Authors: Alberto Olmos
«Te dejo, voy a leerle a Ana unas páginas», «Y ya despidiéndome, voy a despertar a Ana», «Ya voy, Ana, ya me quito de tu puto orde…», «Aunque el tipo que ve Ana cada día comprando pan vestido de payaso también tiene tela», «Pero Ana (salvación) viene pronto», «Ya le leí a Ana anteayer uno de Cheever que habla de Los Rodríguez, una pieza maestra», «La cama y Ana, que me arrastra y me hace reír siempre», «Ana prepara un pastel».
Ana, mi Ana, también había salido con un tipo así. Me contó su historia muchas veces. Iba para director de cine. Ella no lo dejó porque lograra el éxito, ni porque se le esfumara la fe en su sino glorioso, sino por un motivo que yo nunca habría imaginado: la petición.
Una mujer mantiene a un vago con ínfulas de artista (casi son éstas las palabras que me dijo Ana), lo ama como a su sangre, lo cuida, lo respeta, lo defiende frente a tanto gilipollas consumista (palabras exactas son), lo mima, cree en él más que él mismo, no le importa estar así toda la vida, hasta el fin de los tiempos, pero llega una edad, llega un momento, llega una única petición, que casi no es una petición egoísta sino una inercia natural, y todo queda en vilo: es el hijo; y si el presunto artista no le concede eso a una mujer, después de que ella le ha encomendado su vida entera, su alma, todas las horas de un reloj generoso, entonces la madre de todas las artes no quiere ya ser madre de ninguna, y los besos pierden fe, y hay que decir adiós.
Sin más.
–¿Sí? Qué puntual. Sube, sube, coge el ascensor. Qué tal, soy Rodrigo, encantado. Santiago, sí. Pasa, hombre. Cuidado no te des. Nos gusta, sí, es acogedora. Te la enseño. Nada, aquí el baño, muy pequeño, mira, éste es el rincón de Ana, con su portátil, allí me pongo yo, con mi máquina, y luego el dormitorio. Nada, una buhardilla apañada. ¿Cerveza? ¿Vino? No, a mí tampoco me vuelve loco.
In vino veritas
, bobadas. La ebriedad es ser otro de mentira, sólo eso, yo sé. Je, je. Voy a hacer café, coge ese taburete si quieres. Puedes fumar y todo. De hecho, con tu permiso, me voy a hacer un porrito. Genial. Luego viene mi mujer y así no le doy mucho el coñazo, me suavizo mientras la espero. Estoy todo el día aquí encerrado. Sí, qué hago, buena pregunta… Leo mucho, y escribo. Poesía. Bueno, todos los días empiezo un libro. Mira lo que estoy leyendo ahora. Ajá, sí, claro, estos poetas americanos no son muy conocidos. ¿Zacarías Munt? ¿Lo conoces? Claro, siendo amigo de Daniel, es nuestro punto de encuentro poético, todos lo hemos leído. No, nunca me habló de ti, perdona. También es verdad que soy malo para los nombres, cientos y cientos de personas, ¡con su puto nombre! Ya está el café. Sírvete azúcar, está ahí. Sí, ese bote. Es del trabajo de Ana. Publicidad. ¿Tú también? ¿En qué empresa? No la conozco. Un curro jodido, la publi, despiden a doscientos, contratan a doscientos, de una empresa a otra. Ahora está en paro, mira, podía mandarte su currículum, si no te importa. ¿Te gustó? Me alegro, tengo por aquí un poemita que acabo de escribir, te lo leería, pero aún no… No lo veo límpido, ¿sabes? Las palabras, las palabras, son como ratitas presumidas, ¿eh? ¿Quién dijo eso? Eliot, quizá. Me dijo Fátima, sí, no lo entendí muy bien. Esta chica, que por cierto, tiene un polvo, es todo pasión. Se me escapa lo que me dice de tanto que se lo dice a sí misma, ¿sabes? Pero dime, dime. Lo que quieras saber. Ajá. Bueno, sí, ésa fue la situación. Tú estás metido, supongo. Quiero decir, en el asunto de las asambleas y los movimientos sociales, en el arma cargada de futuro. ¿No? No, no, no pasa nada, claro. A lo mejor sólo tú y yo no estamos en eso, de los amigos de Daniel. A mí me gusta estar en casa, no puedo ir a manis ni a simposios ni a fiestas. ¡Ni siquiera a fiestas! Me invitan todo el tiempo. La gente pregunta por mí, a Ana, a mis amigos, porque parezco un tipo al que valdría la pena conocer. Pero, ya me ves; en realidad sólo soy interesante quedándome en casa. Mis procesos mentales, no los puedo… En fin, ya ves. ¿Una calada? Toma. Es buena, me la trae mi primo. Muy buena. ¿Verdad? Sinceramente, no lo vi mucho. Nadie lo vio mucho. No sé por qué Fátima te… ¿Yo? Eso Eduardo, Edu, él sabrá en qué andaba. Quedé con él poco antes de… Estaba jodido, con la mano rota, la muñeca, ¿no lo viste? Me dijo que era de jugar al fútbol. Anda ya. No me lo creí. No, no me lo creí. ¿Tú te lo crees? Pues entonces… La verdad de las mentiras, que diría Vargas Llosa. Estuvo aquí la última vez. Nada, fumamos, nos metimos un poco, hablamos de libros, poca historia. Me contó su nueva teoría, sobre la solidaridad. Sí, su nueva teoría. Me pintó un esquema, lo tengo por ahí. Claro, aunque, joder, a ver si lo encuentro. Lo metí en algún libro. A ver. A ver. ¿Has leído éste? Muy bueno, potente, actual, dialógico. Vila-Matas es el único escritor de su generación que nos habla a nosotros, ¿sabes? Hasta cita a Cocoroise, el tío. No está aquí. «Mi cuerpo es aquella parte del mundo que mis pensamientos pueden transformar.» Qué grande. De Lichtenberg. No está aquí tampoco. No sé dónde… A ver… «Nada puede afrontar la guadaña del tiempo, / sólo un hijo quizá cuando tú ya no estés.» Inmenso. A Ana le encanta. A quién no, genio cabrón inglés. ¡Mira! Aquí está. Echa un ojo.
