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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

Drácula, el no muerto (42 page)

BOOK: Drácula, el no muerto
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—Price, ¿qué demonios está haciendo? Le ordeno que detenga este carruaje ahora.

No hubo respuesta. Cotford sacó su llave y buscó la cerradura de la puerta. Mina realmente sintió pena por él. No tenía ni idea de a qué se enfrentaba. Sin pensarlo, ella le agarró del brazo.

—Si aprecia su vida, no abra esa puerta.

—Como si confiara en lo que usted dice, señora Harker.

Mina sabía que no había nada que pudiera decir para convencerlo del mal que merodeaba en la oscuridad. Le soltó el brazo, dejándole libertad para sellar su propio destino. Mina tenía que tomar sus propias decisiones; sabía que la vida de su hijo pendía de un hilo.

Marrow oyó el sonido de alas que batían, pero antes de poder ver de dónde procedía el extraño sonido sintió un dolor agudo en la cabeza y salió volando por los aires. Cuando se golpeó contra el suelo embarrado notó que se había dislocado el hombro en el impacto. Hubo un crujido como de huesos aplastados y pensó por un momento que las ruedas del carruaje le habían pasado por encima de las piernas. Se sintió aliviado al darse cuenta de que, en lugar de eso, el carruaje había pasado por encima de su rifle. Pugnó por levantarse. ¡Estaba vivo! Notaba algo frío y húmedo en el lado izquierdo de la cabeza y un dolor desgarrador. Se llevó la mano a ese lado de la cara y sintió un buen trozo de cuero cabelludo temblando en la brisa. Le resbalaba sangre caliente por la mejilla. Se estaba tocando el cráneo.

Marrow trastabilló hacia delante, mareado. Estaba en Temple Gardens, justo al norte del Támesis. Vio el carruaje, que se alejaba con la niebla roja aún tras él. Sentía un terrible dolor y tenía el brazo izquierdo paralizado. Considerando el destino del forense de la Policía y de los caballos, era afortunado de haber sobrevivido. Temía que Price, Cotford y su prisionera no tuvieran tanta suerte.

La sensación de calma le duró poco, porque al cabo de un momento la niebla roja se dirigió hacia él y oyó el sonido de alas que batían una vez más. No perdió el tiempo tratando de averiguar de dónde procedía el sonido. Todavía tenía el revólver que le habían dado, así que lo sacó. Cuando se disponía a utilizarlo, sintió una repentina ráfaga de viento en la cara y un fuerte tirón en el brazo. Trató de levantar el arma, pero su mano no se movía. Al bajar la mirada vio, tirada en la hierba, una mano cortada que sostenía un revólver. Confundido, Marrow levantó el brazo derecho y vio un muñón donde había estado su mano. Cuando su cerebro registró con retraso lo que había sucedido, soltó un grito de espantoso dolor.

Las alas que batían volvieron a cernirse sobre él. En un destello, creyó ver las garras afiladas de una gran ave. Un instante después fue empujado hacia atrás y oyó lo que sonó como un cubo de agua vaciado en el suelo. Miró hacia abajo, temblando de frío. Lo habían destripado desde el pecho hasta sus partes, y sus entrañas estaban derramándose. Marrow sintió un mareo y una imperiosa necesidad de vomitar. Pero al tambalearse hacia atrás se dio cuenta de que ya no tenía estómago para hacerlo.

—¡Siéntese y no se mueva! —bramó Cotford a Mina al tiempo que abría la puerta del carruaje que aún se movía.

Iba a salir para llegar al fondo de aquel sinsentido. Puso un pie en el estribo del carruaje y se agarró del techo. El viento le azotó tan violentamente que pensó que saldría volando del lateral del vehículo. Vio a Price por encima de él en el pescante, azotando sin desmayo a los caballos con las riendas.

—¡Price! ¿Qué diablos le pasa? ¡Detenga este coche! ¡Es una orden!

