Drácula, el no muerto (43 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Cotford estaba a punto de volverse para continuar la lucha cuando vio con el rabillo del ojo que la cola letal se precipitaba hacia él.

Su último pensamiento fue para recordar la advertencia de Van Helsing: «Lo que no ve, lo matará».

Mina bajó corriendo las escaleras hasta el andén. Los pasajeros que esperaban se dispersaron cuando ella se les acercó. Mina se miró las manos, cubiertas con la sangre de Cotford. Tenía el vestido manchado con la sangre de la mujer de blanco. Cuando sonó el silbato, corrió hasta el último vagón del tren que acababa de llegar. Estaba a punto de entrar cuando oyó un extraño sonido, como un niño botando una pelota.

Se volvió y vio la cabeza cercenada de Cotford rebotando por los escalones. El cráneo golpeó el andén con un espeluznante crujido y siguió rodando. Esperaba que la expresión final del policía fuera de abyecto terror. En cambio, el rostro del inspector se había congelado en una calma serena. Aparecía más pacífico en la muerte de lo que lo había visto jamás en vida.

Un rugido espantoso agitó a Mina hasta el tuétano. Oyó el sonido de ladrillos aplastados. La sombra de una bestia alada avanzaba por las escaleras.

Sonó el segundo silbato. Mina estaba cansada de correr. Quería que empezara la batalla, pero sabía que cuanto más se prolongara la caza, más tiempo daría a Quincey, a Arthur y a Van Helsing. Las últimas puertas del vagón metálico se cerraron delante de ella. Mina estiró el brazo y con todas sus fuerzas volvió a abrirlas y entró en el tren, que empezaba a moverse.

El doctor Max Windshoeffel y su esposa decidieron no subir al convoy después de ver a la mujer cubierta de sangre y la cabeza cercenada que había rodado hasta el andén. Esperarían al último tren, para que los sacara del Strand y los llevara a Finsbury Park. Max apartó a su mujer de la siniestra visión de la cabeza cortada, preguntándose si debería alertar a la Policía. Como médico, era su responsabilidad cívica. Un horrendo sonido de ladrillos que se rompían, seguido por un chillido ensordecedor, interrumpió sus pensamientos.

Una criatura con alas como de dragón apareció de repente, volando desde la escalera. Tanto él como su mujer estaban demasiado aterrorizados para gritar. La cola del engendro, azotando tras él, iba cortando las baldosas verdes y blancas de la estación como si fueran de papel. El demonio descendió entonces al túnel como si quisiera perseguir al tren. Max Windshoeffel se había decidido: no iba a contarle a nadie lo que había visto.

—¡Salgan! —ordenó Mina a los escasos pasajeros del vagón.

Aplastó el asiento que tenía delante y fabricó una afilada estaca de madera. Aquello, su ensangrentado aspecto y el truculento sonido que ahora resonaba en el túnel hicieron que los otros pasajeros pasaran rápidamente al vagón contiguo.

Mina miró por la puerta posterior y vio la gárgola que la perseguía. De repente tuvo una sensación que sólo había sentido en sueños en los últimos veinticinco años. Mina podía sentir la presencia de Drácula, que se acercaba. «Es él. ¡Ha venido a por mí!», se dijo.

En el túnel, las alas de la gárgola derrumbaron una sección de la pared cilíndrica, dejando una estela de ladrillos astillados y una gran nube de polvo. La mano de Mina se aferró a la estaca de madera.

—Eso es. Sigue adelante. El tiempo ya no está de tu lado.

Sopló una brusca ráfaga de viento cuando una zarpa con garra impactó en la puerta de atrás del vagón. La pesada puerta metálica cayó al suelo del tren. Mina esperaba ver la espantosa gárgola en el umbral, observándola, pero para su sorpresa, cuando levantó la mirada, sólo vio la brillante bruma roja entrando como un torrente en el vagón. La bruma se acumuló en el suelo y en la niebla de color sangre arremolinada empezó a formarse una figura humana.

En la mente de Mina se colaron pensamientos de Drácula. Que Dios la ayudara. ¿Y si era él? La idea de ver su rostro después de todos estos años la excitó, a pesar de las cosas terribles que pudiera haber hecho esa noche. No pudo evitarlo.

Cuando la niebla se disipó, apareció una figura alta, vestida de negro. La imagen dejó a Mina sin aliento.

—Príncipe Drácula —susurró.

—Lamento decepcionarte —se burló Báthory.

El amor que había aparecido en el interior de Mina se transformó inmediatamente en odio. Cuando la condesa avanzó hacia ella, Mina se fijó en que Cotford había clavado la katana de Jonathan en la pierna de Báthory, pero su filo no parecía frenarla.

—No me volverás a violar, condesa —dijo Mina, sosteniendo la estaca ante ella—. Esta vez estoy preparada para ti.

Báthory rio.

—La sangre de Drácula puede garantizarte un poco de fuerza, pero no creas que eres rival para mí. Soy la reina de mi especie.

—Eres una asesina sádica y retorcida —susurró Mina—. Por Dios que libraré al mundo de tu mal o moriré luchando.

