Drácula, el no muerto (29 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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La sonrisa de Basarab se disolvió. Se volvió y cerró la puerta a su espalda.

—Veo que las galanterías están fuera de lugar, así que iré directo al grano.

—Como guste.

—Su libro es un fracaso económico. Necesita que esta obra sea un éxito. ¿Por qué desafiarme? Yo puedo ayudarle.

Las palabras eran como una estaca de madera clavada en el corazón de Stoker. No necesitaba que ese actor pomposo y paternalista le informara de las mediocres cifras de venta de su novela.

—Si Deane quiere guerra, la tendrá —dijo Stoker, tratando de contener la sangre que le hervía—. Soy el director de este teatro. Lo cerraré antes que darle a usted el papel protagonista. El papel ya está asignado.

Basarab rio y negó con la cabeza mientras se quitaba los guantes y el abrigo. Stoker torció el gesto por la manera en que ese invitado mal recibido se ponía cómodo, como si estuviera en casa.

—Por supuesto, si yo tuviera que representar el papel, debería hacer algunos cambios en la obra, y una nueva edición de su libro reflejaría estos cambios.

—¡Realmente es tan arrogante como dicen! —bramó Stoker.

Basarab estaba interpretando para él. El actor estaba haciendo una especie de audición para el papel de Drácula, por eso se comportaba como el conde, para ganárselo. No iba a funcionar. El Drácula de Stoker habría tratado de atraparlo con miedo, no con arrogancia. Stoker estaba más seguro que nunca de que Basarab no era bueno para el papel.

—Su libro está plagado de inconsistencias, falsas presunciones y una absurda imaginación —soltó Basarab. Cogió el libro con cubierta amarilla y se acercó a la lámpara de pie.

—Había oído hablar de la legendaria arrogancia del gran Basarab, pero veo que además puede que esté usted loco —dijo Stoker al levantarse para enfrentarse a su invitado.

Había pensado que encontraría rabia en los ojos como halcones de Basarab, pero en cambio no halló nada, salvo exasperación y tristeza. Basarab parecía casi honesto. O puede que ese rumano fuera mejor actor de lo que pensaba.

—¿Por qué me provoca? —preguntó Basarab—. Mi intención no es batallar con usted.

—Es desafortunado. Porque mi intención es que se largue de aquí.

Stoker volvió a sentarse y giró la silla hasta darle la espalda al actor. Ya había perdido bastante tiempo con ese estúpido.

Basarab se deslizó detrás de Stoker. Sus manos agarraron suavemente los hombros del autor al inclinarse a su oído para hablar en un susurro.

—Tenga cuidado, se lo advierto. Está cometiendo un espantoso error.

Stoker se esforzó por impedir que su rostro mostrara su miedo, pero el escalofrío que le recorría la columna lo hizo temblar. Basarab sin duda había sentido su estremecimiento. Stoker se había traicionado a sí mismo.

Quincey notaba que Deane era receloso con él, después de su anterior encuentro. Mantuvo la distancia mientras le ofrecía a Quincey una visita guiada por sus nuevas instalaciones. Deane apagó las luces del local y sumió el teatro en la oscuridad. El joven pensó que era extraño que aún pudiera ver al tipo en el escenario, buscando a tientas otro interruptor. Tal vez hubiera una luz tenue para los tramoyistas, pero no veía de dónde salía.

Se produjo una chispa y se oyó un sonoro zumbido eléctrico cuando Deane accionó el segundo interruptor.

—Contemple la maravilla del siglo xx —dijo.

Candilejas eléctricas iluminaban el escenario. Quincey se quedó cautivado con el sistema de tres colores que usaba luces de escenario de color blanco, rojo y verde.

—Ahora observe esto. —Deane atenuó cada uno de los colores elegidos a diferentes niveles.

