Junto a la ventana, Mina contempló la noche sin luna. ¿Dónde estaba su hijo? Necesitaba tomar una decisión, y sería más fácil si sabía que estaba a salvo. Un trueno resonó con fuerza. A Mina nunca le habían asustado las tormentas, ni siquiera de niña. Ahora estaba aterrorizada, como si el trueno fuera una advertencia sólo para ella.
Al cabo de un momento, Mina detectó una presencia. Sabía exactamente lo que quería decir. Báthory se estaba acercando.
Báthory sonrió al observar dos barcos balleneros que se afanaban para entrar en el muelle de Whitby cuando empezó a llover torrencialmente. Caía un diluvio sobre la tierra. El rugido de los vientos anunciaba su llegada. Los aldeanos corrieron a ponerse a cubierto, asegurando sus casas contra la tormenta. Ella podía oír los familiares gritos de horror cuando su carruaje pasaba junto a las pequeñas casas de piedra. En cierto modo, cuando se acercaba el poder del mal, incluso el más bajo de los bajos lo percibía. A través de la ventana del carruaje, Báthory estableció contacto visual con una mujer vieja, arrugada y desdentada, y disfrutó de la expresión de miedo en los ojos de la vieja bruja. A Báthory le encantaba alimentarse del temor de los humanos: le calentaba la sangre, le aceleraba el pulso. Era tonificante. Tóxico.
Los caballos del carruaje se detuvieron de repente. Báthory se asomó para ver que el puente de madera sobre el río Esk se había caído y sus caballos no podrían cruzar el agitado río. El esfuerzo que requería volar hasta la abadía menguaría sus fuerzas, y necesitaba todo su poder para la inminente batalla. Báthory conectó mentalmente con sus yeguas y éstas patearon y sacudieron las crines para indicar que lo habían entendido. Báthory daría la vuelta y tomaría una ruta más larga hasta las escaleras de piedra que había al pie del acantilado. La noche aún era joven.
El único ojo de Báthory contempló su objetivo: la abadía que se alzaba sobre los acantilados rocosos. En una ventana del ala oeste, distinguió la silueta de una mujer bañada en una luz cálida y titilante. Se lamió los colmillos con anticipación; por la mañana probaría la carne de aquella zorra y se bañaría en su sangre.
M
ina sabía lo que había que hacer. Oía la tormenta que castigaba brutalmente los muros. Carfax se alzaba fuerte contra el torrente; ella también lo haría.
Bajó una pequeña escalera de piedra que conducía al lugar donde habían estado las habitaciones de los monjes. Una serie de puertas a lo largo de un pasillo estrecho terminaba en una gran puerta de roble, que llevaba a lo que habían sido los aposentos privados del abad. Al recorrer el pasillo, pasando junto a cada una de las puertas, sus posibilidades se fueron reduciendo hasta que sólo quedó una puerta.
Drácula había afirmado muchas veces que un vampiro no era malo por naturaleza. No creía que al convertirse en no muerta un alma quedara condenada automáticamente. El bien o el mal residían en las elecciones que cada uno hacía. Mina había visto que la insaciable sed de sangre de un nuevo vampiro podía corromper. Sabía que Lucy había atraído recién nacidos a sus garras, pero su amiga nunca había tenido elección; sin sobreaviso, se había convertido en un monstruo. Mina rezó por que el triste destino de Lucy no fuera el suyo.
Sentía que Báthory se acercaba. Sabía que no había alternativa. Tendría que sacrificar su alma para salvar a su hijo.
Decidida, Mina colocó en el suelo la linterna que llevaba y abrió de golpe la gran puerta de roble. Drácula se hallaba ante el gran hogar, en el que rugía un fuego. Se volvió hacia ella. El fuego y la luz titilante de docenas de velas daban a la sala un aspecto vivo y vibrante. Drácula miró a Mina con ansia y esperanza. Ella cruzó el umbral.
—El destino de Quincey debe ser suyo. No puedes elegir su camino por él —dijo Mina con voz grave. No habría discusión en ese punto.
Drácula asintió.
—Si ése es el precio, que así sea.
Drácula se movió lentamente hacia ella y el corazón de Mina se aceleró ante la idea de que pronto las manos de él estarían sobre su cuerpo. Con gran temor, tiró de la cruz que llevaba colgada al cuello. La fina cadena de oro y la cruz cayeron al suelo. El ansia creció en los ojos de Drácula.
Las manos frías de él en sus hombros se sumaron al escalofrío que recorría el cuerpo de Mina. Drácula la besó suavemente en los labios y la tomó en sus brazos, sin apartar en ningún momento sus ojos de los de ella.
—Juntos —susurró Drácula, acariciándole la oreja con los labios— veremos alzarse y caer naciones. Juntos seremos testigos de la eternidad.