–¿Qué es? No sé si lo entiendo. Sí, explícamelo, por favor. No, no más, gracias, te lo sujeto si quieres. Ok. La verdad es que a priori son conceptos muy dispares, ¿no? Publicidad, intimidad, solidaridad. ¿Eso te dijo? Ya veo, ya. ¿Quiere decir que la solidaridad ahora cae dentro del campo de la publicidad? Sí, sí, de sus modos de funcionar. Vamos, que una ONG es como una empresa y una causa social como una campaña de marketing. Así que lo que hay que hacer es mover la solidaridad al terreno de la intimidad. No sé, no lo veo muy claro. A fin de cuentas, yo trabajo en publicidad, y no hay nada, bueno, y tu novia también, tu mujer, perdona, ¿estáis casados? Bueno, es igual, tu mujer, el caso es que no hay nada tan alejado de la publicidad como la solidaridad. La publi es capitalismo puro. Por otro lado, la intimidad qué es. Quiero decir, ¿las monjas son solidarias, sin salir del convento? A lo mejor se refería a realizar buenas acciones sin vanagloriarse de ello, ¿no? Sí, catolicismo, y del bueno. Como transformar una multinacional en un puesto de frutas, ya veo. Es buen ejemplo, sí. Y todo esto ¿qué tiene que ver con él, con sus meses de chico raro? No, no me aclara mucho. ¿Perdón? No, no, gracias. Bueno, una cortita. Gracias.
–Ayuda a ver otra realidad y, si la recuerdas, pues puedes bajarla al papel. Eso es lo difícil, Santiago, tío, bajar las cosas al papel, no verlas, eso puede cualquiera, todos, tú también, todo el mundo, todos sentimos lo mismo y tenemos las mismas conexiones en el cerebro, los mismos latigazos de la electricidad del lenguaje, pero sólo unos pocos, los elegidos, la raza de los acusados que diría el otro, son capaces de sentarse ahí, sí, ahí, en ese puto rinconcito y poner en palabras esas nebulosas del pensamiento. Todo son palabras, entre tú y yo, entre las personas, palabras que conectan centrales eléctricas, la de tu cabeza, la de la mía, ahora un poco revueltas por la coca, ¿eh?, sí, no pica mucho, no, ¿qué decía? Da igual. Sí, da igual. Entonces, ¿te gustó mi poema? Lo escribí en una sola noche, sí, después de que muriera, hay algo vil en la escritura, en ese tipo de escritura, la verdad. Pues, no sé, se muere tu amigo, lo asesinan, asesinan, qué palabra, ¿eh, Santi?, «asesinar», y vas tú y consigues escribir lo mejor que tenías dentro. Sí, una mierda. Los poetas somos lo más parecido a la mierda. Jajajaja. Sí, yo también estoy de acuerdo conmigo mismo, me caes bien, tío. ¿Cómo conociste a Daniel? Ajá, vaya, qué curioso. A veces me hablaba de ti. Pues, buah, ya sabes, decía Pascal, y es una cita casi bochornosamente conocida, que si todos supiéramos lo que piensan de nosotros los demás no habría un solo amigo en todo el mundo. No, no te ponía a parir. Te criticaba, a ratos. Como yo a mi mujer sin ir más lejos. Como tus hermanos, si los tienes. Todos hablamos mal de todos, y eso pasa al menos desde el siglo
XVII
, según Pascal. Da igual. Blaise Pascal. No lo leas. No hay por qué leer. El Estado nos dice que tenemos que leer cuando saben que la gente no quiere leer, la gente lo que quiere es pasárselo bien, tío, esto es lo que nos mola, ¿o no? Me hace más daño Pascal que esto, te lo juro por Dios. Yo a Ana le leo libros en voz alta. Sí. En serio. En serio, tío. Todos los días, mientras hace algo en la casa, le gusta coser y pintar figuritas, es buena chica, yo agarro una novela y se la leo. Eso sí es intimidad. Te lo digo en serio. Leerle a otra persona un libro, ¿no tiene Paul Auster una novela sobre eso? Era… Bueno, claro, claro. Ya es tarde. Ana tenía que estar aquí ya. Quedó, no sé con quién. Me gustaría que la conocieras. En otra ocasión, sí. Quiere hacer una fiesta, aquí. Sí, pero nos apretamos y listo. ¡Nos frotamos! Un poco de M y amor a raudales, ¿eh? Ah, eso, puf, tío. No sé. Ahora, con la maría tumbándome y la coca elevándome no sé si podré entender siquiera mis propias manos. Te lo mando mañana. Eduardo, sí. Recuérdamelo. Claro, claro. Un placer, espera que te doy la luz. El ascensor…
Eduardo no me contestó. Según deduje por sus mails a Daniel, era profesor de Filosofía en un instituto privado, tenía treinta y nueve años, una ex mujer, vivía en el sur de la ciudad, no muy lejos de mi casa, le gustaba mucho el ajedrez y ser ofensivo. Era un tipo de armas tomar. A Daniel le había enviado 1.589 mails.