Price parecía no haberle oído. Cotford clavó los pies en el estribo y se agarró tan fuerte al pasamanos que se le pusieron los nudillos blancos. Cuando el carruaje osciló a la derecha, resbaló y se quedó con los pies colgando mientras el vehículo continuaba avanzando cada vez más deprisa. Siendo un joven cadete, Cotford hubiera podido hacer cien cosas diferentes para dominar una situación como ésa. En ese momento, sólo precisaba hacer una: la que le salvara la vida. No tenía fuerza.

Cotford levantó el pie y lo colocó en el lateral del carruaje. Tiró con todas sus fuerzas y de algún modo logró alzar su otra pierna al escalón inferior y auparse. Sujetándose fuerte al riel del escalón luchó contra el viento y trepó al asiento del cochero. Cotford vio las nubes negras bajas arremolinándose violentamente por encima de su cabeza. Nunca en la vida había visto semejante tormenta.

El agente Price se volvió a mirarlo. Su cara estaba salpicada de sangre y tenía una expresión demente en los ojos.

—No para de seguirnos. No podemos huir.

Price había perdido el juicio. Cotford estiró la mano para agarrar las riendas, pero el joven, aterrorizado, no iba a soltarlas. Mientras pugnaba con Price, el inspector atisbó algo que lo paró en seco. Una niebla brillante de color rojo sangre se extendía desde debajo del carruaje. Cotford había visto una niebla así sólo otra vez en su vida, y nunca había hablado de ello antes. Price gritó de un modo espeluznante. El inspector se volvió y vio que el agente salía propulsado desde el asiento, envuelto en una manta de bruma roja. Sin dar crédito a sus ojos, vio a Price volando por los aires, hasta que desapareció en una tormenta de nubes en espiral.

El recuerdo de Van Helsing despotricando sobre el mal pagano resonó en los oídos de Cotford. Seguramente estaba ocurriendo algo demoniaco. Pero no había tiempo para preguntarse por su naturaleza: los caballos estaban corriendo fuera de control, tenía que coger las riendas.

El agente Price trató de gritar, pero la niebla roja le entró en la boca, llenándola con un horrible gusto de podredumbre. Se sintió como si le hubieran aplastado el cuerpo como una nuez. No podía respirar. El sonido de alas batiendo era lo único que alcanzaba a oír. Se revolvió, desesperado. Iba subiendo cada vez más alto y su vuelo parecía durar una eternidad. Pensó que su corazón se rompería de miedo, pero continuó luchando.

De repente, sintió un dolor agudo en el cuello, y luego se quedó en calma. Estaba cansado. Quería dormir. Comprendía lo que le estaba ocurriendo, pero no tenía fuerzas ni voluntad para impedirlo. Su cuerpo se estaba vaciando de sangre; poco a poco, se sintió ligero como una pluma volando por el aire. La bruma entonces simplemente lo soltó. Su terror fue breve. Las implacables calles de Londres acudieron a recibirlo y Price notó que sus huesos se astillaban al golpear los adoquines… Luego, oscuridad.

47

A
rthur Holmwood, incrédulo, se volvió para mirar a Quincey Harker. La expresión de asombro en el rostro del joven le confirmó que éste había oído las mismas palabras gélidas de Van Helsing.

—¿Basarab? No, no puede ser. —Quincey negó con la cabeza, incrédulo.

—¡Locos! —dijo el profesor, burlándose de ellos—. Acepten la verdad como hizo Seward. Como hice yo. Drácula no es nuestro enemigo.

Holmwood retrocedió como si las palabras de Van Helsing fueran puñetazos. ¿Como hizo Seward? Si Seward había unido sus fuerzas con las del asesino de Lucy, entonces los había traicionado a todos. Casi los habían matado en su lucha para acabar con Drácula en Transilvania. Con su último aliento, Quincey P. Morris había clavado el puñal en el pecho de Drácula. ¿Sus sacrificios habían sido en vano? Mentiras. Mentiras. Tenían que ser todo mentiras.