Llevó a Mina a la cama y la acostó. Las manos y los labios de Drácula exploraron el cuerpo de Mina, tocándola como Jonathan nunca lo había hecho. Le deslizó el vestido por su cuerpo y contempló su desnudez con una mezcla de avaricia y asombro. Vivía en un mundo de oscuridad; sin embargo, no apagó las velas como solía hacer Jonathan antes de hacerle el amor. Drácula deseaba contemplar cada resquicio de su cuerpo. El corazón de Mina se aceleró cuando él la besó en el cuello. No era miedo lo que ella sentía sino absoluta rendición. Ella lo deseaba.
Drácula le susurró al oído respirando sobre el lóbulo de su oreja.
—Cogeremos el mundo por la garganta y beberemos de él lo que deseemos.
Mina había luchado toda su vida contra la represión. Aceptar el beso eterno de Drácula rompería esas cadenas. Ya no estaría atada por reglas o leyes, salvo las que ella se impusiera.
La mano de él se deslizó entre sus piernas; Mina no podía resistirse más. Lo envolvió con sus brazos y lo acercó a ella. De repente, en el fragor de la pasión, todo quedó claro. Todos sus conflictos, sus dualidades desaparecieron en un instante. Fue como si las nubes se hubieran abierto para revelar un cielo claro. Amaba a Drácula, lo amaba de un modo en que nunca había amado a Jonathan. Juntos, ella y Drácula formaban un ser completo.
—Que Dios me perdone, aún te deseo —dijo.
Drácula abrió su boca, revelando los colmillos, pero Mina levantó la mano para parar su mordisco. No había ira en él cuando se detuvo. Quería que Mina tomara la decisión.
—Hay algo que he de decirte. He mantenido un secreto, todos estos años.
Él negó lentamente con la cabeza.
—Siempre lo he sabido.
Mina sonrió, libre al fin del peso de su culpa. Giró el cuello, exponiendo la vena a su amante.
Drácula mordió con fuerza. Su cuerpo se convulsionó al beber, derritiéndose con aquel cóctel erótico de placer y dolor. A ella ya no le importaba, mientras su sangre se vaciaba, que su alma también lo hiciera.
Drácula bebió la sangre caliente y se agarró el pecho, convulsionándose. Algo le estaba pasando. Le dolía. Retrocedió, respirando trabajosamente. Entonces gritó y se arrancó la camisa desgarrada. Su pecho escuálido y con cicatrices se tensó como si estuviera renaciendo ante los ojos de ella. Miró a Mina con asombro.
—Mi sangre pura, la sangre que bebiste de mí hace tantos años, me está curando.
Mina era su salvadora. La sangre que ella había calificado de maldita, salvaría a Quincey y derrotaría a Báthory.
—La sangre es la vida. La sangre es nuestra vida.
Mina ahogó un grito. Le agarró la cabeza y clavó más los colmillos de Drácula en su cuello, invitándolo a terminar. Había llegado el momento de que ella muriera en sus brazos y renaciera. En éxtasis, cerró los ojos para siempre a la vida humana.
Quincey se acercó a un pescador que estaba atando su pequeña barca de madera.
—¡La abadía de Carfax! ¿Hacia dónde?
—¿La abadía de Carfax? Quieres decir la abadía de Whitby, muchacho.
—No, la abadía de Carfax, ¿la conoce? —rugió Quincey con impaciencia.
El pescador asintió.
—Sí, pero no te acerques.
El pescador se persignó, con temor en la mirada. Quincey se dio cuenta de que él mismo tenía que parecer algo así como una visión, empapado por la lluvia y cubierto de barro, de sangre y de Dios sabe qué más.
—Disculpe, es cuestión de vida o muerte. He de llegar a la abadía de Carfax.
El viejo pescador negó con la cabeza y señaló hacia un sendero que conducía al bosque.
—¡Que Dios te acompañe, muchacho!
Quincey corrió hacia el sendero. El viento era tan fuerte que parecía empujarlo hacia atrás. La lluvia caía en dardos puntiagudos. Quincey se preguntó si Drácula era responsable de la tormenta y estaba usando los elementos para frenarlo. Ya no podía sentir los pensamientos de su madre. Eso bastaba para aterrorizarlo.
Avanzó con dificultad por el camino a través del bosque de Stainsacre. La lluvia hacía cada paso más difícil que el anterior, el barro resbalaba bajo sus pies. Al final se encontró delante del cascarón abandonado de lo que había sido el manicomio del doctor Seward. Una masa de musgo, hiedra y hierbas envolvía los restos de piedra de los edificios, como si la naturaleza estuviera tratando de borrar el tormento que se había vivido en aquel lugar. Según la novela de Stoker, ése era el campo por el que Renfield había corrido para encontrar refugio en la abadía de Carfax. La familia de Quincey había adquirido su fortuna como resultado de la angustia del señor Renfield. Aunque sus padres habían maldecido a Drácula, la verdad era que se habían beneficiado directamente de sus crímenes. Quincey se preguntó si el sufrimiento que él y su familia estaban soportando se debía a la justicia divina.
Carfax se alzaba solemnemente en la noche, mucho más grande de lo que Quincey había imaginado. Una luz oscilante iluminaba una ventana solitaria. El haz del faro situado cerca de la costa pasaba intermitentemente, proyectando una gran sombra truculenta sobre los muros en ruinas.
