Drácula, el no muerto (52 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Había que olvidarse del honor, ¡era cuestión de vida o muerte! Echó el brazo atrás y ajustó la pala para golpear. Un dolor desgarrador, como un clavo atravesado en su cráneo detuvo su mano. Oyó una voz en su mente:

«¿De verdad puedes matarme, Quincey? A mí, a quien amaste.»

Quincey se quedó paralizado, luchando con los pensamientos en su cabeza. Ya no controlaba su propio cerebro ni su cuerpo. Las nubes convergieron, tapando el sol. Comprendió ahora por qué su enemigo no se había vuelto para enfrentarse a él: Drácula estaba concentrando sus poderes en el cielo y en el cerebro de Quincey. Sólo en ese momento, se volvió hacia él.

En su celo de destruir a su enemigo, Quincey no había previsto el hecho de que cuando mirara a Drácula estaría mirando también al rostro de Basarab. El vampiro, con la garganta y el abdomen rajados, una mano sin dedos y el pecho sangrando por el
kukri
, parecía tan débil y frágil que Quincey, de repente, se sintió atravesado por la compasión. No compasión por Drácula, que había asesinado a su padre y violado a su madre, sino compasión por Basarab.

—Eres tú. Van Helsing me lo dijo y, aun así, esperaba contra toda lógica… —Incapaz de resistir el combate que se desarrollaba en su cabeza, Quincey soltó reticentemente la pala. Retrocedió, derrotado—. No puedo hacerlo.

La voz en su cabeza se hizo más fuerte, más segura: «Drácula o Basarab…, sigo siendo el hombre que te ama».

El dolor de Drácula era intenso, pero apretó los dientes y habló.

—Siento decepcionarte, pero Báthory tenía que pensar que estaba muerto. Me convertí en Basarab para poder pasar desapercibido.

Las imágenes estallaron en la mente de Quincey, mostrándole la verdad o una versión de ella. Báthory, la condesa, era el verdadero villano. Y las acciones de Drácula, para bien o para mal, sólo tenían un propósito: proteger a Quincey y a su madre. No sabía qué creer. ¿Eran reales las imágenes de su mente? ¿Drácula había sido siempre su aliado? Darse cuenta de que Basarab le había mentido le enrabietó.

—Te amé. Confié en ti. Tú me usaste y me traicionaste.

El sol cayó ahora sobre el Príncipe Oscuro. La piel de Drácula empezó a secarse y a arrugarse. Sus huesos se alzaron como picos de dunas de arena bajo su carne. Al descomponerse, sus poderes se debilitaron. Las nubes empezaron a disolverse.

—Pregúntate por qué no puedes matarme —silbó—. Eres lo que yo soy. No puedes matarme sin matarte a ti.

Quincey negó con la cabeza ante esa idea. No importaba si Báthory era un villano o no. Si la maldad de Drácula no hubiera llegado a Inglaterra, si no hubiera invadido a la familia de Quincey como un cáncer, Báthory nunca habría llegado. Tanto si era Drácula quien había golpeado a su padre como si había sido Báthory quien lo había empalado tan grotescamente, no importaba. Era Drácula quien había empezado aquello.

Ya no era el Basarab al que amaba quien se alzaba ante Quincey, sino un cadáver viviente, malvado hasta la médula. Quincey se había liberado al fin de cualquier confusión en su mente. Agarró a Drácula por la capa y lo atrajo de manera que estuvieran ojo con ojo, con sólo la distancia del kukri entre ellos.

—¡Mataste a mi padre!

Había esperado una lucha. En cambio, Drácula le sonrió. Trozos de carne quemada cayeron de las comisuras levantadas de su boca.

—Quincey, no eres tonto —dijo con calma y honradamente—. ¿Aún no has visto la verdad? Yo no maté al hombre al que conociste como tu padre, Quincey. Yo soy tu padre.

El
shock
fue inmenso. Quincey soltó a Drácula y el vampiro cayó hacia atrás contra las escaleras. Se lanzó hacia delante colocando ambas manos en la empuñadura del kukri.

—¡Mientes!

Drácula no ofreció resistencia, dándole a Quincey el control sobre el cuchillo que tenía en el pecho, y libertad de decidir sobre su vida o su muerte.

—Hazlo si te atreves —le retó.

Aquella muestra final de poder debió vaciar el resto de las fuerzas que le quedaban a Drácula, porque las nubes se separaron y los rayos del sol cayeron directamente sobre él.

El momento sobre el que Van Helsing le había advertido había llegado. ¿Aún era un niño débil o era un hombre con la sabiduría y la fuerza suficientes para hacer lo que tenía que hacer? Miró al que siempre había considerado un enemigo; el hombre que ahora aseguraba ser su padre. Se filtraba vapor bajo la ropa de Drácula y la carne expuesta de sus miembros. Quincey vaciló. Si clavaba el
kukri
hasta la empuñadura, se convertiría en un asesino, como el demonio que tenía delante. ¿Era eso lo que Dios pretendía de él?

