El ardor de la sangre (10 page)

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Authors: Irène Némirovsky

BOOK: El ardor de la sangre
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Luego, Hélène salió con la joven al jardín y la acompañó hasta la verja. Al poco regresó.

—Aquí estoy de más —dije entonces—. Vais a deciros cosas que luego lamentaréis.

Hélène me miró a los ojos.

—No temas, Silvio.

François dejó que me fuera sin responder a mi adiós. No se había movido; de pronto parecía muy viejo, y esa especie de fragilidad que tienen sus facciones se había hecho aún más acusada; parecía un hombre herido de muerte.

Los dejé solos, pero no me fui. El corazón me latía como nunca antes.

Todo mi pasado volvía a la vida. Tenía la sensación de haber dormido veinte años y haber despertado para reanudar la lectura en el punto que la había dejado. Sin darme cuenta, llegué al banco que hay bajo la ventana del despacho, desde donde podía oír todo lo que decían.

Durante mucho rato no oí nada. Luego, él la llamó:

—Hélène…

Un gran rosal me ocultaba casi por completo, pero podía ver el interior de la habitación. Veía a marido y mujer sentados el uno al lado del otro, cogidos de la mano. No se habían dicho una sola palabra. Un único beso, una mirada, habían borrado el pecado. No obstante, él le preguntó en voz baja, con vergüenza:

—¿Quién?

—Está muerto.

—¿Lo conocía?

—No.

—Pero ¿lo querías?

—No. Sólo te he querido a ti. Fue antes de casarnos.

—Pero ya nos queríamos. Yo al menos ya te quería.

—¿Cómo quieres que te explique lo que ocurrió? —exclamó Hélène—. Fue hace más de veinte años. Durante unos días, no fui yo. Es como si alguien… como si alguien me hubiera suplantado y vivido en mi lugar. La pobre Brigitte me acusa de haber olvidado. Pero es verdad. ¡Lo olvidé! No los hechos, naturalmente. Ni los espantosos meses que precedieron a su nacimiento, ni su nacimiento mismo, ni esa aventura… pero sí los motivos que me impulsaron a actuar así. Ya no los comprendo. Es como una lengua extranjera que aprendiste con esfuerzo y has olvidado.

Hablaba febrilmente, deprisa y muy bajo.

Yo escuchaba con una atención apasionada, pero algunas palabras se me escapaban. Aún pude oír:

—… quererse como nos queremos… y descubrir a otra mujer.

—Pero ¡es la misma, François! François, amor mío… Es el amante quien tuvo a una mujer falsa, distinta de la auténtica, una máscara, una mentira. La verdad sólo ha sido tuya. Mírame. Es tu Hélène quien te hace dulce la vida, quien ha dormido en tus brazos todas las noches desde hace veinte años, quien se ocupa de tu casa, quien siente tu dolor en la distancia y lo sufre más que tú, quien pasó los cuatro años de la guerra temblando por ti, no pensando más que en ti, no haciendo otra cosa que esperarte.

Hélène se interrumpió y hubo un largo silencio. Conteniendo la respiración, me deslicé fuera de mi escondite. Crucé el jardín. Llegué a la calle. Caminaba deprisa, con la sensación de que un calor olvidado renacía en mis entrañas. Era extraño: hacía muchos años que Hélène había dejado de ser una mujer para mí. De vez en cuando, me da por acordarme de una negrita que tuve en el Congo, o de aquella inglesa pelirroja, con la piel como la leche, con la que viví dos años cuando estaba en Canadá… Pero ¿Hélène? Todavía ayer, habría necesitado cierto esfuerzo mental para decirme: «¡Pues claro que Hélène!» Como esos viejos pergaminos en que los antiguos escribieron relatos voluptuosos que más tarde los monjes rasparon pacientemente para redactar en ellos la vida de algún santo, rodeada de ingenuas miniaturas. La mujer de hacía veinte años había desaparecido por completo bajo la Hélène de hoy.

La única verdadera, había dicho ella. Me sorprendí exclamando en voz alta:

—¡No! ¡Miente!

