Se levantó para enfrentarse a sus acusadores. Se puso los guantes blancos con calma y los desafió:
—Ya he oído suficiente. Soy un lord inglés. Y usted no tiene base alguna para mantenerme aquí. Si me vuelven a hostigar, los dos perderán sus placas.
Sin decir otra palabra se dirigió a la puerta.
—Puede que usted y Van Helsing disculpen sus crímenes diciéndose que el mal existe en un demonio todopoderoso —dijo Cotford.
Sus palabras hicieron que Holmwood se detuviera junto a la puerta.
—Conozco la verdad porque la he visto. La verdadera maldad existe en el alma del hombre… y va a por usted.
Arthur Holmwood salió diciendo la última palabra.
—Va a por todos nosotros.
Van Helsing tenía mucho que hacer. Después de leer el telegrama de Mina, planeaba volver de inmediato a su habitación, coger su sombrero y su abrigo y salir rápidamente en busca de Quincey. No obstante, después de saltarse la comida, y agotar su energía en la confrontación del vestíbulo con Cotford, se sentía muy débil para iniciar su búsqueda. Empezaría con energías renovadas por la mañana. Había desperdiciado demasiado tiempo tratando de razonar con el detective…, no, inspector Cotford. Después de todos los años que había pasado haciendo la obra de Dios, luchando contra el mal para que hombres ignorantes como Cotford pudieran dormir a salvo por la noche, ésa era la gratitud que recibía en el ocaso de su vida. Acusado de cometer un asesinato, nada menos. Cotford estaba tan loco como un inquisidor español. Van Helsing tenía que sacarse de la cabeza al inspector. Había vuelto a Londres con un propósito más importante, y Cotford estaba, una vez más, llamando a la puerta equivocada. No dejaría que el inspector imbécil interfiriera. Sólo le quedaba rogar por que Quincey permaneciera a salvo una noche más.
Clavados en las paredes de la habitación de hotel de Van Helsing había retratos del Drácula histórico, el príncipe rumano Vlad el Empalador, y dibujos que mostraban sus hazañas sangrientas. En el centro de todos ellos, exhibido en un lugar preferente, estaba el grabado en madera que mostraba a Drácula cenando en medio de miles de sus enemigos:
El bosque de los empalados
.
Van Helsing supo al mirar esas imágenes que su destino era mantener un enfrentamiento final con Drácula y que su deber consistía en destruir completamente a esa criatura maligna. Si Cotford se lo impedía de algún modo, también lo mataría.
—Mi tiempo casi ha terminado, demonio —dijo Van Helsing mirando los ojos pintados de Vlad Drácula.
En una mesa cercana había cruces, hostias, agua bendita, una estaca de madera, un puñal y una ballesta cargada y lista para disparar.
—Ven a mí y moriremos juntos. No de viejos, sino en una gloriosa batalla.
Sin advertencia, Van Helsing sintió que se le cerraba el pecho como si la Parca llegara a reclamarlo. Notó el tacto frío de la muerte. No. Ahora no. Sólo necesito unos días más.
Se apoyó en la mesa. Con dedos temblorosos, Van Helsing alcanzó el pastillero de latón. Con cuidado de que esta vez no se le cayera ninguna, se colocó una salvadora pastilla de nitroglicerina bajo la lengua.
Cuando el abrazo de la muerte se deshizo, Van Helsing recuperó sus fuerzas. La bondad del Señor le estaba enviando un mensaje: su tiempo era más corto aún de lo que pensaba. Miró una vez más al rostro esculpido de su mortal enemigo: el príncipe Vlad Drácula. Van Helsing estaba de pie, con los brazos levantados hacia el cielo al gritar su desafío.
—¡Demonio, te espero!
