía abandonar el coche y dejar a Drácula indefenso. El puente no iba a aguantar demasiado, Mina tenía que decidirse rápidamente. Estaba a punto de poner la marcha atrás, cuando Drácula estiró la mano desde debajo de la manta y aplastó el pie de ella en el pedal. El coche salió disparado hacia delante a máxima velocidad. El automóvil recorrió atronando los últimos metros justo antes de que el soporte cediera. La rueda de atrás apenas había cruzado cuando el puente cayó al río. Drácula volvió a meter la mano bajo la protección de la manta.
El automóvil rugió por la empinada pendiente de Green Lane hasta que las ruedas empezaron a girar en falso en el camino embarrado por la lluvia. Finalmente, al llegar al cruce del camino, Mina frenó y giró por Abbey Lane. La familiar visión de lo que había sido el manicomio del doctor Seward captó su atención. Pobre Jack; había sido el alma más bondadosa.
Se acercaban a los terrenos de la abadía y allí se fijó en que los árboles simplemente habían desaparecido; como si la tierra estuviera demasiado maldita para sustentar vida alguna. El cielo estaba cubierto de nubes de tormenta. Mina siguió conduciendo y de repente allí estaba: su destino. La abadía de Carfax se alzaba en ruinas, acechando los acantilados por encima del pueblo dormido de Whitby. Sus torres góticas arañaban el cielo y sus ventanas como de catedral, sin cristales desde hacía mucho tiempo, mantenían una silenciosa y solemne vigilancia sobre el cementerio vecino sumido en la niebla. La última vez que Mina había puesto los pies en la abadía fue la noche en que había acudido a despedir a su príncipe oscuro, veinticinco años atrás. Ahora estaba allí para volver a hacerlo.
El plan de Mina se reprodujo en su mente. Dejaría atrás a Drácula para que se enfrentara a la ira de Báthory, ganando tiempo mientras enviaba clandestinamente a Quincey a la seguridad del Nuevo Mundo. Mina comprendió que Drácula no lo rechazaría, pero que abandonarlo a luchar solo significaría su muerte. Se estremeció. ¿Podía ser tan fría y calculadora? Sabía que podía hacerlo por el bien de Quincey.
Mina detuvo el vehículo ante la puerta occidental.
—Hemos llegado —dijo, con el motor tosiendo en el silencio—. El sol se ha puesto.
Drácula se levantó en el asiento y abrió la puerta. Salió del coche y se estiró, dejando que la manta gastada cayera de sus anchos hombros al suelo. Echó la cabeza hacia atrás bajo la lluvia, con los ojos cerrados. Respiró profundamente para que la noche lo llenara. Estallaron relámpagos en el cielo que iluminaron el rostro de Drácula. No mostró signos de haber estado herido, aunque había perdido mucha sangre. Tenía la apariencia que Mina siempre había recordado: majestuoso y adusto. Era como si regresar a Carfax, de algún modo, lo hubiera rejuvenecido.
Un aullido solitario —¿un perro o un lobo?— sonó en la distancia, flotando sobre el viento y Drácula se volvió hacia el sonido. Mina no pudo discernir por su expresión pétrea si se trataba de un grito de bienvenida o de una advertencia.
La lluvia martilleaba en el suelo cuando Drácula se acercó a Mina. El momento de la temida decisión había llegado. Cogió la mano de Drácula y corrieron bajo la lluvia hacia el refugio de la abadía.
El carruaje negro de Báthory marchaba hacia el norte. La condesa se asomó para comprobar que la oscuridad cubría ya el terreno. La lluvia batía al ritmo atronador de los cascos de sus yeguas. Había dormido durante horas. El vuelo de ida y vuelta a Francia en la noche ventosa le había exigido un gran esfuerzo. Báthory contempló su rostro destrozado en el espejo. La sangre del monje había restaurado su fuerza, pero no había ni comenzado a sanar sus heridas. Mejor, pensó. Sus fantasmales heridas le darían a Drácula una sensación de falsa superioridad. En la batalla inminente, ella lo usaría para sacar ventaja. Oh, ¡cómo disfrutaba del juego!
Báthory rio socarronamente. Drácula siempre había sido un engreído. La noche anterior ella había demostrado lo que siempre había creído cierto. Drácula era y siempre sería más débil que ella. Al limitarse a secar parcialmente a Lucy Westenra, había dejado un testigo vivo y había quedado expuesto a la banda de «héroes». Había aprendido una lección casi fatal. Ahora él apenas se permitía alimentarse jugosamente con sangre humana. Ésa era su gran debilidad: no aceptaba lo que realmente era. Drácula era un vampiro; sin embargo, seguía considerándose humano. Tenía casi quinientos años, y aún no había aprendido a aceptar, sin culpa, los poderes de un no muerto.
El carruaje avanzaba a gran velocidad a lo largo de la costa, y Báthory soñaba con un tiempo en que su hegemonía sería incontestable. Estaba cerca: lo sentía.