Ejército enemigo (12 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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(¿decirle lo de ayer?)

Así acababa el mail: «¿decirle lo de ayer?». Había guardado ese borrador el 9 de julio, un mes antes de su muerte.

4

–No tengo mucho tiempo –dije.

–Ni yo.

Rosa venía de su trabajo. Habíamos quedado en un bar del centro, a cuatro calles de su suntuoso domicilio. Vestía falda y blusa, y una estilosa chaqueta negra.

–Vas muy formal ahora…

Nos sentamos junto al ventanal, a una mesa que aún no habían limpiado. La calle estaba atestada de gente. A algunas personas, por su atuendo, se les notaba que caminaban con prisa hacia la primavera.

–A ver si viene el chico. –Rosa alzó la mano–. Esto está hecho un asco.

–Sí.

Vino «el chico», limpió la mesa, nos tomó nota y volvió al rato con dos copas de vino blanco.

–He perdido personalidad –dije, y probé con cierta pereza la bebida. Estaba asquerosa–. Muy rico –comenté.

–Bueno, ¿qué tal todo?

–Bien, ya sabes. Detergentes y coches. Todo sigue igual. Muchos despidos, eso sí.

–¿Te ves en la calle?

–Me encantaría.

Miré por la ventana y seguí con los ojos el culo de una señora. Traté de hacerlo con disimulo.

–Todo igual, ya veo –comentó ella–. Yo, muy bien, la verdad. Es un nuevo mundo.

–El trabajo útil, sí. Dios santo. ¿Te obligan a vestir así?

La señalé con la mano de arriba abajo.

–No me lo puedo creer –añadí.

–No me obligan, pero, jo, como soy la hija del mandamás noto que me miran rarito, ¿sabes?, como si fuera una enchufada.

–…

–Vale,
soy
una enchufada, tíos. Pero valgo. Lo hago muy bien, en serio, Santi, aprendí mucho contigo.

–Gracias. –Sorbí más vino sin dejar de mirarle a los ojos–. Me alegro mucho.

–Salgo con alguien ahora, ¿sabes?

–Vaya, cuántas novedades. ¿Quién es?

–Un músico. ¿Conoces Lo Proxy?

–¿Perdón?

–Es un grupo. Han salido de internet, y están pegando fuerte. Deberías escucharlos… Él toca el bajo ahí. Es la hostia.

Se le iluminaron los ojos.

–¿Qué edad tiene?

–Como tú.

–¿Como yo? –Me indigné–. Un depravado, vamos.

–Es muy dulce, Diego. Muy dulce.

–¿Qué tal folla?

–¡Payaso!

–O sea, que mal.

Rosa se mojó los labios, finos. Luego mostró sus dientes diminutos y separados, por los que dejó escapar una vocecita malvada.

–Folla. De. Puta. Madre. Payaso.

–Anotado. Avísame cuando den un concierto, a ver si me pongo al día con la música moderna.

–No son modernos.

–«Todo el mundo es tonto o moderno».
2

–En directo son geniales. Te avisaré.

–Estupendo.

–A veces me voy con ellos de gira, ¿sabes?, todo gratis. Me he hecho muy amiga de la novia del cantante, Luka, una tía flipante, total. Me encanta… ¡Cómo viven! Fuimos a un hotelazo en la costa, pero un hotel de cagarte, y me quedé sola en la habitación mientras ensayaban. Una habitación con jacuzzi, videojuegos, vistas sobre el mar…

–Imagino.

–Pues estaba ahí, en el superhotel, y esto te lo cuento porque, bueno, hay confianza, ¿no?, estaba ahí, desnuda, metida en esa bañera enorme, con los chorritos de agua y una copa de vino blanco en la mano… –Alzó la actual copa de vino blanco–. Y mirando las olas… ¿y sabes lo que pensé?

–¿Qué felicidad?

–Sí, qué felicidad sin duda. Pero pensé: como una puta de lujo.

Me reí.

–Ya veo.

–Sí, me sentí como una puta de lujo. Y me encantó.

–Bueno, no puedo decir que sepa lo que es sentirse así…

–Trata de ponerte en la posición del otro, Santi… –Se rió–. ¿Estás con alguien?