V
iajaron en dirección norte hacia Londres. Quincey iba sentado frente a Basarab en el carruaje. La calidez del actor había dejado paso a un frío silencio después de que Quincey le informara de su última conversación telefónica con Hamilton Deane. Bram Stoker no había cedido. No aprobaba a Basarab, y había llegado al extremo de mandar un telegrama a Barrymore a América, tratando de convencerlo de que volviera. Quincey esperaba que cuando su amigo y gran actor llegara en persona y exhibiera su considerable talento, Stoker cambiara de opinión. Basarab se puso cada vez más contemplativo a medida que se acercaban al teatro. El clima había empeorado y la niebla parecía hacerse más densa. Quincey pensó que era mejor no molestarlo. Antes de que el cochero detuviera el carruaje, Basarab ya estaba asomado a la puerta. Le habló, pero sus ojos, como su mente, estaban enfocados en la entrada del teatro.
—Hablaré con Stoker a solas —dijo Basarab; su voz tenía una suerte de capa de hielo que inquietó a Quincey—. Asegúrese de que no nos molestan.
—¿Y si Deane no coopera? —Quincey tocó el brazo de Basarab para calmarlo.
Había un destello de ira en los ojos del actor, y Quincey apartó la mano. Le recordó la reacción de Arthur Holmwood cuando le había hecho lo mismo. No estaba seguro de lo que Basarab quería o esperaba de él.
Al cabo de un instante, con la misma rapidez con que había destellado, la ira se extinguió hasta convertirse en una sonrisa calmada. El actor cambió de dirección y se sentó al lado de Quincey.
—En cierta ocasión, el príncipe Vlad Drácula condujo a cuarenta mil leales contra una invasión de trescientos mil soldados, el mayor ejército jamás reunido para matar a un hombre. Pero, cuando Drácula cabalgó a la cabeza de su ejército con un bosque de treinta mil prisioneros musulmanes empalados retorciéndose en sus estacas sanguinolentas a su espalda, sus enemigos huyeron despavoridos del campo de batalla.
Quincey se movió incómodamente en el asiento del carruaje, profundamente inquieto por el hecho de que Basarab elogiara al hombre que había matado a su padre. Le asaltó el recuerdo de la ilustración dibujada a mano de su propio padre, muerto y empalado en Piccadilly Circus. Recordó rápidamente que la adoración de su mentor era por el hombre vivo, no por el demonio no muerto en que se había convertido Drácula cuando eligió renunciar a Dios. Aún no era el momento, pero Quincey sabía que Basarab combatiría a ese demonio con él cuando llegara la hora.
—Ese gran día —continuó Basarab—, Drácula salvó a su país. Salvó al mundo cristiano. Drácula usó la única arma con la que contaba…: el miedo. Eso es. El miedo puede ser un instrumento poderoso, joven Quincey. Abrácelo.
El cochero abrió la puerta del carruaje. Basarab volvió a fijar los ojos en el teatro y se apeó con calma. Quincey lo siguió a la escalinata de entrada. Las palabras del actor daban vueltas en su mente. ¿Estaba insinuando que debería usar la intimidación para tener éxito? No era así como lo habían educado. No obstante, aquél era un hombre hecho a sí mismo y de demostrado éxito. Supuso que Basarab estaba tratando de darle una valiosa lección.
El vigilante nocturno estaba esperándolos en la puerta delantera. Dentro del oscuro vestíbulo, Quincey se concedió un momento para que sus ojos se ajustaran a la tenue luz. El reconfortante olor del maquillaje teatral aún flotaba en el aire. El vigilante nocturno abrió la puerta que conducía al auditorio. Quincey caminó deprisa para seguir a Basarab.
Una vez dentro del auditorio, enfilaron un pasillo oscuro. Las luces estaban sólo a media potencia. Hamilton Deane salió a su encuentro envuelto en sombras, con la mano tendida para recibirlos.
—¡Quincey! ¡Señor Basarab! Bienvenidos.
Deane estrechó primero la mano de Basarab. Se estremeció ligeramente, como si éste hubiera apretado demasiado fuerte, pero no le dio importancia y continuó sonriendo.
