Bajo la lluvia, el carruaje de Báthory rebotaba violentamente en los adoquines rotos de Church Street. Las carreteras que llevaban a la abadía de Carfax estaban embarradas, y rápidamente quedaron infranqueables. El carruaje se detuvo junto a los ciento noventa y nueve escalones que conducían a la cima. No podía seguir adelante. Desde allí, Báthory tendría que subir a pie los escalones tallados en la ladera del acantilado.
Bajó del carruaje y emergió en el diluvio. Las gotas de lluvia en su cabellera calva eran un amargo recordatorio de cómo se habían quemado sus rizos negros. El agua fría se evaporaba inmediatamente al entrar en contacto con su carne todavía caliente.
Su solitario ojo divisó una figura en sombra que se alzaba de espaldas a ella en una gran roca, mirando al encrespado mar del Norte. Parecía inconsciente de su presencia o incluso de la intensa lluvia. Báthory desnudó sus colmillos. Tan lenta y silenciosamente como pudo, se deslizó hacia él. «La lluvia ahogará el sonido de mis pisadas», se dijo.
En cuanto esa idea pasó por la mente de Báthory la lluvia se detuvo de repente. Las nubes se separaron y la luna llena proyectó su luz sobre la figura de la roca.
—Es hora de que respondas por todos tus pecados… —El viento arrastró la voz de barítono de Drácula cuando se volvió hacia ella—. Erzsébet.
Odiaba el sonido de su nombre en su lengua materna en los labios de Drácula. Él no lo dijo como bienvenida, sino como una maldición. Cada célula del cuerpo de Báthory quería saltar sobre Drácula y desgarrarlo miembro a miembro. Había esperado siglos ese momento. Podía soportar alguno que otro de sus jueguecitos. ¿Qué eran unos pocos momentos más cuando ante ella se extendía toda una eternidad? Sació su creciente lujuria de sangre imaginándose a sí misma cortando la lengua larga de Drácula y llevándola como un colgante al extremo de una cadena.
Cuando Báthory salió a la luz de luna, vio que los ojos de Drácula delataban cierta alarma. Su terrible nuevo aspecto obviamente lo había pillado con la guardia baja. Si Báthory hubiera tenido labios, habría sonreído. Pero las llamas en el metro los habían devorado, igual que su nariz y sus pestañas.
—Con palabras de amor, me degollaste y me abandonaste a la muerte —siseó Báthory—. Pero ahora, con los poderes de todos los demonios detrás de mí, esta noche me alzo ante ti. Te juro que no volverás a burlar a la muerte.
Drácula miró a Báthory desde la roca.
—Te lo advierto —replicó con absoluta confianza—. Dios combate a mi lado.
—La devoción ciega a tu dios será tu perdición.
Drácula se echó atrás la capa con una mano y lanzó algo con la otra. Un reflejo de luz de luna marcó el vuelo de dos espadas que describieron un arco en la oscuridad antes de clavarse en la tierra.
—A la vieja usanza —la retó Drácula.
Báthory miró las dos armas.
—¿La espada de tu padre? —preguntó, señalando a la más cercana de las dos.
—Sí —dijo Drácula—. Y la otra es una de las muchas que pertenecían a mi hermano.
—Me halagas.
Báthory se acercó a las espadas, estudiándolas. Ambas habían sido hermosamente labradas en un estilo que fue común casi quinientos años antes. Por las mellas de los filos estaba claro que ambas habían sido empleadas en combate y que habían derramado sangre. ¡Qué adecuado! Habían pasado demasiadas cosas entre ellos para que usaran acero virgen. Báthory cogió ambas espadas, sujetándolas con sus manos nudosas y esqueléticas. Una tenía una empuñadura de madera con un pomo en punta que podía girarse y usarse para acuchillar. La otra espada contaba con una empuñadura de marfil con pomo redondo, pero la guarda estaba doblada como una V con la punta de cara a la empuñadura. Un buen espadachín podía usar esta guarda para debilitar la porción inferior de la hoja de su oponente. Ésa era la espada de Radu. Era el arma adecuada para ella.