–Ahora he quedado.

–¿Estás con alguien?

–No, no… Con nadie. Es la hermana de un amigo.

–¿Te la tiras?

–Tiene tu edad. Y no, no me la tiro. Quedamos para hablar de su hermano. Murió hace unos meses. Quería comentarle… unas cosas. Creo que te hablé de Daniel, hace tiempo.

–Don’t remember, sorry.

–Es igual.

–¿Sabes que le hemos cambiado el nombre a la ONG? Le hemos puesto otro más comercial.

–¿Más comercial?

–Sí, tío, eso de La Esperanza era una mierda. ¡Normal que nos quemaran! Ahora somos Go Hope!

–¿Go Hope!?

–Se me ocurrió a mí. ¿No ves que valgo?

–Go hope! Suena bien. –Miré mi reloj–. Muy bien, sí.

Rosa sonrió. Apuró su vino. Me contó durante un rato su nueva campaña de captación de socios.

–Paga tú, anda –dije.

–Fátima, aquí.

Después de varias semanas de soledad, tener dos citas en el mismo día catapultaba mi ego por encima de murallas muy altas. Rosa y Fátima tenían exactamente la misma edad, eran impulsivas, eran la generación siguiente. Yo pasaba revista al brillo de sus buenas intenciones.

Fátima llevaba la misma ropa que la última vez. O al menos parecía la misma ropa. Quizá se vestía así para quedar conmigo, como quien sólo se pone chándal los domingos.

–No tengo mucho tiempo –dijo enseguida–. ¿Por qué sonríes?

–No, por nada. Modas.

La había convocado yo. La llamé por teléfono una vez más porque el último mail que había visto de su hermano, precisamente dirigido a ella, me había dejado inquieto, desazonado. Tardó en cogérmelo. Tardé en convencerla de que viniera. Ni siquiera sabía por qué quería verla. Me guiaba una intuición fatal.

Desde el momento en el que se sentó frente a mí supe que había faltado muy poco para que no viniera.

–Me alegro de verte, Fátima. Siento que la última vez acabé metiendo la pata…

–Bueno… No sé. –Se estaba conteniendo.

–Dilo, dilo, no te cortes.

–Es muy fuerte lo que le dijiste a mi hermano, Santiago. –Se cruzó de brazos–. Muy fuerte.

–¿Tú crees?

–Joder… –Y citó–: «La solidaridad ha fracasado». Es una frase que da ganas de llorar.

–No sé. Es sólo una frase. No creo que tu hermano se la tomara tan a mal…

–¿No? Estuvo meses sin llamarte, ¿qué te parece? –Me señaló con el dedo–. Date cuenta de lo que es trabajar por el cambio, luchar, lo que se dice
LUCHAR
, y que venga un amigo, un amigo además, y te diga alegremente: «La solidaridad ha fracasado». Lo que fracasa es el sistema, tío.

–Te lo dije.

–¿El qué?

–Es igual.

Respiré hondo. La situación no parecía la más idónea para entendernos. Ella me aborrecía por las últimas palabras que le había dicho a su hermano; y yo era el único que había leído las últimas palabras que su hermano quiso decirle a ella. Hay rompecabezas más fáciles.

–Bueno, tú dirás.

–…

–Querías algo, ¿no?

–Sí, a ver. Estoy… En fin, reconozco que me siento mal por lo de tu hermano. He pensado en él mucho, últimamente. Me sabe mal –mentí– que lo último que oyera de mí fueran esas palabras. Eso es. Y me gustaría saber más de sus últimos días, no sé, en qué andaba metido, con quién se vio, esas cosas.

–¿Para? No lo entiendo muy bien, la verdad. Está muerto. –Se encogió de hombros–. Eso es todo. Qué quieres que te diga. Hablaba poco de ti…

–No es sobre mí. Es que, mira, me gustaría contactar con algún amigo suyo, con alguien que lo viera mucho en esos últimos meses. Te parecerá raro, incluso improcedente. Pero me ha dado –eché mano de mi teatralidad más nauseabunda– un ataque de nostalgia y quiero recuperar su recuerdo, empatizar, casi diría que reconstruir la etapa final…

Fátima se echó hacia atrás. Se apartó el pelo negrísimo y pareció dar comienzo a un nuevo estadio de la conversación, como si ya no tuviera tanta prisa en procesarme.

