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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (2 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Una persona que posee cincuenta o más «alientos» puede hacer magia con ese poder, incluyendo Despertares (Awakenings), que consisten en dar vida con forma humana a materia orgánica y ese nuevo ser «despertado» hace lo que el «despertador» quiere que haga. Para ello, se deben conocer las palabras correctas y decirlas con claridad. El «despertador» puede tomar (recuperar) el «aliento» de la cosa creada sólo cuando ésta ha cumplido su misión.

Los «retornados» necesitan al menos un «aliento» a la semana para seguir existiendo. En Hallandren se considera un honor dar «aliento» a sus dioses y se les paga muy bien por hacerlo. En Idris no se cree que los «retornados» sean dioses, en cambio adoran a Austre, que no puede ser visto ni escuchado.

En resumen, una «rara avis» en la fantasía moderna: una narración completa en un único volumen, con toda la imaginación, la aventura, la magia y los entrañables personajes a los que Brandon Sanderson nos tiene ya acostumbrados.

Que ustedes la disfruten.

Miquel Barceló.

Agradecimientos

Trabajar en
El aliento de los dioses
ha sido un proceso inusitado en algunos sentidos: pueden leer más en mi página web. Baste decir que he tenido una gama más variada de lo normal de lectores alfa, muchos de los cuales conozco principalmente a través de mis foros. He intentado incluir los nombres de todos, pero sin duda se me escapará alguno. Si eres uno de ellos, contacta conmigo y trataremos de incluirte en futuras ediciones.

El primer agradecimiento va dirigido a mi encantadora esposa Emily Sanderson, con quien me casé mientras escribía este libro. Ésta es mi primera novela donde ha participado ampliamente con sus opiniones y sugerencias, todas muy estimables. También, como siempre, a mi agente Joshua Bilmes y mi editor Moshe Feder, que hicieron un trabajo intenso y extraordinario con el manuscrito, llevándolo de la Segunda o la Tercera Elevación al menos hasta la Octava.

En Tor, varias personas han superado con creces la llamada del deber. El primero es Dot Lin, mi publicista, con quien ha sido particularmente estimulante trabajar. ¡Gracias, Dot! Y, desde luego, los incansables esfuerzos de Larry Yoder merecen una nota, así como el excelente trabajo de la genial directora artística de Tor, Irene Gallo. Dan Dos Santos realizó la cubierta original, y les sugiero de todo corazón que echen un vistazo a su página web y sus otros trabajos, porque creo que es uno de los mejores artistas del momento. También Paul Stevens se merece mi gratitud por ser el contacto en casa de mis libros.

En el apartado de los agradecimientos especiales, tenemos a Joevans3 y Dreamking47, Louse Simard, Jeff Creer, Megan Kauffman, thelsdj, Megan Hutchins, Izzy Whiting, Janci Olds, Drew Olds, Karla Bennion, Eric James Stone, Dan Wells, Isaac Stewart, Ben Olsen, Greyhound, Demented Yam, D. Demille, Loryn, Kuntry Bumpken, Vadia, U-boat, Tjaeden, Dragon Fly, pterath, BarbaraJ, Shir Hasirim, Digitalbias, Spink Longfellow, amyface, Richard Captain Goradel Gordon, Swiggly, Dawn Cawley, Drerio, David B, Michelle Trame, Matthew R Carlin, Ollie Tabooger, John Palmer, Henrik Nyh, y el incombustible Peter Ahlstrom.

Prólogo

«Es curioso cuántas cosas empiezan conmigo siendo arrojado a la cárcel», pensó Vasher.

Los guardias rieron y cerraron la puerta de golpe. Vasher se levantó y se sacudió, meneó el hombro y dio un respingo. Aunque la mitad inferior de la puerta era de gruesa madera, la superior tenía barrotes, y pudo ver a los tres guardias abrir su mochila y rebuscar entre sus pertenencias.

Uno de ellos advirtió que los estaba mirando. Era un hombretón bestial de cabeza afeitada y uniforme sucio; apenas conservaba los brillantes colores amarillos y azules de la guardia ciudadana de T'Telir.

«Colores brillantes —pensó Vasher—. Tendré que acostumbrarme de nuevo a ellos». En cualquier otra nación, aquellos vibrantes azules y amarillos habrían quedado ridículos en los soldados. Sin embargo, estaba en Hallandren, la tierra de los dioses Retornados, los servidores sinvida, la investigación biocromática y, naturalmente, el color.

El corpulento guardia se acercó a la puerta de la celda, dejando a sus amigos divertirse con las pertenencias de Vasher.

—Dicen que eres bastante duro —dijo, calibrando a Vasher.

Éste no respondió.

—El tabernero dice que derrotaste a unos treinta hombres en una pelea. —El guardia se frotó la mandíbula—. No me pareces tan duro. Sea como sea, deberías haber sabido que no es conveniente pegarle a un sacerdote. Los demás pasarán una noche entre rejas. A ti, sin embargo, te colgarán. Loco incoloro.

Vasher se dio media vuelta. Su celda era funcional, nada original. Una fina rendija en lo alto de una pared dejaba entrar la luz, las paredes de piedra rezumaban agua y moho, y una pila de paja seca se descomponía en un rincón.