—Oh, morirás, dulzura mía. Morirás sabiendo que tu hijo y todos tus amigos también perecerán esta noche. Te prometo que sus muertes serán brutales y despiadadas…, como la tuya.

La mención de su hijo enfureció a Mina. Nunca permitiría que ese monstruo le hiciera daño a Quincey. Usaría la estaca de madera para borrar la expresión de burla de su deleznable rostro. Mina se abalanzó dando un grito de guerra como el que había oído entonar a Quincey P. Morris tantos años atrás.

Báthory gruñó de placer cuando Mina echó atrás el brazo e inclinó la estaca de madera hacia su corazón, luego simplemente estiró el brazo y agarró la estaca en el aire. Tiró de ella con su increíble fuerza. Mina cayó de rodillas justo ante sus garras. La agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás, estirando su cuello de alabastro. Entonces Báthory sacó un arma. Mina la reconoció: ese escalpelo de amputaciones era el arma preferida de Jack el Destripador. Sus ojos se abrieron con un nuevo terror al tratar de liberarse de la presa férrea de Báthory, pero cuanto más se debatía Mina, más se excitaba Báthory. La condesa, consumida por una diabólica pasión, levantó el filo para cortar el cuello de Mina, saboreando cada segundo del crimen inminente.

A pesar de su nueva fuerza, Mina no era rival para Báthory. Casi trescientos años de beber sangre humana habían hecho a la condesa casi invencible. Mina no podría proteger a Quincey. Lo único que le quedaba era rezar.

Báthory, con el escalpelo listo para atacar, se inclinó para lamer la oreja de Mina y susurrarle dulcemente:

—Es hora de que conozcas al Destripador.

49

V
an Helsing se abalanzó sobre ellos y aplastó a Quincey y a Arthur Holmwood contra la pared. Estaba tan cerca de sus caras que podía verse reflejado en sus ojos y le encantó que el viejo mito de que los vampiros no tienen reflejo no fuera cierto. También se dio cuenta de que estaban paralizados por el horror: su expresión salvaje, sus ojos negros y sus colmillos afilados eran bien distintos a los del hombre débil al que habían conocido.

Cuando bebió la sangre de Drácula no tenía ni idea de lo fortalecedora que sería. Ya no era tembloroso y frágil, ahora Van Helsing tenía la fuerza de un guerrero poderoso. Se sentía joven. Se sentía completo. Había renacido.

Quincey se recuperó antes que Holmwood, pero Van Helsing no le dio tiempo a resistirse, simplemente levantó al muchacho y lo lanzó volando como si fuera una almohada de plumas. Quincey aterrizó contra el armario de roble y rompió el espejo.

Van Helsing rio al ver la expresión de consternación en el rostro de Holmwood.

—Fui yo quien contó nuestra historia a Bram Stoker. Mi primer intento débil de inmortalidad…

—¿Fue usted quien traicionó nuestro juramento?

Van Helsing negó con la cabeza. Holmwood sólo podía ver las cosas en blanco o negro. Era como un perro amaestrado. Lo agarró por las solapas y lo arrojó como si tal cosa por la habitación hacia la
chaise longue
de terciopelo verde.

Ahora tenía la plena atención de Arthur Holmwood.

—Se le concedieron ojos, pero no ve. Pedir a Stoker que escribiera mi biografía no fue una traición —explicó Van Helsing—. A través de él, pretendía transmitir toda la sabiduría que había obtenido. Mi biografía tenía que ser una advertencia a futuras generaciones, una guía para combatir a las criaturas sobrenaturales con las que había luchado toda mi vida. En cambio, Stoker escribió una extravagante pantomima de la verdad.

Van Helsing sintió el movimiento de Quincey a su lado y se volvió para ver al chico mirando la mesa llena de armas que se hallaba al otro lado de la habitación. En ese mismo momento tuvo la suave sensación de que una silla era aplastada en su espalda. Apenas lo notó, salvo por las astillas de madera que cayeron ruidosamente a su alrededor. Van Helsing volvió a centrar su atención en el sorprendido Arthur Holmwood, que aún agarraba los trozos rotos de dos patas de la silla. Sintió que Quincey se movía por la habitación hacia las armas. «Dos pájaros de un tiro.» Van Helsing agarró a Holmwood y lo lanzó contra Quincey; los dos hombres estaban sin aliento y, con un poco de suerte, sin capacidad de luchar. Estaba empezando a disfrutarlo. Esperaba que después de esa dolorosa demostración tal vez Arthur atendiera a razones. En cambio, aquel viejo testarudo metió la mano en el bolsillo y blandió una cruz de oro.

—Todos los días en los últimos veinticinco años he lamentado no haberme unido a Lucy en la inmortalidad —soltó Holmwood. Avanzó hacia Van Helsing, con la cruz en alto—. Usted me detuvo. Usted me forzó a destruirla. Usted me hizo clavar la estaca en su corazón para acabar con su «existencia maligna», tal como la llamó.

—Lucy, Lucy, siempre Lucy —respondió Van Helsing.