Quincey estaba asombrado. Era algo que jamás se había logrado con luz de gas. Les permitiría añadir una atmósfera malevolente nunca antes vista en escena. Se descubrió riendo como un niño en una tienda de caramelos.

La voz de acento irlandés de Bram Stoker resonó a través de las catacumbas de detrás del telón. Estaba gritando, acalorado y enfurecido.

—Es mi pie —exclamó Deane—. Será mejor que entre allí.

«Asegúrese de que no nos molestan.» Las palabras de Basarab hicieron eco en el recuerdo de Quincey tan claramente como si estuviera a su lado. No podía fallarle. Cuando Deane empezó a avanzar hacia la puerta que daba a la zona reservada del teatro, saltó al escenario y le bloqueó el paso. Deane se sobresaltó, sorprendido por la velocidad de Quincey.

—Lo lamento, pero el señor Basarab no desea que lo molesten.

—Me juego mucho en esto —dijo Deane—. No voy a dejar que Stoker lo arruine.

Estiró el brazo para apartar a Quincey, pero el hombre más joven permaneció firme. Deane estaba desconcertado. La discusión del despacho se intensificó.

—¡Apártese de mi camino! —gritó Deane. En su furia, sus buenos modales se habían desvanecido. Se movió hacia Quincey para abrirse paso.

—Lo lamento, pero debo insistir —dijo Quincey. Alargó un brazo para detener a Deane.

Aunque el contacto fue suave, Deane perdió completamente el equilibrio. Cayó hacia atrás y aterrizó de espaldas en medio del escenario. Quincey vio un destello de sorpresa y temor en el rostro de Deane, que retrocedió por el suelo y se levantó. Deane miró a Quincey y se retiró del escenario.

El joven sólo pudo observar, desconcertado. «Apenas lo he tocado.» Se miró las manos, disgustado con sus propias acciones. Ahora era Quincey quien estaba asustado… de sí mismo. ¿Ése era el hombre en el que Basarab quería que se convirtiera?

Stoker apoyó el pie en el escritorio; echó la silla hacia atrás y apartó de sus hombros la mano de Basarab. Giró en la silla.

—No me importa quién es usted. ¿Cree que puede intimidarme para que le dé el papel?

Basarab no hizo caso de la pregunta.

—Es usted un necio y su escritura es censurable. Su Drácula camina a la luz del día. Lo acusa falsamente de asesinar a la enferma y anciana madre de Lucy Westenra y de alimentar con un niño vivo a sus novias. Lo llama conde cuando en realidad era un príncipe. Esto es un insulto a mi nación.

—Su nación sigue en la edad de las tinieblas. No estoy seguro de que el rumano medio sepa siquiera leer.

Los ojos de Basarab echaron chispas. Golpeó el escritorio con el libro de cubierta amarilla. Toda la sala pareció temblar.

—Escribe como si tal cosa de asuntos de los que no entiende nada y en los que no cree, o de gente a la que nunca ha conocido. Es un zoquete sin talento.

—No he de defenderme ante usted —dijo Stoker, tartamudeando—. Drácula es sólo un personaje de ficción nacido de mi propia imaginación.

—Si el príncipe Drácula es tan villano, ¿por qué permitió vivir a Harker cuando lo tuvo cautivo en su castillo?

—Habla de esas cosas como si fueran sucesos reales —dijo Stoker.

—Si se hubiera molestado en comprobarlo con el capitán del puerto de Whitby, habría descubierto la existencia de un barco llamado
Demeter
que se estrelló contra las rocas en una tormenta en 1888, no en 1897, tal y como afirma en su libro.

Stoker necesitaba terminar con ese asunto, y hacerlo ya. Se levantó ante las narices de Basarab.

—Le exijo que se vaya…

—La tripulación de ese barco murió de una peste provocada por las ratas —lo interrumpió Basarab—. Se volvieron locos, y se mataron unos a otros. No había ningún perro desdichado, y no hubo ningún cuello cortado por una garra salvaje como ha escrito.

