Read Drácula, el no muerto Online

Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

Drácula, el no muerto (51 page)

BOOK: Drácula, el no muerto
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Drácula levantó su espada, dispuesto a decapitar a Báthory de un solo golpe. Siempre bondadoso, mostraría la misericordia de una muerte sin dolor.

En el último instante, Báthory puso su plan en acción. Antes de que el acero de Drácula le rebanara el cuello, la condesa usó la ventaja de su velocidad. En un rápido movimiento, dobló las rodillas y echó la espalda hacia atrás. El filo de la espada de Drácula pasó a un milímetro de su nariz y, al no encontrar el objetivo, el impulso y el peso de Drácula lo propulsaron hacia delante. Báthory se movió tan deprisa que ningún ojo humano podría haber sido capaz de detectarla; atrapó la espada de Drácula en la empuñadura de su arma y la clavó en la tierra húmeda que había detrás de las escaleras de piedra. Báthory pivotó, retorciendo la espada y exponiendo el pecho de Drácula. Buscó en su capa el
kukri
. Lo tenía.

Báthory clavó el filo curvo del cuchillo en el cuerpo de Drácula, lo hundió y cortó hacia arriba desde el abdomen hasta el pecho de su enemigo. Drácula gritó y cayó hacia atrás, salpicando de sangre a su enemiga. Tuvo que poner las dos manos en la herida para contener la marea roja.

Báthory soltó su espada y levantó el filo curvo, mostrándoselo a Drácula.

—¿Recuerdas esto?

El relámpago de horror que destelló en los ojos de Drácula era toda la respuesta que necesitaba.

—Tu hora ha llegado. Nuestra batalla ha terminado, y yo he salido victoriosa. Por fin gobernaré el mundo como el ser superior que soy. El hombre caerá a mis pies, rogando ayuda a Dios. E igual que Dios me dio la espalda en mi momento de necesidad, dará la espalda al hombre. Dios me arrebató todo lo que he amado, incluidos mis hijos. Las leyes de Dios pusieron a mi familia contra mí. Las leyes de Dios hicieron que mi marido me torturara. Las leyes de Dios hicieron que mi propia gente me rechazara. Pues bien, escupo sobre Dios y sus leyes. Y escupo sobre ti, paladín de Dios. Acudiste en mi ayuda, sí, pero cuando no pude cambiar lo que era y busqué mi justa venganza, trataste de matarme. ¿No merecía yo la venganza? Ahora la tengo. Dios no tiene un lugar en el mundo que crearé.

La hoja del
kukri
de Quincey P. Morris era simple metal, pero los recuerdos conectados con el arma eran poderosos. Báthory la giró. Drácula pudo ver la misma arma que ella había usado en Transilvania. La contempló embelesado. Una vez más, Drácula había menospreciado la astucia de su oponente.

—Esta vez el cuchillo del tejano terminará el trabajo —ronroneó Báthory.

Drácula retrocedió, taponándose la herida. No era sólo el miedo de Báthory lo que lo impulsó atrás. Había algo más. Sus ojos estaban mirando más allá de Báthory, a algo que tenía detrás.

Ella se volvió. El alba se estaba acercando. Se les estaba acabando el tiempo a los dos.

Un grito agudo desgarró los tímpanos de Báthory. Cuando se volvió de nuevo se encontró con su enemigo corriendo hacia ella. Su hombro le golpeó de lleno en el pecho, con lo que la arrojó otra vez contra los escalones de piedra. Drácula cogió la espada que había soltado Báthory, se lanzó en el aire sobre la cabeza de ésta; la sangre de su herida la salpicó al pasarle por encima. Los tacones de las botas de Drácula se impulsaron en la escalera por encima de ella y descargó su espada en un intento de partirle la cabeza en dos.