—Quincey Morris no murió en vano —gritó.

—Báthory es el verdadero mal —replicó Van Helsing con seriedad—. Después de conocer sus horribles crímenes, los asesinatos del Destripador, Drácula vino a Inglaterra en 1888 con un propósito: destruir a Báthory. No huyó a su castillo por temor a nosotros. Fue Báthory quien huyó por temor a Drácula. Nosotros interferimos en la historia con la persecución de Drácula, como Báthory sabía que haríamos. Ella nos engañó a todos. Las heridas que infligimos a Drácula lo debilitaron y permitieron que Báthory le diese el que creía que sería el golpe final. Quincey Morris murió luchando contra el villano equivocado.

—Drácula mató a mi Lucy. Es un demonio, ¡debe morir!

—La ira le ha nublado el juicio. —Van Helsing dio la espalda a Holmwood, como si estuviera asqueado con su antiguo aprendiz.

Holmwood agarró al profesor por el brazo.

—Nunca me aliaré con Drácula. Si Báthory era el Destripador, que así sea, los mataremos a los dos.

—Es usted necio e impulsivo. Nunca debería haber traído aquí al chico. —Van Helsing pugnó por librarse de él.

Holmwood, asqueado por las palabras emponzoñadas del anciano, lo soltó con un empujón. Van Helsing trastabilló y cayó al suelo, boca abajo.

—¡Profesor! —exclamó Quincey.

Corrió en auxilio de Van Helsing, sacudiendo al anciano. No hubo respuesta.

—¿Profesor Van Helsing? —Le tomó la muñeca, luego miró a Arthur con expresión de pánico—. ¡No le encuentro el pulso!

—Dios mío. —Holmwood se arrodilló al lado de Van Helsing para verificar la horrible verdad. Sus dedos inquisitivos no lograron encontrar un latido.

—Ayúdeme a darle la vuelta —dijo Quincey.

Un gemido escapó de los labios de Van Helsing. Sobresaltado, Quincey casi perdió el equilibrio. Un ligero movimiento de balanceo del anciano hizo que Holmwood se levantara y retrocediera en estado de
shock
. Estaba seguro de que no tenía pulso. Van Helsing había estado muerto.

El profesor se levantó con sus débiles brazos. Su cabello blanco, largo y despeinado cayó hacia delante proyectando una sombra sobre su rostro.

—Si no se unen a nosotros… —dijo con una voz que les heló la sangre.

El anciano al parecer no era tan frágil como les había inducido a creer.

Van Helsing se volvió, se echó el pelo hacia atrás y reveló la horrible verdad. Los ojos del profesor eran orbes negros; sus colmillos, largos y afilados. Gruñó con malevolencia.

—… entonces están contra nosotros.

Era demasiado tarde para huir. Van Helsing saltó sobre ellos.

48


N
o puede escapar. Es absurdo —gritó Mina desde abajo.

Cotford sabía que ella tenía razón. La niebla rojo sangre había quedado atrás con la captura de Price, pero ahora estaba otra vez en movimiento, alcanzando las ruedas traseras del carruaje. Los caballos estaban bañados en sudor: no podrían mantener ese ritmo frenético mucho tiempo más. Cotford necesitaba un plan.

Tiró de las riendas para cambiar de dirección, dirigiéndose de nuevo hacia la calle principal con la esperanza de encontrarse con la multitud. A ver cómo reaccionaba esa amenaza roja cuando quedara expuesta a los testigos.

De repente, oyó el extraño sonido de alas que batían. Por un instante vio lo que parecían ser grandes garras de alguna bestia gigante que se estiraban hacia él. Trató de esquivar una zarpa con las puntas como cuchillas, pero no fue lo bastante rápido. Gimió de dolor cuando algo afilado le rasgó la carne.

Cotford se echó la mano a la herida, justo debajo del hombro. Era profunda y el dolor era horrible. Perdía mucha sangre. Condujo el tiro lo más deprisa que pudo por el laberinto de callejones. De algún modo logró esquivar la niebla carmesí.