Acto seguido me reí de mi propia emoción. En definitiva, ¿cuál es la cuestión? ¿Quién conoce a la verdadera mujer? ¿El amante o el marido? ¿Son realmente tan distintas la una de la otra? ¿O están tan sutilmente mezcladas que resultan inseparables? ¿Están hechas de dos sustancias que una vez combinadas forman una tercera que ya no se parece a las otras dos? Lo que sería tanto como decir que a la verdadera mujer no la conocen ni el marido ni el amante. Sin embargo, se trata de la mujer más sencilla del mundo. Pero he vivido lo bastante para saber que no hay corazón sencillo.

No muy lejos de casa, me encontré con uno de mis vecinos, Jault, que volvía con sus vacas. Hicimos parte del camino, juntos. Yo veía que tenía una pregunta en la punta de la lengua pero dudaba en hacérmela. No obstante, se decidió cuando estaba a punto de dejarlo para entrar en casa. Palmeaba distraídamente el flanco de uno de sus animales, una hermosa vaca rojiza con los cuernos en forma de lira.

—¿Es verdad lo que se dice, que la señora Declos va a vender sus propiedades?

—Yo no he oído nada.

Jault parecía decepcionado.

—Sería lo mejor.

—¿Por qué?

—Aquí no podrán vivir —masculló vagamente, y añadió—: Dicen que el señor Érard piensa poner una denuncia. Que el señor Dorin murió de mala manera y que el señor Marc Ohnet tuvo algo que ver.

—Por supuesto que no. El señor Érard es un hombre demasiado prudente para acudir a la justicia sin tener más pruebas que las habladurías de un crío. Se lo digo porque me parece que está usted muy al corriente del asunto, amigo Jault. No olvide que un hombre acusado injustamente puede atacar a su vez a quienes hablen mal de él sin pruebas. ¿Lo ha comprendido?

Él levantó la vara y juntó las vacas a su alrededor.

—No se puede impedir que la gente hable —murmuró—. Pero aquí nadie quiere historias con la justicia. Si la familia no se mueve, nadie lo hará en su lugar, eso seguro. Pero usted que conoce a la señora Declos y a Marc Ohnet…

—Los conozco muy poco.

—Dígales que vendan y se vayan. Sería lo mejor.

Se tocó la gorra, murmuró «buenas noches» y se alejó. Estaba anocheciendo.

• • •

Llegué a casa tan tarde, después de una parada tan larga en la taberna del pueblo, que la criada estaba preocupada. Había bebido.

No me emborracho prácticamente nunca. No soy enemigo de la botella, que en la montaraz soledad en que vivo es mi compañera; me calma como lo haría una mujer. Pero desciendo de un largo linaje de campesinos borgoñones que despachaban su litro de tinto por comida como si fuera agua, y siempre conservo la cabeza fría. No obstante, esa noche no me encontraba en mi estado habitual. En lugar de calmarme, el vino me había cambiado el humor, me había provocado una especie de rabia. Y como si lo hiciera adrede, mi vieja criada fue más lenta que nunca. Yo no veía el momento de que se marchara, como si esperara a alguien. Efectivamente, esperaba a mi juventud. El recuerdo de los años pasados nos visitaría más a menudo si nos volviéramos hacia él, hacia su suprema dulzura. Pero dejamos que duerma en nosotros y, aún peor, que muera, que se corrompa; de tal modo que a los generosos impulsos del alma que nos elevan a los veinte años, más tarde los llamamos ingenuidad, estupidez… Nuestros puros y apasionados amores adquieren la degradante apariencia de los placeres más viles. Lo que esa noche se reencontraba con el pasado no era sólo mi memoria, sino también mi corazón. Reconocía esa rabia, esa impaciencia, ese desesperado apetito de felicidad. Sin embargo, quien me esperaba no era una mujer viva, sino una sombra, hecha de la misma materia que mis sueños. Un recuerdo. No algo palpable, caliente.

¿Y para qué quieres calor tú, pobre viejo con el corazón seco? Miro mi casa y me quedo aterrado. ¿Soy yo, tan ambicioso, tan activo antaño, quien puede vivir así, arrastrándose día tras día de la cama a la mesa y otra vez de la mesa a la cama? ¿Cómo puedo vivir así? Ya no existo. Ya no pienso en nada, ya no amo nada, ya no deseo nada.