«¿No ha aprendido nada?» Báthory apartó la cabeza y el filo de Drácula se incrustó en el escalón de piedra. El acero se resquebrajó al golpear en la piedra, pues el sinfín de golpes del combate había debilitado la hoja. Báthory se lanzó a por la espada de Drácula, aún enterrada en la tierra, y él arrancó el arma de Báthory de la piedra en el mismo momento. Habían intercambiado las armas. Báthory levantó la espada ante sí y se volvió para correr hacia Drácula, sabiendo que la victoria estaba al alcance de su mano.

Los ojos de Drácula se habían convertido en los de un reptil, su piel era verde ceniciento, sus orejas puntiagudas. Abrió la boca, llena hasta desbordarse con los sangrientos colmillos que sobresalían en un hocico espantoso. Era la forma que adoptaba su rostro cuando quería infundir miedo en sus enemigos mortales y cuando estaba en peligro. Pero no tendría efecto en Báthory. No quedaba nada mortal en ella.

Báthory golpeó a la criatura, impulsando a Drácula hacia atrás con la ferocidad y la velocidad de su ataque. A medida que lo conducía hasta la cima, la ladera del acantilado iba exponiendo más su espalda al sol, que ya estaba saliendo. Sus rayos alcanzarían primero a Drácula. Báthory pretendía mantenerse a su sombra, protegiéndose del fuego del sol. Esa noche, ella se alzaría y ese fanático de Dios caería.

Sintió que Drácula se debilitaba más y más con cada golpe de su espada. Estaba retrocediendo, subiendo los escalones, perdiendo mucha sangre por la herida que ella le había infligido. El sol empezó a darle en la espalda. La espada de Báthory golpeó su hoja, una y otra vez, cada vez más deprisa. Sólo unos pocos golpes más y lo dejaría indefenso: entonces le atravesaría el corazón.

Mina se tambaleó por los serpenteantes pasillos de la abadía en penumbra. A pesar de la oscuridad, ella podía ver con claridad. Ya no era una criatura de la luz, se había convertido en un depredador nocturno.

Su cuerpo era un torbellino de agitación. Notaba alternativamente ataques de hambre y arcadas de náusea. Cayó contra la fría pared, mareada de repente e incapaz de sostenerse en pie. Sintió un tirón en el pecho y vomitó sangre. ¿Su cuerpo estaba rechazando la sangre de las ratas? Quizá, como nuevo vampiro, necesitaba la sangre de los humanos.

La envolvía el fragor de la tormenta, pero había también otro sonido. Estaba alejado en la distancia, pero Mina podía oírlo con claridad. Lo reconoció como el sonido de la lluvia y el viento en la madera. ¡La puerta exterior! Tenía que ser eso. Corrió, guiada por el nuevo sonido, abriéndose paso a través de los pasillos. Podía oler la humedad, el humo de las velas distantes, incluso las ratas en descomposición que había dejado atrás. Podía oler a Quincey. Su hijo había llegado desde allí. Al final comprendió lo que Drácula había querido decir al afirmar que los vampiros existían en un plano superior al de los mortales. Aunque estaba débil y frágil, era mucho más que un ser humano. Sin embargo, su temor por la vida de Quincey era todavía demasiado humano.

Guiada por el olor y el sonido, encontró las grandes puertas de madera en la fachada delantera de la abadía. Las abrió de golpe y quedó sobrecogida con un miedo y un dolor tan fuertes que se vio obligada a retroceder en las sombras. El sol. Se estaba alzando en el cielo. Sus instintos le decían que retrocediera a la oscuridad y se escondiera de la luz, pero tenía que salvar a Quincey, cosa que la obligó a salir otra vez. Los rayos de sol eran como un millón de agujas que le pinchaban la piel. Era doloroso, pero soportable.

Mina corrió a ciegas por el campo hasta que sus pupilas finalmente se adaptaron. Volvía a notarse débil, volvió a tener náuseas. Se tambaleó y cayó al suelo. Cuando levantó la mirada vio a Quincey de pie en medio de las tumbas y oyó lo que sonaba como un redoble de espadas. La luz le quemaba y la obligaba a entrecerrar los ojos. Miró adonde Quincey estaba mirando.