—¿Me ignoras? —preguntó el guardia, acercándose a la puerta.

Los colores de su uniforme refulgieron, como si hubiera entrado en una zona más iluminada. No obstante, fue un cambio leve. Vasher no tenía mucho aliento ya, y por eso su aura no influyó demasiado en los colores que lo rodeaban. El guardia no advirtió el cambio en el color, igual que no lo había advertido en el bar, cuando sus colegas y él recogieron a Vasher del suelo y lo arrojaron al carro. Naturalmente, era un cambio tan sutil que al ojo sin experiencia le resultaba casi imposible de detectar.

—Vaya, vaya —dijo uno de los que rebuscaban en la mochila—. ¿Qué es esto?

A Vasher siempre le había parecido interesante que quienes vigilaban las mazmorras fueran tan malos, o peores, que aquellos a quienes vigilaban. Tal vez era deliberado. A la sociedad no parecía importarle si esos hombres estaban dentro o fuera de las celdas, mientras estuvieran apartados de los hombres honrados.

Si es que tal cosa existía.

El guardia sacó un objeto largo envuelto en lino blanco. Silbó mientras desenvolvía la tela, revelando una espada larga de hoja fina en una vaina de plata. La empuñadura era negro puro.

—¿A quién creéis que le habrá robado esto?

El guardia principal miró a Vasher, probablemente preguntándose si era alguna clase de noble. Aunque Hallandren no tenía aristocracia, muchos reinos vecinos tenían sus lores y damas. Sin embargo, ¿qué lord llevaría una sucia capa marrón remendada en varios sitios? ¿Qué lord tendría cardenales de una pelea de bar, barba de varios días y botas gastadas tras años de caminar? El guardia se volvió, aparentemente convencido de que Vasher no era ningún lord.

Tenía razón. Y se equivocaba.

—Déjame ver eso —dijo, y cogió la espada. Gruñó, sorprendido por su peso. La giró en su mano, advirtiendo el cierre que sujetaba la vaina a la empuñadura e impedía desenvainarla. Lo abrió.

Los colores de la habitación se volvieron más intensos, no más brillantes como había sucedido con el jubón del guardia cuando se acercó a Vasher. Se hicieron más fuertes. Más oscuros. Los rojos se volvieron marrones. Los amarillos se endurecieron a dorado. Los azules se hicieron casi negros.

—Ten cuidado, amigo —dijo Vasher en voz baja—, esa espada puede ser peligrosa.

El guardia alzó la mirada. Todo estaba en silencio. El guardia bufó y se alejó de la celda, llevándose la espada. Los otros dos lo siguieron, con la mochila de Vasher, y entraron en la sala de guardia situada al fondo del pasillo.

La puerta se cerró de golpe. Al punto, Vasher se arrodilló junto al montón de paja y seleccionó un puñado de recias briznas. Sacó hilos de su capa, que empezaba a ajarse por abajo, y ató la paja hasta darle forma de una persona pequeña, de unos tres centímetros de altura, con brazos y piernas hirsutos. Se arrancó un pelo de una ceja, lo colocó en la cabeza de la figura y luego rebuscó en su bota y sacó un brillante pañuelo rojo.

Entonces Vasher exhaló aliento.

Brotó de él hinchándose en el aire, translúcido pero radiante, como el color del aceite sobre agua al sol. Lo dejó fluir: aliento biocromático, lo llamaban los sabios. La mayor parte de la gente lo llamaba sólo aliento. Cada persona tenía uno. O, al menos, así solía ser. Una persona, un aliento.

Vasher tenía unos cincuenta alientos, suficientes para llegar a la Primera Elevación. Tener tan pocos le hacía sentirse pobre comparado con lo que una vez había tenido, pero muchos considerarían cincuenta alientos un gran tesoro. Por desgracia, incluso despertar una figura pequeña hecha de materia orgánica (usando algo de su propio cuerpo como foco) consumía casi la mitad de sus alientos.

La figurita de paja se sacudió, absorbiendo el aliento. En la mano de Vasher, la mitad del brillante pañuelo rojo se convirtió en gris. Se agachó, imaginando lo que quería que hiciera la figura, y completó el proceso con una orden:

—Coge las llaves.

La figura de paja se levantó y alzó su única ceja hacia Vasher.

Este señaló la sala de los guardias, donde se oían gritos de sorpresa.

«No hay mucho tiempo», pensó.

La personita de paja corrió por el suelo, saltó y se escurrió entre los barrotes. Vasher se quitó la capa y la colocó en el suelo. Tenía la forma perfecta de una persona, marcada con desgarrones que recreaban las cicatrices del cuerpo de Vasher, la capucha cortada con agujeros que hacían las veces de sus ojos. Cuanto más se parecía un objeto a la hechura y la forma humana, menos alientos necesitaba para despertar.

Se agachó, tratando de no pensar en los días en que tenía suficientes alientos para despertar sin que le importara la forma ni el enfoque. Ésa había sido una época diferente. Con un respingo, se arrancó unos pelos de la cabeza y los esparció por la capucha de la capa.