Sin avisar, Báthory le lanzó la otra espada a Drácula, al mismo tiempo que saltaba adelante para decapitarlo.
Drácula, con una velocidad que habría dejado en ridículo a la de un rayo, cogió al vuelo la espada de su padre, cargó a un lado el peso del cuerpo y esquivó el ataque de Báthory. Adoptó una posición de combate con la empuñadura de su espada en el abdomen y apuntando directamente a Báthory.
El rostro destrozado de ella se contorsionó en lo que pasó por una sonrisa; Drácula, siempre teatral, giró su espada como si estuviera sobre el escenario.
Báthory suspiró. Pensó en el segundo desconocido. Su mentor. Cuánto lamentaba Báthory que no estuviera allí para ser testigo de la muerte de Drácula.
—¿Alguna vez te has preguntado, Vlad —dijo incapaz de resistir la urgencia de abrir viejas heridas—, quién te odia más que yo?
Una breve expresión de confusión cruzó el rostro de Drácula.
—Entre humanos o en nuestras propias filas, ¿cuántos enemigos se labra uno en una vida?
—En todos estos años, Vlad, ¿nunca te has preguntado quién me puso en el camino de la venganza después de que me abandonaras para que muriera? —continuó Báthory—. ¿Quién me dio el don de las tinieblas?
Báthory sintió que Drácula entraba en su mente, buscando la identidad de su mentor, de aquel que la había convertido en vampiro. Ella no se resistió. Quería destruir la confianza de Drácula y observar su ira consumiéndole. De hecho, se deleitaba en ese momento de verdad.
—No estoy sola en mi guerra contra Dios, sino que soy sólo una entre muchos. Quizá te consideres lo bastante valiente para enfrentarte solo contra el ataque que se avecina. Eres un imbécil arrogante si crees que puedes cambiar la marea del destino del mundo.
Drácula gruñó. Había captado de la mente de Báthory el rostro de su mentor. Conocía muy bien su nombre. El odio entre ellos era legendario. La furia destelló en sus ojos. Gritó a los cielos al levantar en alto la espada y saltar de la roca para entablar combate con ella. Báthory levantó la espada para defenderse. Estaba asombrada por la ferocidad del ataque de Drácula. Estaba guiado por pura rabia. Sus hojas chocaron con una fuerza tan tremenda que saltaron chispas. El choque de metales sonó como las campanas en la medianoche, señalando el final de todas las cosas.
Mina podía oler sangre humana. Abrió los ojos y le asaltó la intensa luz de una lámpara de aceite. Sus ojos tenían una sensibilidad nueva. Apenas logró distinguir la silueta de un hombre antes de que se viera obligada a cerrar los ojos otra vez. Afortunadamente, el olor de la sangre era tan cáustico, tan embriagador, que no le costó encontrar y atrapar a su primera víctima con facilidad, aunque no pudo verla. Mina salivó con expectación. ¡La sangre es la vida! Se lo bebería todo. Abrió la boca y se limpió con la lengua las puntas de sus recién formados colmillos. Pudo oírse a sí misma aullar como un animal al sentir el ritmo del corazón de su víctima, guiando su golpe. Echó la cabeza hacia atrás como una cobra lista para atacar.
—¿Madre?
Mina oyó la voz temblorosa. Era apenas un susurro, pero resonó como un trueno en los oídos de no muerta de Mina. Se detuvo. La voz sonaba como la de su hijo, Quincey. La luz de la linterna aún era cegadora, pero contuvo el dolor y se obligó a abrir los ojos. En cuestión de segundos sus pupilas se adaptaron. Mina se sobrecogió ante lo que contempló. Todo parecía más vibrante, más claro; podía ver literalmente el calor que emanaba del cuerpo que tenía ante sí. La sombra dio paso a una cara que amaba. Era Quincey, por fin allí, vivo y sano y salvo. Pero se le negaba una reunión gozosa. Mina vio una expresión de absoluto terror en el rostro de su hijo. Enseguida sintió una culpa y una vergüenza abrumadoras, emociones más fuertes que las que había experimentado jamás.