—Hablemos de negocios.
Quincey consintió al gesto de Deane de seguirlo, pero Basarab no se movió. Una expresión ominosa en los ojos del actor alertó a Quincey. Estaba confiando en él para que actuara en su nombre, probándolo para ver hasta qué punto seguía bien las instrucciones de su mentor.
—Sin ánimo de ofender, por supuesto —dijo Quincey—, pero el señor Basarab desea hablar primero en privado con el señor Stoker.
Deane se mostró confundido ante la repentina osadía de Quincey y respondió con severidad.
—La decisión de contratar al señor Basarab es mía. El señor Stoker simplemente tendrá que aceptarlo.
Había un tono de irrevocabilidad en la voz de Deane. Quincey no sabía qué decir. Deane había accedido dejar que Basarab representara el papel, pero Quincey sabía que su mentor quería disponer de ese tiempo con Stoker. Él tenía que ocuparse de que así fuera. Era un actor, de manera que decidió actuar. Dio un paso adelante, se situó muy cerca para que su interlocutor se sintiera cómodo y miró a Deane a los ojos. Como si representara el papel del villano, se enfrentó a Deane imitando la gélida imperiosidad de Basarab. Sabía por la expresión en la mirada de Deane que el hombre estaba inquieto. Basarab tenía razón. El miedo era poderoso. Quincey estaba a punto de ver hasta dónde podía llevarlo esta nueva táctica cuando Basarab le puso la mano en el hombro y tiró de él.
—Por favor, señor Deane —le interrumpió Basarab—, me gustaría evitar cualquier situación desagradable. Permítame la oportunidad de ganarme al señor Stoker con mi interpretación única de su destacado personaje, lejos de miradas controvertidas. Si me permite…
Quincey estaba desconcertado por aquellas melosas palabras de Basarab. ¿Lo había manipulado intencionadamente para hacerlo quedar como el villano? No podía ser; Quincey era el palo; Basarab, la zanahoria. Una vez intimidado, era más probable que Deane estuviera mejor predispuesto a aceptar la solicitud educada de Basarab. El actor rumano era un genio. Quincey tenía mucho que aprender de él.
Deane sonrió mientras hacía un gesto hacia la puerta que conducía a la parte posterior del teatro.
—Tiene usted mi bendición.
En un ademán caballeresco, Basarab inclinó la cabeza para dar las gracias y desapareció.
Quincey volvió a mirar hacia el escenario. ¡Qué afortunado era! Obviamente, el gran actor sabía cómo lograr lo que quería. Estaba seguro de que cada momento que pasaba con Basarab le servía para aprender más y más de las tácticas que iba a necesitar si quería obtener la venganza que había planeado.
U
sando el bastón para mantener el equilibrio, Bram Stoker se sentó ante su escritorio, en el santuario de su oficina. El escritor disponía de un tiempo escaso y precioso si quería convencer a Barrymore de que volviera a Londres. El actor había respondido a su último mensaje informándole de que simplemente era demasiado tarde para que regresara. Ethel Barrymore, la hermana de John, se había ocupado de que éste se le uniera en el reparto de
A Slice of Life
, de James M. Barrie, en el Criterion Theatre de Broadway. Las representaciones tenían un calendario limitado y terminarían a final de mes; después, Barrymore continuaría camino a California.