Dos siluetas se perfilaban en la luz. Estaban combatiendo en los escalones de piedra, cruzando sus espadas. Mina sabía que eran Drácula y Báthory. Podía sentir que Quincey estaba meditando cuál debía ser su siguiente paso, si intervenir o no. Ella se puso de pie. Tenía que llegar a su hijo antes de que hiciera nada.

Quincey estaba paralizado por el combate que se desarrollaba delante de él. Drácula estaba en retirada. La criatura esquelética que lo atacaba era rápida como el rayo y lo estaba llevando implacablemente hacia la cima del acantilado, hacia un sol que se alzaba lentamente. Creyó entender que todo estaba en sus manos. Lo único que necesitaba era valor. Pero no podía moverse.

La criatura chamuscada que combatía contra su enemigo mortal tenía que ser la condesa sobre la cual Van Helsing le había advertido, el mismísimo Jack el Destripador. Si atacaba ahora para unirse a ella, con Drácula en retirada, podía obtener la victoria. El instinto le decía que fuera cauto; pero la razón le decía que el enemigo de su enemigo debía de ser su amigo.

Báthory siseó a través de su boca sin labios. Siglos de obsesión la habían llevado a ese momento. La victoria estaba a su alcance. Golpeó la espada de Drácula, sintiendo que su enemigo perdía fuerza a cada segundo que el sol se elevaba en el cielo. Su respiración se estaba haciendo más laboriosa; manaba sangre de su herida. Era el momento de golpear fuerte. Báthory hurgó en su interior e invocó todos los recuerdos de dolor y sufrimiento que había soportado en su larga vida. Cuando llegaron a los últimos escalones, en la cima del acantilado, Bathory recurrió a su furia para encender el resto de sus fuerzas y descargar un último golpe.

El acero mellado de la espada de Drácula cedió por fin y el golpe final de Báthory destrozó su hoja y envió a Drácula al suelo. El ojo que le quedaba a Báthory se hinchó al pensar en dar muerte. Sintió el miedo de Drácula. Si hubiera tenido tiempo habría derramado ensangrentadas lágrimas de gozo. Con el kukri aún en su mano izquierda, Báthory levantó su espada con la derecha, por encima de la cabeza, sosteniéndola como si fuera una lanza, dispuesta a clavarla en el corazón de su enemigo.

Drácula estaba atrapado, sin espacio para maniobrar. Su muerte era segura. En mitad de su golpe, Báthory vio que la expresión de la criatura pasaba del miedo a una sonrisa retorcida. Con el filo a sólo unos centímetros de su corazón, Drácula alargó el brazo y agarró con el puño la espada de doble filo, frenando el impulso letal. La hoja, afilada como una cuchilla, le rebanó los dedos de la mano, que rodaron por el aire mientras apartaba a un lado la hoja de Báthory.

Saltaron chispas cuando la espada se incrustó en la piedra del último escalón, sin rozar siquiera a Drácula. El impulso de Báthory la propulsó hacia su enemigo mortal. En ese momento, Drácula clavó un talón y, con la otra mano, clavó su espada rota en la tripa de Báthory. La hoja astillada rasgó la carne chamuscada y le salió por la espalda. La empuñadura detuvo la caída de la condesa.

Báthory había jugado y había perdido. ¿Dónde estaba su justicia? No era la forma en que se suponía que tenía que haber ocurrido. Todos sus planes, todas sus estratagemas, todas sus maquinaciones eran sólo cenizas que volaban en el viento del tiempo. A través de un dolor inimaginable, se vio obligada a mirar el rostro sonriente de Drácula, ahora transformado de nuevo a su apariencia humana. El maestro había jugado con ella. Había mirado en el alma de Báthory y había comprendido su rabia, su arrogancia. Por encima de todo había comprendido su obsesión. No era casual que Drácula hubiera elegido su espada resquebrajada; fingir que tenía miedo había sido una treta. Drácula había representado su papel como el actor que era. Ella se había olvidado de la regla de oro que su mentor le había enseñado para el combate: «Nunca subestimes a tu oponente».