—Quincey, perdóname.
Sintió que sus colmillos se retraían en sus encías y su mente se concentró más. La expresión del rostro de Quincey era desoladora. La necesidad de tranquilizar a su hijo la sobrecogió. Drácula le había dicho la verdad. Si aún podía sentir, si aún podía experimentar amor, dolor y culpa, entonces aún tenía su alma. Ella no era un demonio.
—¡Mi madre está muerta! —exclamó Quincey, apartándose de ella.
—¡No! Eso es lo que enseñaba Van Helsing. ¡No es verdad! —rogó Mina pugnando por encontrar las palabras adecuadas.
Observó que Quincey se encogía ante la mención de Van Helsing. Percibió el tormento en los ojos de su hijo. Tenía que lograr que lo comprendiera.
—Van Helsing se equivocaba. Sigo siendo tu madre, Quincey. —Abrió los brazos a su hijo, esperando el perdón.
Mina vio que la energía que irradiaba el cuerpo de su hijo cambiaba de repente de color, de un blanco benigno y un azul claro a un rojo profundo y encendido. La expresión de su rostro también había cambiado. La mente lógica de Quincey se estaba imponiendo a su emoción natural.
—¡No! —gritó Quincey.
La apartó de un empujón. Su fuerza era tan grande que Mina cayó en la caja, rompiendo el lateral; cayó en el suelo frío y húmedo de piedra, todavía débil por su transformación y muy necesitada de sangre.
Mina trató de levantarse. Quincey retrocedió aún más, negando con la cabeza con una expresión de incredulidad y puro asco. Ahora, la energía que emanaba de él se tornó negra. Mina podía ver que sus ojos se concentraban. En su mente sólo hervía una idea: matar.
—¡Quincey, no! —gritó Mina al tambalearse hacia él—. ¡No lo pienses siquiera!
Su hijo se apartó de ella y recuperó la pala rota. Sus puños agarraron el mango de la estaca tan fuerte que la sangre empezó a manar de nuevo de la herida de sus dedos. Mina se obligó a apartarse del dulce aroma.
Resbalaron lágrimas por el rostro de Quincey. Sin decir una palabra más, se volvió y se alejó a una velocidad increíble.
—¡Quincey, espera! Fue mi elección —gritó Mina tras él—. ¡Hicimos lo que teníamos que hacer para salvarte de Báthory!
Mina se tambaleó unos pocos pasos más y se derrumbó. Nunca podría atrapar a su hijo en aquel estado ni impedir que su mano cometiera un error mortal. Necesitaba sangre para obtener fuerzas. Necesitaba llegar a Quincey antes de que se enfrentara a Drácula, porque le había hecho jurar que no tomaría a su hijo. Sabía que Drácula no traicionaría su palabra, ni siquiera en defensa propia. Pero temía la ingenuidad de Quincey. En su ignorancia, podía aliarse con Báthory para lograr la venganza de Drácula que tanto deseaba.
Los recién aguzados sentidos de Mina eran abrumadores en su mente, y dificultaban su capacidad de perseguir a su hijo. Podía oler la descomposición de los cuerpos en las tumbas, el moho que crecía en la piedra, los excrementos de animales, la humedad del aire y oir los sonidos de las pisadas de Quincey que hacían eco al subir las escaleras. Estaba ensordecida por el retumbar de pequeñas gotitas de agua que estallaban en un charco en el rincón. Comprendió que Lucy hubiera enloquecido por la sobrecarga sensorial. Su amiga había caído en coma después de la fracasada transfusión de sangre de Van Helsing y luego, de repente, había despertado en su ataúd, confundida, desorientada y ardiendo con una inexplicable sed de sangre. No tenía guía. Al tener que huir de la banda de héroes, Drácula no pudo instruir a Lucy. Mina comprendió por qué su amiga se había dado un banquete con la primera víctima que encontró: un niño. La sed era insoportable, pero ella estaba decidida a mantenerse concentrada. Drácula la había preparado. Ella era consciente de lo que le estaba ocurriendo y sabía lo que tenía que hacer para detener a Quincey.