El ojo izquierdo de Stoker se retorcía de rabia. Rezaba por que no se notara mientras señalaba la puerta.

—¡Inmediatamente!

Basarab parecía hacerse más grande al acercarse a Stoker. El autor retrocedió por el borde del escritorio.

—Fue Van Helsing quien mató a Lucy Westenra, no Drácula. Van Helsing hizo una chapuza con la transfusión de sangre y envenenó la sangre de Lucy. Drácula la transformó en vampiro para salvarla.

—¿Qué sabe del profesor Van Helsing? —preguntó Stoker, retrocediendo hacia el fondo del despacho. Sentía que su cuerpo había perdido todo el calor.

La luz de la vela proyectaba sombras vivas en el rostro de Basarab.

—La arrogancia de Van Helsing sólo es equiparable a su ignorancia.

El valor de Stoker se desvaneció bajo la mirada abrasadora de Basarab. Se quedó sin aliento. La debilidad de sus amenazas era obvia.

—Si está aquí como abogado de Quincey Harker por algún pleito difamatorio, le advierto…

—Es usted como los pomposos hipócritas de su novela —dijo Basarab—. ¿De verdad cree que sólo por enfrentarse a lo que considera un mal, ese mal va a evaporarse?

Stoker ya no podía retroceder más. Estaba arrinconado. La sala pareció más oscura.

Basarab estaba tan cerca que bloqueaba por completo la visión de Stoker. ¡Esos ojos! ¡Esos ojos negros! Stoker sintió que el brazo izquierdo se le entumecía y se le quedaba frío. Estaba al borde de las lágrimas.

—¡Drácula era un monstruo de mi imaginación!

—¡No! Fue un héroe que hizo lo que debía para sobrevivir. —La voz de Basarab se llenó de orgullo cuando su discurso llegó a un
crescendo
—. El príncipe Drácula fue ordenado por el mismísimo Papa como capitán de los cruzados. Se alzó solo en nombre de Dios contra todo el Imperio otomano. Drácula nunca se encogería de miedo ante alguien tan ridículo como Van Helsing ni huiría a Transilvania. De hecho, ¡es usted culpable de calumnias!

El sudor resbalaba por el rostro de Stoker. Se acercó a la pared para encontrar apoyo y se frotó el brazo entumecido. La sala parecía girar e inclinarse. Stoker apartó los ojos para evitar la mirada que mostraba el desgarro del alma de Basarab. El dolor se le extendió por el brazo y al cuello mientras pugnaba por respirar. Stoker se obligó a sostener la mirada de Basarab aun cuando sentía que se resbalaba al suelo.

—¿Quién es usted? —preguntó con un grito ahogado.

Basarab colocó la mano en torno al cuello de Stoker y apretó. Su rostro pareció contorsionarse como el de un lobo al soltarle a Stoker:

—Soy un guante arrojado ante usted —dijo en un calmado susurro espectral—. ¡Soy su juez ante Dios! —Hizo una mueca de asco y soltó al autor.

Fue como si la mano de Basarab hubiera sido la presa que sostenía una marea de dolor. La desgarradora punzada subió por el cuello de Stoker, a través de la mandíbula y hasta el cerebro. El autor se agarró la cabeza. Sentía como si le hubieran metido un atizador ardiendo en el ojo. Se derrumbó en el suelo. Basarab se apartó de él. Stoker trató de pedir ayuda, pero estaba paralizado. Sus ruegos eran silbidos secos.

Sólo podía observar impotente mientras Basarab se llevaba su posesión más preciada: el guion de Drácula.

Luego, oscuridad.

Quincey sintió la mirada de Deane sobre él al sentarse en el asiento del pasillo de la primera fila. No habían cruzado ni una sola palabra. Quincey todavía se miraba las manos en el escenario, contemplando las ramificaciones de sus impetuosas acciones. Había empujado demasiado fuerte.