–A ver. De acuerdo. Si quieres te mando un mail. ¿Qué quieres, todos sus amigos?

–No, no. Los que vio más esos días…

–Es curioso. –Fátima puso las manos sobre la mesa y se miró las uñas, maltratadas–. Justo sucedió… eso cuando se le fue un poco la cabeza. No veía a nadie. Ni siquiera a mí. Estaba raro. –Me miró a los ojos.

–¿Raro? No tenía ni idea. ¿Qué quieres decir con «raro»?

La hermana de Daniel me contó todo lo que yo ya sabía por sus mails: el distanciamiento de su hermano respecto a las acciones sociales, su renuencia a quedar con la gente de toda la vida, sus nuevas amistades…

«Personas más dispuestas a sacrificarse», recordé.

–¿No los conocías?

–No. También es verdad que Daniel tenía mogollón de amigos. Éstos eran gente normal, no sé; jugaban al fútbol los domingos y cosas así.

Mi cara se contrajo.

–¿Al fútbol? ¿Oficinistas que se juntan con los amigotes para patear un balón y luego ir al bar? No le pegaba mucho, la verdad.

–Yo pensé lo mismo. Qué haces jugando al fútbol los domingos, Daniel. Pues ya ves.

–¿Conocías a alguno?

–Un día vino con la mano vendada. No sé si era el portero o qué. No entiendo de fútbol… Rodrigo a lo mejor sabe. Yo no.

–Rodrigo –repetí–. Si me puedes dar su mail…

–Claro. Lo busco y te lo mando. Es buen chico, un poco especial, te diré. Es el que escribió aquello que leímos en el funeral. ¿Te acuerdas?

Dije que sí. En realidad sólo era capaz de evocar una nítida sensación de vergüenza ajena. Quizá no entiendo la poesía, o los funerales.

Le pregunté si quería otra ronda. Habíamos pedido cerveza, y ella acababa de acordarse de su vaso. Se puso a mi altura con un par de tragos, insatisfechos. Me dijo que sí, que otra.

Hablamos de cine. Fátima estaba viendo todas las películas de estreno en su nuevo trabajo. Me recomendó algunas. Al parecer, seguía firme en su propósito de no robar a la empresa francesa que la tenía contratada. La felicité por ello. Le prometí ir en alguna ocasión, aunque ese multicine me quedaba realmente lejos. Me recordó los días en los que trabajaba; me recordó que me cobraría entrada de adulto.

–Gracias –dije.

Después habló de sus estudios y de las actividades que estaba preparando con la asociación de la facultad. Ponía gran énfasis en comunicarme sus correrías solidarias, como si estuviera aún rebatiendo mi famosa frase deleznable. Le quitaban mucho tiempo, sí, pero sus compañeros eran realmente maravillosos y seguro que iban a montar una buena. Tenía más fe que nunca, más pasión. Su hermano la habría felicitado, sin duda.

–Lo importante es que la gente sepa la verdad –afirmó–. Eso decía siempre Daniel.
Saber la verdad
. ¿Entiendes?

–Sí –dije–, entiendo.

Escribí a Rodrigo inmediatamente después de recibir de Fátima un mail con su dirección de correo electrónico. Yo ya tenía esa dirección, la había encontrado esa misma noche, después de despedirme de ella. Hasta había escrito varios borradores de mi mensaje a Rodrigo mientras esperaba que la hermana de Daniel me diera coartada para enviarlo.

Rodrigo me contestó enseguida. Es más, podía quedar de un día para otro y me invitaba a ir a su casa. Me sorprendió tanta disponibilidad, tanta palabrería. Su mail de respuesta superaba las veinte líneas. Lo encabezaba una cita de Franz Kafka.

Compuse el retrato robot de Rodrigo gracias a los mails de Daniel, y comprendí enseguida la situación. Rodrigo no hacía nada en todo el día.