Necesitaba sangre. El hambre no estaba sólo en su estómago, sino en cada centímetro de su cuerpo. El veneno que la había transformado estaba alimentando directamente las células de su organismo y, cuanto más festín se daban las células, más menguaba el veneno en su corazón. Su propio cuerpo estaba consumiendo la sangre de vampiro. Necesitaba más, antes de que se comiera viva a sí misma.
El ruido de pequeños roedores que se escabullían sonó en sus oídos. Mina giró el cuello al tiempo que sus colmillos se extendían y sus ojos se tornaban negros. Se concentró en un grupo de ratas. Dejando de lado su repulsión, atacó a los roedores; los agarró con las manos y los degolló con sus colmillos. Los chillidos agudos le estallaron en los oídos. Y aun así bebió. No tenía elección. ¡La sangre era vida!
E
l violento ataque de Drácula pilló a Báthory con la guardia baja. La fuerza de cada embestida la hacía retroceder un poco más. Cada choque de acero causaba vibraciones en todo el cuerpo de Báthory. La condesa apenas podía bloquear los salvajes golpes y se vio obligada a retroceder, subiendo los resbaladizos escalones de la ladera del acantilado a cada arremetida. Había acertado en su decisión de coger el carruaje y conservar su fuerza. Ahora iba a necesitarla toda. Mucho mejor. Daría todo lo que tenía para ver a Drácula derrotado.
Drácula, con los ojos bien abiertos, los dientes apretados, era la perfecta imagen del loco de Dios. Mientras obligaba a Báthory a subir los escalones, ella apretó los colmillos, pero no iba a dejar que su enemigo conociera el nivel de sufrimiento que le estaba infligiendo. Las palabras de su mentor sonaron en su mente: «Aprendemos del dolor». Ése no era el Drácula al que se había enfrentado en el metro. Era más fuerte. Seguramente Mina le había ayudado a sanar. Después se ocuparía de ella.
La fuerza de Báthory declinaba con cada golpe de Drácula, y eso lo hacía más audaz. Atacando con creciente violencia iba forzándola a subir las escaleras, pero Báthory ya estaba urdiendo un plan. Podría ser más fuerte que ella por el momento, pero no conseguiría mantener ese ritmo mucho tiempo más. Y la condesa sabía que era más rápida que él.
Drácula desató una serie de ataques brutales. El acero mordió el acero con tanta fuerza que Báthory apenas podía levantar los brazos para protegerse. La expresión de victoria en el rostro de él era exasperante. No le quedó más alternativa que volverse y subir corriendo por la escalera hasta el siguiente rellano, con la espada detrás de ella; parecía débil y lista para morir. Esperó mientras Drácula avanzaba lentamente tras ella, saboreando cada momento, creyendo que cada peldaño lo acercaba más a la victoria. Su arrogancia era tal que ya no llevaba la espada ante sí, sino que la dejaba colgar a un costado como si ella ya no representara una amenaza.
«Ven a mí, ven a mí y muere.»
Cuando Drácula alcanzó el descansillo donde se hallaba Báthory, no hizo ningún movimiento para golpear, sino que se limitó a quedarse allí contemplando su belleza arruinada. Ella observó que el rostro de su enemigo parecía vaciarse de ira y dejaba lugar a la tristeza. Odiaba admitirlo, pero comprendía lo que él estaba pensando. Cuando la matara, estaría matando una parte de sí mismo. Estaban cortados del mismo patrón, eran inmortales que llevaban vidas solitarias. Podrían haber sido aliados, compañeros. Pero Báthory había elegido darle la espalda a Dios y Drácula tenía que darle la espalda a ella. Observó que la expresión de él cambiaba y vio que se resignaba a cerrar el libro de su secular enemigo. Había decidido que era el momento de poner fin a su vida. ¡Qué imbécil!