Aquí no hay ni periódicos ni libros. Me duermo en el rincón de la chimenea. Me fumo una pipa. Acaricio al perro. Hablo con la criada. Y ya está, no hay más. ¡Vuelve, juventud mía, vuelve! Habla por mi boca. Dile a esa Hélène tan sensata, tan virtuosa, que miente. Dile que su amante no está muerto, que se ha dado demasiada prisa en enterrarme, que estoy bien vivo, que me acuerdo de todo.

¡Miente! A la verdadera mujer encerrada en ella, la mujer ardiente, alegre, atrevida, ávida de placer, fui yo quien la conoció, ¡yo, sólo yo!

François no tiene más que una pálida y fría imagen, tan falsa como la inscripción de una tumba. Pero yo, yo tuve lo que ahora está muerto, yo tuve su juventud.

Vaya… El último vaso de vino me ha exaltado de un modo extraño.

Tengo que tranquilizarme. La sirvienta me mira extrañada. Hace rato que la sopa está en la mesa, y yo sigo sentado en el gran sillón de paja de la cocina, garabateando, fumando, rechazando con el pie al perro, que busca una caricia. Ante todo, necesito estar solo. No sé por qué. Esta noche no soportaría una presencia humana en mi casa.

No quiero más que fantasmas. No tengo hambre; le digo a Louise que recoja la mesa y se vaya. Encierra las gallinas. Todos esos ruidos familiares… El postigo que maúlla, el picaporte que chirría, el cubo que desciende al pozo gimiendo quejumbrosamente para guardar hasta mañana en el agua fresca la botella de vino blanco y la pella de mantequilla. Aparto la botella que tengo junto a mí. La aparto y luego cambio de opinión; vuelvo a cogerla y me lleno el vaso. El vino da una extraordinaria lucidez a mis pensamientos.

Y ahora, Hélène, ¡por nosotros!

Es muy propio de ti, muy propio de una mujer virtuosa decirle a su marido que lo ocurrido hace veinte años sólo fue un momento de locura. ¡Ya! ¿Un momento de locura? Pues yo digo que sólo viviste entonces y que después has hecho como que vivías, has imitado los gestos de la vida; pero el verdadero sabor, el que sólo se prueba una vez, ese sabor a fruta de los labios jóvenes, que tú conoces, lo conociste gracias a mí, sólo a mí. «Mi pobre y viejo Silvio, mi querido amigo, mi pobre Silvio en su agujero…» Pero ¿de verdad me habías olvidado? Seamos sinceros. Y yo a ti. He necesitado las palabras de nuestra pequeña, y la desesperación y la vergüenza inútil de la pobre Colette, ayer, y también —sobre todo— el exceso de vino, para volver a encontrarte.

Pero ahora que estás aquí no te soltaré tan pronto, puedes estar segura. Oirás de mí la verdad, como la oíste en la época que te hice comprender por primera vez la belleza de tu cuerpo y qué maravillosa fuente de felicidad era para ti. (Tú no querías, eras tímida y casta, así que… Un beso, sí, pero nada más… Aun así, cediste. Y cómo te entregaste… Cómo nos amamos…) Porque, ¿sabes?, es muy fácil decir: «Fue un extravío, unas semanas de locura, lo recuerdo con horror». Pero no borrarás la verdad, y la verdad es que nos amamos.

Me amaste hasta olvidar que François existía, hasta consentir en todo para no perderme. ¡Oh, sí! Hace un rato, había que ver tu virtuoso rostro de mujer madura, de buena madre de familia, tu expresión aterrada cuando has sabido que tu hija Colette recibía a un hombre en su propia casa, en ese idílico Molino Nuevo, en ausencia de su marido… Bueno, ¿y tú? Colette es digna hija de su madre. Y la otra, lo mismo: digna hija tuya y mía. Ellas son seres vivos, mientras que nosotros llevamos veinte años muertos, porque ya no amamos nada, ésa es la verdad. Porque no irás a contarme, a mí, que amas a François, ¿eh? Sí, es tu marido, tu amigo, os habéis habituado a estar juntos… Podríais vivir como hermano y hermana. De hecho, al menos desde el nacimiento de Loulou, así es como vivís. Pero nunca lo has amado; me has amado a mí. Oye, escucha, ven aquí, ¡acuérdate! ¿Es que te has vuelto una hipócrita? Pero no; es lo que yo pensaba: eres otra. ¿Cómo lo has dicho tú? A los veinte años, alguien nos suplanta y vive en nuestro lugar. Sí, un desconocido bullicioso, alado, radiante, que hace hervir nuestra sangre, devasta nuestra vida y se va, desaparece. Bueno, pues yo quiero resucitar a ese desconocido.