Volví a escribirle. Pasó una semana. Seguí investigándole. Leí un mensaje suyo en el que decía: «Ese Santiago es un gilipollas». Ya lo había leído antes, recordé.
Y volví a escribirle.
Alguien que deja sin respuesta tres mails, o está muerto o ha cambiado de dirección electrónica o tiene un problema contigo y no lo sabías.
Al parecer yo no tenía un problema con Eduardo, porque me contestó cuando ya había pensado directamente en suplicarle. No soy un gran aficionado a los misterios, pero que todos creyeran que Daniel jugaba al fútbol los domingos era algo que tenía que desmentir. Estaba obsesionado con esa pequeñez.
El mensaje de Eduardo era sumamente educado. No utilizaba ni una sola palabrota para decirme que me fuera a la mierda. Seguramente había estado toda la tarde purgándolo. Era tan falso que me ofendía. Ni siquiera había pretendido dejarme de lado con excusas plausibles.
Le contesté. Me puse borde. Le pregunté si también jugaba al fútbol los domingos, como Daniel, que si era por eso que no podía concederme una cita.
«¿Qué coño dices?», fue la primera frase de su siguiente mail. Empezaba a filtrar autenticidad por la red. Un par de correos más me lo pusieron a tiro. Domingo por la mañana, parque Olof Palme, a medio camino entre mi barrio deprimido y su barrio deprimente. Doce de la mañana.
Me levanté a las diez y tomé un café en el bar Rubí. Leí el periódico, oteé chinos sin entrañas y compadecí por última vez al camarero de toda la vida. Ganaba el Arsenal.
Luego paseé hasta la vía principal del barrio. Las tiendas estaban abiertas, los coches todos en marcha, los inmigrantes llenaban ambas aceras y había algunos rayos de sol acertando sobre los primeros escotes. El camino era cuesta arriba y había que esquivar muchos niños.
Llegué al parque cerca de las once y media. Me senté en el banco convenido (fácil de localizar porque era el único en lo alto de un montículo que daba al campo de fútbol) y observé a los colombianos darles una buena paliza a los ecuatorianos. Sus mujeres los jaleaban desde las gradas, sus hijos los imitaban en los banquillos, sus amigos bebían cerveza y subían la música mientras les tocaba saltar al campo. El fútbol empapaba los domingos.
Eduardo llegó resoplando. Lo vi subir el sendero de tierra que marcaba la ruta hacia la cima de aquella colina artificial. Era un hombre desaliñado, barbudo, no tan gordo como para despertar repugnancia, pero sí cansadísimo de vivir, de enseñar y hasta de vestirse. Su jersey tenía muchas bolitas, y llevaba uno de los cordones de sus botas sin atar.
–Hola. Tú eres Santiago, supongo.
–En efecto.
Le di la mano. Se sentó junto a mí en el banco y juntos miramos el partido. Sacó un paquete de tabaco y prendió un cigarrillo. Me giré un poco para provocar una conversación amigable. Él siguió con el mentón clavado en el punto de penalti.
–Estoy…
–Ya me ha contado Rodrigo. Mira –se llevó el cigarro a la boca, dio una calada, soltó humo, dejó apoyada la mano con el pitillo en el banco, me sepultó el olor–, una pregunta, ¿eres escritor? ¿Quieres serlo? ¿Quieres escribir una novela sobre Daniel? ¿Un reportaje? ¿Algo de eso? No, ¿verdad? Entonces, de qué va esto –traté de decir algo, no pude–; hablas con Fátima, hablas con Rodrigo, me mandas cuatrocientos putos mails… ¿De qué va todo esto?