Pisadas a la izquierda. Era la hora del veredicto.

Basarab apareció desde las sombras de la zona de camerinos, con un librito bajo el brazo. Miró a Deane y dijo simplemente:

—Vaya a buscar un médico. Me temo que el señor Stoker ha sufrido un ataque.

Hasta que Deane no subió los escalones del escenario no tuvo la certeza de que había oído correctamente.

—¿A qué está esperando? ¡Vaya a buscar a un médico! —gritó Deane al pasar junto a Quincey.

Clavó su mirada en Basarab antes de desaparecer tras el telón. El actor no reaccionó. Quincey se volvió hacia él, y su mentor le hizo una señal de asentimiento. Una vez más, Basarab mandaba y él estaba allí para cumplir sus órdenes. Saltó al suelo y empezó a recorrer el pasillo. Si Stoker moría ahora, Quincey nunca tendría la oportunidad de interrogarlo sobre su libro, los secretos de sus padres o Drácula. Tenía que darse prisa.

—¡Locos, locos! —bramó la voz de barítono de Basarab desde el escenario.

Quincey se detuvo y se volvió para ver a Basarab en el centro de la tarima, leyendo el guion.

—¿Qué demonio o bruja fue jamás tan grande como Atila, cuya sangre fluye por estas venas?

Quincey sabía que el tiempo era esencial, pero se descubrió fascinado. Basarab se había convertido en el personaje del conde Drácula. Su voz era angustiante y hueca; su acento del este de Europa, más marcado. Su postura proyectaba una elegancia real. Todo su cuerpo parecía casi como un lobo en el escenario. La transformación fue tan rápida y notoria que era casi sobrenatural. Fue un drástico contraste con la interpretación de farsa de John Barrymore.

—Pero los días de guerra han pasado —gruñó Basarab—. La sangre es una cosa demasiado preciosa en estos años de deshonrosa paz, y las glorias del gran Drácula ya no son más que un cuento que se explica.

Basarab se alzaba en el centro del escenario; las luces de pie proyectaban un brillo espectral en su rostro. En sus ojos se reflejaban siglos de tormento. Era todo sangre y rabia.

Ya no leía, sino que recitaba de memoria. Basarab dejó que el libro resbalara entre sus dedos. El lobo enfadado se transformó de nuevo. Las lágrimas se agolparon en sus ojos angustiados, sus músculos se tensaron y su cabeza se arqueó a la luz del foco. ¡Tanto dolor! ¡Tanta desesperación! Quincey estaba paralizado, asombrado. Basarab continuaba hablando como si las frases nacieran en las profundidades de su propia alma.

—El tiempo me ha atrapado finalmente —dijo el actor, mirando directamente a Quincey, quemándole la carne—. No hay lugar en esta era de máquinas e intelecto para los monstruos que vagan por el campo. Hay que elegir entre evolucionar o morir.

Quincey sentía que tenía los pies clavados al suelo. Su mentor había transformado Drácula en un héroe trágico y angustiado. Quincey pensó que si Basarab podía sentir simpatía por Drácula tan fácilmente, ¿cómo iba a convencerlo de alzarse en armas contra el monstruo?

La urgencia de encontrar un médico para Stoker lo devolvió a la realidad. Quincey corrió hacia las puertas del teatro y salió corriendo a la calle pidiendo ayuda. Un hombre salió asegurando que era médico y Quincey lo acompañó al teatro.

Quizá Basarab no era el aliado que necesitaba. La pérdida de Stoker como fuente de información era sólo el principio. El demonio había ganado su primera batalla y él ni siquiera había movido un dedo.

32

A
rthur Holmwood entró en el vestíbulo principal de su casa y se sorprendió de que no hubiera nadie esperándolo. El personal se había retirado después del banquete. La casa estaba inmaculada, silenciosa. Era como pasear por un cementerio.

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