—Querías conocer la verdad, ¿no? —dijo Drácula con voz rasposa—. ¿El secreto que todos querían ocultarte tan desesperadamente? Yací con tu madre antes de que lo hiciera tu padre. Eres el fruto de mi semilla. Mi sangre fluye por tus venas.

El dolor volvió a fluir en la cabeza de Quincey, que se echó atrás, soltando el
kukri
. La voz que oyó esta vez era la de Mina: «Perdóname, hijo mío. Él dice la verdad».

Toda la existencia de Quincey había sido una mentira. Miró a Drácula. Su piel se estaba fundiendo, pero Quincey no estaba afectado por la luz de los rayos del sol. Él todavía era humano… Eso significaba que aún tenía libre albedrío. Podía elegir.

—Soy el hijo de Jonathan Harker y un hijo de Dios.

Drácula miró a Mina, con expresión de resignación. Se levantó del suelo, se lanzó desde el acantilado y estalló en una bola de llamas.

El sol había hecho el trabajo. La luz había destruido la oscuridad.

Quincey sólo pudo observar, impotente, cómo el cuerpo en llamas que era Drácula caía cien metros en picado desde el acantilado y se estrellaba en el mar de espuma. Detrás de él, oyó el grito de su madre. No sintió nada.

Mina chilló al ver caer el cuerpo de Drácula. En un instante había desaparecido, dejando atrás un rastro de humo negro. Había batallado mucho contra la verdad de su amor por Drácula, había perdido mucho tiempo. Se suponía que su amor tenía que ser inmortal, y de pronto había terminado.

Salía humo de sus manos. Los rayos de sol incidían sobre su piel, infligiendo un dolor desgarrador. Mina trastabilló unos pasos por el cementerio antes de que su cuerpo se rebelara contra ella y cayera. Reptó por el suelo con manos y rodillas, tratando de llegar a Quincey. Quizás ahora que sabía toda la verdad, comprendería su elección y le ofrecería el perdón que necesitaba.

Pero él no iba a volverse a mirarla. Se limitó a quedarse allí, con la vista fija en el acantilado, sumido en sus pensamientos.

—Vámonos juntos ahora, mi amor —imploró Mina—. Tengo mucho que contarte. Hay mucho para lo que debo prepararte.

Quincey se miró las manos ensangrentadas. Las palabras fueron más letales que cualquier estaca que pudiera clavarle.

—Mi madre está muerta. —Y dicho esto, le dio la espalda y echó a correr sin mirar atrás.

Mina observó que se iba, sintiendo un vacío de desesperación en su interior. Había salvado a su hijo, pero la victoria se había cobrado un alto precio. Merecía la pena: Quincey aún podía elegir su propio destino. Pero ahora estaba sola. Las únicas personas a las que había amado estaban muertas. Ella no había elegido enfrentarse sola a la eternidad. ¿Cuál era el sentido de la inmortalidad si no tenía a nadie con quien compartirla?

Las llamas lamieron los pies de Mina cuando caminó con dificultad hacia el borde del acantilado, pero no sintió dolor, sólo la sensación de que su vida casi había llegado a su fin. Ansiaba ver a Jonathan, a Lucy y a todos sus amigos otra vez. Ansiaba reunirse con su príncipe oscuro. El viaje había sido largo y duro. Era hora de volver a casa. Levantó los brazos al cielo y encomendó su alma a Dios. Esperaba que Él conociera la verdad que habitaba en su corazón y que en su infinita sabiduría la perdonara.

Por un momento se tambaleó en el borde. Se inclinó un poco más hacia delante; un instante después, cayó.

El agua y las traicioneras rocas subieron a su encuentro. Por un instante, vio su reflejo en llamas, luego oscuridad. Un sueño bien ganado.

63

J
ohn Coffey estaba exhausto. Aquel marinero se había pasado la larga noche bebiendo bajo cubierta con sus compañeros de tripulación y ahora estaba pagando las consecuencias.

Era un día nublado, pero el sol pugnaba por abrirse paso. En el mar se podían ver crecer unas olas altas. Coffey se preguntó cómo le iría con la resaca si el tiempo se embravecía. El enorme transatlántico estaba anclado en Roches Point, a dos millas de la costa de Queenstown, y era demasiado grande para entrar en el puerto.

Se preguntó por qué demonios construían barcos tan enormes. ¿A quién trataban de impresionar? Ciertamente no a la tripulación: en un barco así cada marino tenía que hacer más trabajo por el mismo precio.

Era práctica común que cuando se anclaba fuera de puerto, la tripulación del transatlántico acompañara a los pasajeros en el transbordador, y los llevara del barco al puerto y del puerto al barco. John Coffey tenía suerte de que esa mañana fresca lo hubieran asignado al
P. S. America
, uno de los transbordadores de vapor usados para llevar a los pasajeros a bordo del transatlántico.

Coffey era de Queenstown, pero, a pesar de estar tan cerca, esta vez no tendría ocasión de poner los pies allí. Tenía órdenes de hacer el trayecto lo más deprisa posible. El transatlántico iba a hacer su primer viaje, y sus propietarios y la tripulación estaban decididos a batir todos los récords de velocidad hasta Nueva York. No había tiempo que perder.