Escúchalo. Míralo. ¿No lo reconoces? ¿Recuerdas el enorme pasillo, blanco y frío, y a tu viejo marido (no François, sino el primero, el que lleva tantos años muerto, ese de cuyo nombre ya nadie se acuerda), a tu marido en su cama, con la puerta de la habitación entreabierta, porque era celoso y desconfiado, y cómo nos abrazábamos tú y yo, la gran sombra que la luz de la lámpara proyectaba en el techo, la sombra que a veces vuelvo a ver en sueños, que éramos tú y yo, como creíamos entonces? En realidad, no era ni el uno ni el otro, sino el rostro del desconocido, semejante y distinto de nosotros, y olvidado hace mucho tiempo…

Hélène, amiga mía, ¿te acuerdas del día en que nos vimos por primera vez? François te conoció siendo una niña. Cuando Colette estaba a punto de casarse y estuvisteis bebiendo ponche en mi casa, François habló de vuestro pasado. A mí no me concierne. Cuando yo te conocí no eras una niña, sino una mujer atada a un viejo, esperando que se muriera para casarse con François. En esa época, él estaba ausente, en el extranjero. Ocupaba un puesto de lector de francés en una universidad de Bohemia. Yo acababa de volver de un largo viaje. Tú eras joven y hermosa, y te aburrías. Pero espera.

Pongamos orden en nuestros recuerdos.

El primer marido de Hélène fue un Montrifaut, un primo de mi madre.

Cuando Hélène se casó yo estaba en África. Eso fue antes de la Gran Guerra. El día que me marché, Hélène aún era una niña. Sin embargo, recuerdo que cuando mi madre me contó que se casaba —la pobre me escribía todas las semanas una especie de parte en el que no me hablaba más que de las cosas y la gente de nuestra tierra, seguramente para inspirarme una especie de nostalgia y el deseo de volver—, recuerdo que pensé largo y tendido en aquella niña a la que apenas conocía.

Recuerdo aquella noche sofocante, la choza, la lámpara que humeaba en un rincón, los lagartos persiguiendo moscas por las paredes blancas y a mi negra Fifé, con su turbante verde. Leía la carta; soñaba; imaginaba aquella unión tan desigual. Y de pronto dije en voz alta:

—Qué pena…

Si es imposible predecir el futuro, creo que ciertos sentimientos muy intensos se anuncian con meses, incluso años de anticipación, mediante un extraño pálpito del corazón. Por ejemplo, la fúnebre tristeza que siempre he experimentado en las estaciones a la hora en que cae la noche, no la comprendí, no la «reconocí», hasta pasados muchos años, durante la guerra, en aquellas estaciones apartadas en que esperaba el tren que me llevaría al frente. Del mismo modo, el amor ha pasado como un hálito sobre mi corazón años antes de irrumpir en mi vida. Aquella noche en África tenía calor, tenía sed, tenía fiebre, me dormía, me despertaba, y en mi sueño estaba con una mujer, una francesa, una chica de mi tierra. Pero cada vez que me acercaba, ella huía. Yo extendía la mano y por un instante tocaba unas mejillas suaves cubiertas de lágrimas. «¿Por qué llorará? —pensaba—. ¿Por qué no se deja abrazar?» Quería estrecharla entre mis brazos, pero ella desaparecía. Y yo la buscaba entre un gentío que era el de los domingos en una iglesia de pueblo, una muchedumbre de campesinos con grandes blusas negras. Recuerdo incluso este detalle: un fuerte viento, que soplaba de no sabía dónde, hinchaba aquellos blusones como si fueran velas. Al despertarme, aunque en el sueño no había visto el rostro de la chica, me dije: «Vaya, he soñado con esa Hélène que acaba de casarse con Montrifaut».

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