Drácula retiró la hoja rota del abdomen de Báthory y arrojó la espada a un lado. La miró sin regodearse y sin alegría.

—Una vez que se ha arrojado el guante, ningún caballero de Dios justo puede perder un solo combate con uno que es falso.

El nombre de Dios la llenó de furia. Con un grito que le salió de lo más profundo de su alma infernal, Báthory se obligó a erguirse y, con el kukri en su mano libre, cortó a Drácula en la garganta. La sangre brotó como un géiser. Olvidando su propio dolor insoportable, Báthory estalló en una carcajada incontrolable. La expresión de asombro en el rostro de Drácula al llevarse la mano sin dedos al cuello para frenar la hemorragia era demasiado preciosa.

El rostro de Drácula se contorsionó de furia. Cerró su mano intacta en un puño poderoso, que clavó en el estómago de Báthory. Ella oyó el sonido mareante de su carne quemada aplastándose, crepitando y rasgándose. Notó el puño de él dentro de su cuerpo, subiendo, aplastando órganos al hurgar entre sus costillas.

—Dios te amaba —gruñó Drácula—. Elegiste matar porque no aceptaste su amor. Eres responsable de tus propios crímenes.

La mano de Drácula se cerró en torno al corazón de Báthory. Y apretó. Luego retiró su brazo del cuerpo. Báthory miró su propio corazón negro que aún latía apretado en el puño de Drácula.

Báthory, emitiendo un gemido mortal lanzó el kukri al pecho de Drácula. Sabía que no tenía suficiente fuerza para atravesarle el corazón. Pero la pérdida de sangre de las heridas que le había infligido y el sol que se alzaba a su espalda sin duda acabarían con él. Su duelo quedaría en empate. Ambos habían ganado y ambos habían perdido.

Con su último aliento, negándose a morir a los pies de Drácula, Báthory se echó hacia atrás y el peso de su cuerpo la hizo caer por los escalones de piedra. Notó que sus huesos se rompían en la caída, pero no sintió dolor. Drácula pronto estaría muerto y, aunque ella no ayudaría a liderarlo, haber asesinado al paladín de Dios despejaría el camino para un nuevo orden mundial. Al morir, su último pensamiento fue que la condesa Erzsébet Báthory —injuriada, maltratada, repudiada y aterrorizada— se había alzado de su propia muerte y se había convertido en el instrumento que conduciría a la destrucción del mundo: un adecuado epitafio para alguien a quien Dios había dado la espalda.

Quincey vio caer a Báthory, y a Drácula con el cuchillo curvado sobresaliendo aún de su pecho. Al cabo de unos segundos, los rayos del sol le darían directamente.

Quincey apretó el puño con fuerza en torno a la pala rota que sostenía. Era el momento de actuar. Drácula debía morir. Echó a andar.

—¡Quincey, espera! —gritó Mina desde algún lugar a su espalda.

El sonido de la voz de su madre sólo sirvió para alimentar su lujuria de sangre. Quincey siguió corriendo. Era el momento de hacer justicia con el hombre que había causado la ruina a su familia.

—¡Drácula! ¡Mírame!

62

E
l sol apenas se había elevado en el cielo y la piel de Mina ya estaba ardiendo. Quería levantarse y detener a Quincey, pero su cuerpo respondía con lentitud. Se arrastró hacia delante, usando las lápidas del cementerio como apoyo. La falta de sangre fresca la estaba debilitando.

—Quincey. ¡Para! ¡Espera! —gritó en su desesperación.

Quincey lanzó un grito de guerra y levantó la punta rota de la pala por encima de su cabeza. Corrió hacia Drácula a una velocidad sobrenatural. Sin embargo, éste no se volvió a enfrentarse con él. Quincey se detuvo, desconcertado. No había honor en vencer a un enemigo que no se defendía.

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