«Te envío un haiku, Dani, a ver qué te parece.»

Había conocido a muchos tipos así. Desde que me licencié hasta ese mismo momento, no había dejado de tener noticia de hombres de mi edad que, en lugar de perder la vida en una oficina, estaban en casa haciendo obras de arte, y la cena. Los envidiaba, los odiaba, esperaba que mis putos impuestos no fueran a parar a sus manos y me reía de sus locas intenciones. Eran una nueva escoria.

Mi generación fue pródiga en hombres inútiles. La fórmula era sencilla: él quería ser artista y ella le adoraba. Futuros escritores, promisorios cineastas, pintores del mañana, músicos del porvenir, fotógrafos en camino gestaban su obra al calor de una mujer que pagaba las facturas y les enchufaba fe en cada beso. Casi todos eran, también, gente que quería cambiar el mundo. No les gustaba. Les resultaba insoportable. Toda esa gente trabajando y ellos viendo la tele. Toda esa gente haciendo funcionar las cosas y ellos incomprendidos. Eran artistas, sufrían, nadie imaginaba todo lo que sufrían.

Pasaban los años y, aunque seguían disfrutando de la fe y de los besos, no acababan de encontrar su propia obra por los rincones de la casa. A veces, ni siquiera llegaban a concretar obra alguna, o a enseñarla, como si su mayor obra, al cabo, no fuera la que saldría de su talento o de su trabajo, sino la que habían creado al convertir a una mujer a la religión de su arte.

Porque concluir una obra, en definitiva, una obra válida, resquebrajaría el bello hechizo de una pasión única, la de la mujer por el artista sin obra. Ella era la única que lo comprendía, que apoyaba su absentismo social y sus noches en vela mirando paredes blancas. Si la obra llegaba, se inmiscuirían en su relación alabanzas ajenas, elogios de cientos de desconocidos, de lectores o espectadores, de expertos y deslumbrados, con lo que ya no tendríamos a un hombre que espera en su casa a que una mujer venga a quererlo, sino a un señor artista al que quiere todo el mundo, incapacitado de pronto para distinguir del amor la carta más alta.

Por eso, ella lo querría hasta el final mientras fuera fracasando, porque en realidad la artista era ella. A su alrededor, familiares y amigos cuchicheaban implacables sobre la situación, ponían apodos al artistilla, criticaban su holgazanería, se llevaban las manos a la cabeza con el paso de cada año, aceptaban poco a poco, asumían finalmente que aquello no tenía visos de acabar, porque ella era feliz con un vago, con un sinvergüenza, con alguien que nunca iba a llegar a nada.

No entendían que si deseaban que su hija, su amiga, su hermana, dejara a aquel botarate, lo mejor que podían hacer era rezar porque el botarate fuera un genio, y porque alguien se diera cuenta pronto.

Rodrigo encajaba casi angustiosamente en este patrón.

El tipo escribía, leía todo el tiempo, empedraba sus mails a Daniel de citas de Kafka, Musil, Canetti, Breton…, vivía en su propio mundo de referencias literarias y conexiones estéticas. Abrumaba.

«El oficio del caballero es dar, porque el día que el caballero empieza a atesorar hacienda, aquel día pone en pregones su fama», Antonio de Guevara.

Rodrigo, en sus mensajes, le mostraba a Daniel retales de sus creaciones, ahora un verso, ahora dos, ahora un epigrama, ahora un sonetito; reflexionaba hasta el paroxismo sobre el arte de la escritura («Todo esto por encima de la depresión ininterrumpida en la que vivimos los poetas, claro»); listaba generosamente los libros que tenía encima de su mesa («Apuntes de Flaubert arrancados de su epistolario, una antología de aforismos de Juan Ramón Jiménez, el Hunter S. Thompson de
Miedo y asco en Las Vegas
,
Los juegos feroces
, todo puramente literario»); se embrollaba, se contradecía, se quedaba solo hablándole a su propia vocación; se disculpaba («Perdona, Daniel, se me va»); ofrecía drogas («Tengo maría muy rica»); y sobre todo, siempre, hablaba de Ana, su novia.

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