Estiró el brazo y arrebató la cruz de las manos de Holmwood. «Es hora de enseñarle una lección a este insensato», se dijo. Aquella cruz no le causaba ningún daño. Al unirse a las filas de los no muertos, uno no necesariamente se aliaba con el diablo.

Arthur se quedó paralizado por la confusión.

—¿Por qué?

—¿Por qué la cruz no tiene ningún efecto sobre mí? Por la misma razón que la cruz no tenía efecto sobre el príncipe Drácula. Sólo una criatura que teme a Dios temerá sus símbolos. Tu Lucy temía a Dios. —Con un rugido Van Helsing arrebató la cruz a Holmwood y la lanzó al otro lado de la habitación—. Si Drácula hubiera acudido a usted en el momento de su muerte, Arthur, ¿qué decisión habría tomado?

Sin tomarse un momento para responder, Arthur se lanzó a por las armas de la mesa.

Van Helsing pensó que aquel hombre era un estúpido y saltó para bloquearle el paso.

—No ha de ser así. Pueden venir conmigo. —Se volvió para mirar a Quincey—. Los dos.

—¡Nunca! —gritó Quincey, que estaba furioso.

Se lanzó sobre Van Helsing. Holmwood trató de coger el puñal de la mesa, pero el profesor lo tiró al suelo, se volvió para coger a Quincey y lo retorció como un trapo.

—Enfrentarte a la muerte en el fragor de la batalla es muy diferente que esperar que repte hacia ti cuando eres un anciano —dijo Van Helsing. Echó hacia atrás la cabeza de Quincey, exponiendo su cuello—. Traté de avisarte, muchacho.

Van Helsing no quería hacer daño al muchacho al que había tenido en sus rodillas cuando era un niño. Arthur estaba demasiado cegado por un cuarto de siglo de rabia para ver la razón. Pero esperaba convencer a Quincey de que se uniera a él. Le había prometido al príncipe Drácula no hacer daño al chico, sólo debilitarlo para poder llevarlo fácilmente con su madre. Se lamió los colmillos anticipando el sabor de la primera sangre que degustaría por su propia mano.

—¡Hipócrita! —gritó Arthur Holmwood.

Van Helsing oyó un bang y sintió un dolor agudo en la espalda.

El arma de Holmwood disparó una segunda bala que atravesó el hombro de Van Helsing y le produjo un rasguño a Quincey en el brazo. El muchacho gritó de dolor y Van Helsing lo dejó resbalar al suelo cuando una tercera bala impactó en su cuerpo.

—¡Era amigo nuestro! —dijo Holmwood.

—Aún puedo serlo —replicó Van Helsing—. Y Drácula también. No es demasiado tarde.

—No traicionaré mi fe.

¿Fe? ¿Qué sabía Arthur Holmwood de la fe? No encontró la fe hasta que Van Helsing le abrió los ojos al mal que habitaba en el mundo. Bueno, si Arthur era tan devoto, entonces seguramente sabía que Dios era el creador de los vampiros. Y Dios daba a los no muertos el mismo libre albedrío que al hombre: la elección de elegir el camino del bien o el del mal. Con increíble velocidad se movió para desarmar a Holmwood. Quizá sin una pistola en la mano, Arthur lo escucharía. Pero, para sorpresa del anciano, Arthur no soltó el arma. Sonaron dos disparos. El cuerpo de Arthur Holmwood tembló. Una expresión de desconcierto apareció en sus pálidos ojos azules. Ambos hombres bajaron la mirada para ver la sangre que manaba de su pecho.

Con gran tristeza, Van Helsing susurró:

—Sólo ahora, al final, entiende el temor a la muerte.

—¿Arthur? —gritó Quincey.

Al principio parecía que estaba asintiendo, pero entonces puso los ojos en blanco y cayó al suelo.

—¡No! —gritó Quincey.

Cargó contra el profesor, pero Van Helsing simplemente lo agarró por la garganta y lo empujó contra el escritorio. Echó la cabeza del muchacho hacia atrás una vez más, exponiendo su cuello, y abrió anormalmente la boca al levantar los labios para revelar sus colmillos. A continuación se inclinó hacia la garganta de Quincey.

50

F
rancis Aytown no era un hombre afortunado. Nunca estaba en el lugar preciso en el momento adecuado. Como fotógrafo, había trabajado junto al muy loado John J. Thomson, quien documentó la vida callejera de Londres en gloriosas instantáneas. Thomson había ido a hacer lo mismo en China, pero Aytown no había querido viajar tan lejos. Thomson fue solo, y se convirtió en fotógrafo del emperador chino y después de la familia real británica. Qué diferente habría sido la vida de Aytown si hubiera aprovechado aquella oportunidad.

Esa tarde se había convertido en un recordatorio de su locura. Ahora se ganaba la vida sacando fotos a los turistas a un chelín por retrato, sobre todo a los que salían de los teatros del West End. Había estado trabajando a las puertas del Globe y del Olympic y no se había enterado del incendio en el Lyceum hasta que el teatro había quedado reducido a una pila ardiente. Qué suma habría pagado el
Daily Telegraph
o el
Times
por una imagen del teatro en llamas.

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