Coffey llevaba más de dos años en el mar, deslomándose por una paga escasa. El trabajo en el nuevo transatlántico era el mejor que había tenido, pero su salario no le permitía ahorrar nada.

El
P. S. America
había levado anclas, llevando a siete pasajeros al puerto. Mientras recorría Cork Cove hasta el muelle, los ojos inyectados en sangre de Coffey se vieron atraídos por la catedral de Saint Colman, enclavada cerca de la cima de la colina. La construcción se había iniciado hacía más de cuarenta años. Por el aspecto de los andamios que adornaban los campanarios, estaba casi completa. Coffey sonrió al verlo.

El puerto marítimo se había convertido en la puerta de salida a América desde 1891, cuando el
S. S. Nevada
había llevado a los primeros de muchos inmigrantes irlandeses hacia una nueva vida al otro lado del océano. Coffey había estado muchas veces en Nueva York, pero siempre sentía añoranza de su apacible pueblo costero. Para añadir sal a la herida, el
P. S. América
dejaría a los siete pasajeros en el muelle 1. Un número de mala suerte. Una vez más, Coffey lamentó no poder rezar una plegaria en la iglesia antes de zarpar en el enorme transatlántico.

Suspiró y miró al muelle al que se acercaba, había más de cien pasajeros de tercera clase esperando para subir a bordo del transatlántico. Aquellos hombres y mujeres habían llegado de toda Europa en busca de la oportunidad de ganarse mejor la vida. Sólo Dios sabía lo que encontrarían cuando llegaran a América.

En cuanto Coffey hubo terminado de revisar cada pasaje y marcar los nombres, él y otros compañeros marineros empezaron a cargar.

Se oyó una voz desde la costa.

—¡Espere!

Coffey levantó la mirada y vio a un tipo despeinado corriendo por las plataformas gastadas hacia el transbordador. Por el aspecto harapiento de las ropas del hombre, Coffey supuso que sería algún vagabundo que trataba de colarse de polizón a América.

—Eh, ¿adónde cree que va? —preguntó.

—Discúlpeme —tartamudeó el vagabundo.

Su acento era inglés y de buena cuna, lo cual era sorprendente, y tenía una mirada vacía y endemoniada. Coffey sintió que había algo extraño en él. Había visto esa expresión antes: era la expresión de su padre, la de un hombre que había estado en la guerra y había visto cosas terribles. Otra sorpresa: el hombre le pasó un papel que llevaba las familiares brillantes letras rojas en el centro: tarjeta de embarque.

—¿Cubierta B, primera clase? —preguntó Coffey con sospecha al mirar los harapos del vagabundo.

Leyó el nombre en la tarjeta de embarque.

—¿Me está diciendo que es usted el doctor Fielding?

También se había fijado en que ese muchacho sucio parecía más joven que él, demasiado joven, sin duda, para ser médico. Obviamente había robado el pasaje a un médico auténtico. Coffey miró la mochila de aspecto sospechoso, que colgaba del hombro del joven.

—¿He de creer que eso es su maletín médico?

—Ah… He sufrido un accidente, como queda claro por mi aspecto. He perdido mi maletín médico —replicó el muchacho, asiendo con más fuerza las cintas de cuero de la mochila.

—¿Perdido? ¿Junto con su equipaje? —preguntó Coffey. Esperaba que el muchacho echara a correr y se terminara el juego.

El joven miró a Coffey de un modo que le hizo sentir un escalofrío en la columna.

—Déjeme ver su licencia y su pasaporte —dijo Coffey.

El vagabundo sacó una cartera del bolsillo y se la entregó a Coffey. Se sorprendió al ver dentro un billete verde. Tenía un diseño extraño. Sólo después de un instante Coffey reconoció que era norteamericano.

El número 20 estaba impreso en amarillo brillante junto con las palabras «
en monedas de oro
». Coffey parpadeó. Sus dedos le dieron la vuelta al billete con nerviosismo para ver si era real, y sólo entonces se dio cuenta de que había cinco billetes. Cien dólares. Era más dinero del que ganaba en un año. Coffey volvió a mirar al vagabundo. Ese dinero era su oportunidad para una nueva vida, pero ¿a costa de qué? Rápidamente tomó una decisión.

—Parece que sus papeles están en orden —dijo—. Llega justo a tiempo, doctor. Venga por aquí.

Había varias cajas de transporte apiladas en el muelle, mercancía para ser cargada en el transatlántico. Cuando Coffey y sus compañeros marinos terminaron de cargarlo todo en el transbordador, se prometió a sí mismo que haría una confesión de su conducta pecaminosa en la catedral de Saint Colman antes de que terminara el día.

El doctor Fielding desembarcó del
P. S. America
y embarcó en el poderoso transatlántico. Subió por la lujosa escalera al muelle de paseo y caminó junto a la barandilla de popa. La pomposa elite de la alta sociedad se burló de su apariencia. Estaba sorprendido de que nadie le hubiera denunciado pensando que era un pasajero de tercera clase que había estado a un sitio al que no pertenecía.

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