El viento y la lluvia arreciaron cuando él atravesó el campo abierto. Resistiéndose a ser derrotado, invocó su fuerza y cargó adelante con todo su vigor.
Quincey llegó por fin a la puerta de madera labrada de la abadía y se apoyó exhausto en ella. Para su sorpresa, la puerta estaba abierta y se dio de bruces en el suelo de la nave. Logró ponerse de pie y cerrar la puerta de la abadía, dejando la tormenta fuera. Miró por la ventana para ver si alguien estaba observándolo, pero sólo vio las lápidas iluminadas por destellos de relámpago. No había nadie fuera, salvo los muertos.
Quincey recorrió los pasillos ventosos de la abadía y llegó a un largo pasillo flanqueado por muchas puertas. Al fondo había una que estaba parcialmente abierta y detrás se divisaba un rayo de luz. Quincey calmó los nervios y corrió hacia la luz. Irrumpió en la habitación.
No encontró a nadie.
Docenas de velas se habían fundido en piscinas de cera; en el rincón, había una cama vacía sin hacer. Las ascuas moribundas en la chimenea proyectaban la única luz en la sala. Había un montón de ropa al lado de la cama. Se volvió y sintió algo bajo los pies. Cuando miró le dio un vuelco el corazón. Había pisado la cruz de su madre, que yacía en el suelo. Sabía que nunca se la habría quitado voluntariamente. Airado, cogió la pequeña cruz de oro y salió corriendo sin la menor idea de adónde iba. Probó todas las puertas, pero estaban todas cerradas y oxidadas.
Pronto amanecería. Drácula necesitaría encontrar un lugar de descanso. Si había algo de verdad en la novela de Stoker, tendría que ser donde la luz del sol nunca llegara.
Encontró la escalera principal y bajó rápidamente por la abadía. La escalera estaba húmeda y apestaba a podredumbre; cuanto más se adentraba en la oscuridad, más cerca sentía la hora de la verdad.
Se encontró en un pasillo oscuro. Se dio cuenta de que estaba en un mausoleo. Filas de nichos se alineaban en las paredes. En cada nicho había un esqueleto. Habría cientos de personas enterradas allí.
Una vieja lámpara de aceite descansaba junto a la entrada. Quincey la cogió. El cristal aún estaba caliente. Alguien acababa de entrar en el lugar. Buscó en los bolsillos las cerillas que le había dado Arthur Holmwood, rezando por que estuvieran lo bastante secas para prender. Sus plegarias tuvieron respuesta; Quincey encendió la mecha y la linterna cobró vida.
Caminó hasta el centro de la sala, iluminando con la linterna tres grandes sarcófagos de piedra. El primero tenía un nombre grabado en latín: «
Abad Carfax
».
Una gran caja de madera detrás de ésta tenía la siguiente leyenda: «
Propiedad de Vladimir Basarab
».
¡Basarab! Aquel nombre era ahora veneno. Frenéticamente, Quincey examinó la estancia con la lámpara y encontró una pala oxidada apoyada en un rincón. Colocando la linterna encima del sarcófago, agarró el mango de madera de la pala y golpeó contra la pared de piedra. La pala se partió en dos. Con esa improvisada estaca en la mano, Quincey arremetió contra la caja, usando hasta el último gramo de su fuerza para abrir la tapa.
Cuando la tapa se abrió, Quincey dio un grito de victoria. Recordando el grave error que su tocayo había cometido en Transilvania, mantuvo los ojos cerrados, no fuera que lo atrapara la mirada hipnótica de Drácula, y levantó la estaca afilada, listo para golpear en el corazón del vampiro. Abrió los ojos en el último segundo para concentrarse en su objetivo y se quedó petrificado como si su corazón se hubiera detenido, incapaz de creer lo que veía.
Su madre yacía muerta dentro de la caja.
Quincey arrojó el mango roto de la pala y estiró el brazo para tocar el rostro que le había sonreído, los labios que lo habían besado. Aquellos labios ahora estaban fríos y sin vida. Ya nunca tendría ocasión de reconciliarse o arrepentirse. Drácula había vencido.
Los dedos de Quincey estaban sangrando tras abrir la caja. Quedaron pequeñas gotitas de sangre en los labios pálidos de Mina. En un adiós silencioso, Quincey colocó una mano en el pecho de su madre y se quedó asombrado cuando sintió que su corazón palpitaba de repente. Con absoluto horror observó que su madre lamía las gotitas de su sangre que tenía en los labios. Abrió los párpados. Sus suaves ojos azules habían sido reemplazados por orbes negros. Sus labios se curvaron hacia atrás, revelando colmillos largos y afilados. El grito que salió de su boca fue al mismo tiempo aterrador y ensordecedor. Antes de que Quincey pudiera reaccionar, su madre estiró las manos, como garras, y lo sujetó fuertemente por la garganta.
E
l cielo vertía sus lágrimas sobre la tierra, como si Dios supiera que esa noche su reinado terminaría por fin. Las olas del mar del Norte se alzaban con furia. Los relámpagos desgarraban la oscuridad. Los truenos rugían.