Una vez más exhaló aliento.

Necesitó del resto de su aliento. Sin él, la capa temblando, el pañuelo perdiendo el resto de su color, se sintió más tenue. Sin embargo, perder el aliento no provocaba un desenlace fatal. De hecho, los alientos extra que usaba habían pertenecido una vez a otra gente. Vasher no sabía a quiénes; no había recolectado esos alientos él mismo. Se los habían dado, como se suponía que funcionaban esas cosas. No podías tomar alientos por la fuerza.

Estar vacío de aliento lo cambió, en efecto. Los colores ya no le parecían tan brillantes. No podía sentir el bullir de la gente deambulando arriba en la ciudad, una conexión que normalmente daba por hecha. Era la conciencia que todos los hombres tenían de otros, esa cosa que susurraba una advertencia, en la modorra del sueño, cuando alguien entraba en la habitación. En Vasher, ese sentido se había amplificado cincuenta veces.

Y ahora había desaparecido, absorbido por la capa y la personita de paja, para darles poder.

La capa se agitó. Vasher se agachó.

—Protégeme —ordenó, y la capa se quedó quieta. Se levantó y volvió a ponérsela.

La figura de paja regresó a la ventana. Llevaba un gran aro con llaves. Sus piececitos estaban manchados de rojo. La sangre escarlata le parecía ahora a Vasher más oscura.

Cogió las llaves.

—Gracias —dijo. Siempre daba las gracias. No sabía por qué, sobre todo considerando lo que hacía a continuación—. Tu aliento, a mí —ordenó, tocando el pecho de la personita.

En el acto, la figura cayó al suelo, despojada de vida, y Vasher recuperó su aliento. El familiar sentido de conciencia regresó, el conocimiento de conexión, de encaje. Sólo podía recuperar el aliento porque él mismo había despertado a esa criatura; de hecho, los despertares de esa clase rara vez eran permanentes. Usaba su aliento como una reserva, esparciéndolo, recuperándolo luego.

Comparado con lo que tuvo una vez, veinticinco alientos era un número pequeño y risible. Sin embargo, comparado con nada, parecía infinito. Se estremeció de satisfacción.

Los gritos de los guardias se apagaron. Las mazmorras quedaron en silencio. Tenía que empezar a moverse.

Vasher metió la mano entre los barrotes y usó las llaves para abrir la celda. Empujó la gruesa puerta y corrió por el pasillo, dejando la figura de paja olvidada en el suelo. No se acercó a la sala de los guardias para alcanzar la salida más allá, sino que se dio media vuelta y se internó en las mazmorras.

Ésta era la parte más incierta de su plan. Encontrar una taberna que fuera frecuentada por los sacerdotes de los Tonos Iridiscentes había sido bastante fácil. Meterse en una pelea de bar, y luego golpear a uno de aquellos sacerdotes, resultó igualmente sencillo. Hallandren se tomaba muy en serio a sus figuras religiosas, y Vasher se había ganado no el habitual encierro en la cárcel local, sino un viaje a los calabozos del rey-dios.

Conociendo la clase de hombres que solían proteger esos calabozos, sabía que intentarían desenvainar a Sangre Nocturna. Eso le había dado la distracción que necesitaba para conseguir las llaves.

Pero ahora venía la parte impredecible.

Se detuvo, la ondulación de la capa despierta. Fue fácil localizar la celda que quería, pues a su alrededor un gran parche de piedra había perdido el color, dejando ambas paredes y puertas de un gris opaco. Era un lugar ideal para aprisionar a un despertador, pues la ausencia de color significaba ausencia de despertar. Vasher se acercó a la puerta y se asomó a los barrotes. Un hombre colgaba del techo por los brazos, desnudo y encadenado. Su color era vibrante a los ojos de Vasher, su piel de un pardo puro; sus magulladuras, brillantes manchas azul y violeta.

El hombre estaba amordazado. Otra precaución. Para despertar, necesitaría tres cosas: aliento, color y orden. Las armonías y los tonos, lo llamaban algunos. Los Tonos Iridiscentes, la relación entre color y sonido. Había que dar una orden clara y firme en la lengua materna del despertador: cualquier tropiezo, cualquier mala pronunciación, invalidaría el despertar. El aliento brotaría, pero el objeto no podría actuar.

Vasher empleó las llaves de la prisión para abrir la puerta de la celda, y entró. El aura de ese hombre hacía que los colores se volvieran más brillantes cuando estaban cerca. Cualquiera podría advertir un aura tan fuerte, aunque era más fácil para alguien que hubiera alcanzado la Primera Elevación.

No era el aura biocromática más fuerte que veía Vasher; ésas pertenecían a los Retornados, conocidos como dioses aquí en Hallandren. Con todo, la biocroma del prisionero era muy impresionante y mucho, mucho más fuerte que la del propio Vasher. El prisionero contenía un montón de alientos. Cientos y cientos.

El hombre se balanceaba en sus ataduras, estudiando a Vasher, los labios amordazados y sangrantes. Tras una breve vacilación, Vasher extendió la mano y retiró la mordaza.

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