Emergiendo al fin de las calles laterales, Cotford vio su refugio, como la línea de meta para un corredor: las gruesas letras negras
Piccadilly Rly
en las baldosas de la fachada de un edificio. Usando hasta la última gota de sus fuerzas, hizo parar a los caballos justo a mitad de la manzana de Aldwych Crescent. Los pocos carruajes y automóviles que aún quedaban en la calle se detuvieron con un chirrido de ruedas cuando el vehículo de la Policía bloqueó su avance. Los peatones se detuvieron para mirar. Cotford saltó desde el pescante. Se volvió y comprobó que la niebla rojo sangre no los había seguido a la calle principal. Corrió a un lado del carruaje y metió su mano ensangrentada por la puerta abierta.

—¡Salga!

Mina vaciló un momento, pero enseguida cogió la mano de Cotford y éste la sacó del carruaje. Miró su hombro herido:

—Necesita un médico.

La atención de Cotford no se centraba en sí mismo, sino en el cielo. Las nubes negras se estaban reuniendo, bloqueando la luz de la luna y las estrellas.

—¡Vamos!

Cogió a Mina de la mano y corrió con ella hasta la boca de la estación de metro de Strand. Ambos se detuvieron al oír el sonido de alas batiendo en círculos sobre ellos, ocultas en el remolino de nubes negras.

—Huir bajo tierra es su única esperanza —gritó Cotford por encima del rugido del viento, al tiempo que sacaba un puñado de monedas del bolsillo y se las daba a Mina—. Dígale a Van Helsing que me equivocaba… en todo.

—Es a mí a quien quiere —protestó Mina, tratando de devolverle las monedas a Cotford—. ¡Sálvese!

—Mi ceguera les ha puesto a usted y a su familia y amigos en un terrible peligro. Ahora me doy cuenta. Perdóneme.

El sonido de las alas se hizo más fuerte. El monstruo estaba llegando.

—¡Váyase! ¡Váyase ahora! —Cotford empujó a Mina hacia la escalera.

Se volvió y sacó la katana rota del bolsillo del abrigo. Oyó que Mina salía corriendo y luego, extrañamente, oyó su susurro en su oído, con voz suave y dulce.

—Está perdonado.

Durante muchos años había estado obsesionado por las muertes de aquellas jóvenes mujeres. Ahora sabía por qué su alma había estado tan atormentada. Se había estado engañando todo el tiempo, negando la verdad. El asesino no era humano. La noche que cayó mientras perseguía al Destripador había visto la misma niebla roja. Lo había rodeado cuando se despistó y tropezó con el bordillo. El monstruo que ahora venía a por él era su destino. Si conseguía salvar aunque sólo fuera a una persona esa noche…, entonces quizás el trabajo de su vida no habría sido en vano.

El monstruo descendió hasta debajo de las nubes y se reveló. La gárgola rugió, exhibiendo filas sanguinolentas de dientes afilados y un destello en sus ojos rojos. Tenía la piel escamada como la de un lagarto y cuernos curvos en las sienes. De su espalda salían dos enormes alas de piel y su larga y musculosa cola, serrada y afilada como una cuchilla, iba arrancando trozos de los edificios de piedra al agitarse. Las garras se abrieron al lanzarse hacia Cotford, preparadas para abrazarlo en una presa mortal.

Cotford oyó que la gente gritaba aterrorizada en la calle al dispersarse para ponerse a salvo, dejándolo solo. Rezó por su alma inmortal y pidió reunir el valor suficiente. Era el momento de equilibrar la balanza. Envolvió una toalla en torno a la katana rota para formar una empuñadura improvisada al tiempo que cargaba, levantando el filo y apuntando hacia la cabeza del monstruo que volaba hacia él, pero era demasiado lento. La gárgola se movía tan deprisa que él sólo logró incrustarle el arma en la pata. La oyó aullar de dolor al estrellarse a su lado en el suelo.

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