Gracias a su experiencia con Henry Irving, Stoker sabía que la forma de que un escritor atrajera a un actor era mediante grandes palabras. Iba a escribir un soliloquio para el personaje de Drácula que a cualquier actor le gustaría recitar. El tremendo ego de Barrymore le forzaría a volver al Lyceum, porque no querría que otro actor ganara reputación con esa obra. Stoker enviaría rápidamente las páginas a su amigo George Boldt, director del Waldorf y del Astoria en Nueva York, los dos hoteles estrechamente relacionados y en los que John Barrymore se alojaba siempre que estaba trabajando en Broadway. El señor Boldt le daría personalmente a Barrymore la nueva versión de la obra. Los recuerdos de Irving llenaban cada rincón de la atestada oficina de Stoker. Tarjetas y carteles de obras adornaban las paredes; en una esquina había un maniquí de madera de tamaño real ataviado con el traje de Mefistófeles que Irving había llevado en su aclamada producción de
Fausto
. Bram levantó la mirada al retrato de Irving vestido con el mismo atuendo diabólico que colgaba de la pared. Irving debería haber representado a Drácula, no Barrymore ni ese tal Basarab al que Deane había ido a buscar a espaldas de Stoker. Irving estaba loco. Si le hubiera escuchado podría haber terminado su vida con un último gran papel en lugar de ir cayendo en el olvido arruinado por la bebida. Entonces, como siempre, Stoker había dejado de lado su propia ambición por el bien de los deseos de otro. Esta vez, sólo sería fiel y honrado consigo mismo. Se prometió que elegiría el actor que representaría su Drácula.
Stoker se había despertado agitado. Era el momento de escribir. Sin duda, la furia llevaría su pluma a la grandeza. Se sentó ante su escritorio y hundió la plumilla en la tinta.
Momentos después de que empezara a escribir, lo interrumpió una llamada a la puerta. Stoker dejó la pluma en la mesa. Después de la pelea que habían tenido, Deane sabía que era mejor no molestarlo cuando estaba escribiendo. Antes de que tuviera la oportunidad de rechazar al intruso, la puerta se abrió y entró un hombre alto con penetrantes ojos oscuros y pelo negro como el carbón. Aunque tenía el rostro oscurecido por la sombra, Bram estaba seguro de que el espectro de Irving había venido a maldecirlo por arruinarle su teatro. Cuando la figura se adentró en el despacho, Stoker se dio cuenta de que era simplemente un hombre.
Era delgado, con los rasgos alargados e imperiales de la realeza del este de Europa. Tenía los ojos oscuros y profundos fijos en Stoker, que de repente se sintió como si lo estuviera observando un ave de presa. Había algo muy extraño en aquel rostro; los ojos eran fieros, pero la boca estaba sonriendo. Stoker reconoció al hombre por las fotos promocionales que le habían entregado. Basarab. Recordó algo que Ellen Terry, una de las principales
partenaires
de Irving había dicho en cierta ocasión: «Nunca confíes en un actor que sonríe, sólo es una máscara».
—¿Reescribiendo a última hora? —preguntó Basarab.
—Le estaba esperando. —Stoker cubrió la página que estaba escribiendo.
Había estado temiendo ese momento desde el encuentro con el joven Harker. ¿Cuánto conocía el muchacho? Stoker sabía que esa visita no era casual. Cuanto más se relacionara Deane con Quincey y Basarab, mayor era el riesgo de que quedaran en evidencia los verdaderos orígenes del libro de Stoker. Trató de ocultar los sentimientos de culpa. Al fin y al cabo, no había obrado mal. Lo único que había hecho era mezclar su propia historia con un cuento fantástico que le habían contado en un bar.
Había estado trabajando en su propia novela de vampiros con escaso éxito. Stoker maldecía los años pasados en el mundo de las leyes y el derecho, años que habían matado su imaginación. Entonces, una noche, había conocido en un bar a un extraño que estaba más que dispuesto a hablar, siempre y cuando Stoker le pagara la bebida. Los inverosímiles delirios del loco le habían inspirado y le habían convencido de cambiar el nombre de su villano de conde Vampiro a conde Drácula. A Stoker, el nombre le recordaba el
droch-fhoula
, la palabra gaélica que significaba «mala sangre», un vocablo que le helaba las venas. ¿Cómo podía haber sabido que algunas de las personas mencionadas en el relato de aquel loco eran reales? Pero también sabía que ahora el teatro no podía permitirse ninguna clase de cotilleo controvertido. Maldito Quincey Harker, ¿por qué tenía que aparecer precisamente ahora?