Read El ardor de la sangre Online
Authors: Irène Némirovsky
—¿Qué tal, señor Sylvestre?
Me quito los zuecos. Pido vino y me siento siempre en el mismo sitio, a la izquierda, cerca de la ventana, por la que puedo ver el gallinero, el lavadero y un jardincillo bajo la lluvia.
A mi alrededor, reina el silencio de un anochecer de otoño en un pueblecito somnoliento. Enfrente, un espejo enmarca mi arrugado rostro, tan misteriosamente cambiado desde hace unos años que apenas lo reconozco. ¡Bah! Un agradable calorcillo me penetra hasta los huesos; extiendo las manos hacia la rechoncha estufa, que ronronea despidiendo un olor que me adormece y me repugna ligeramente. Se abre la puerta y en el umbral aparece un chico con gorra, o un hombre bien arreglado en honor al domingo, o una niña que viene a buscar a su padre y exclama con voz aguda:
—¿Todavía estás aquí? Mamá pregunta por ti.
Y desaparece entre la risa general.
Hace unos años, Declos venía aquí todos los domingos sin falta. No jugaba a las cartas, era demasiado tacaño para apostarse los cuartos, pero se sentaba junto a los jugadores y los miraba en silencio, con la pipa en la comisura de los labios.
Cuando le pedían consejo, lo rehusaba con un pequeño gesto de la mano, como quien niega una limosna. Ahora está muerto y enterrado, y en su lugar veo a Marc Ohnet, con la cabeza descubierta y una chaqueta de cuero, sentado ante una botella de beaujolais.
La forma en que un hombre bebe en compañía no tiene ningún significado; pero cuando lo hace a solas revela, sin que él lo sepa, el fondo mismo de su alma. Hay un modo de hacer girar el vaso entre los dedos, una manera de inclinar la botella y mirar cómo cae el vino, de llevarse el vaso a los labios, de sobresaltarse y dejarlo bruscamente en la mesa cuando te llaman, de volver a cogerlo con una tosecilla afectada, de apurarlo cerrando los ojos, como si se bebiera olvido a tragos, que es la de un hombre intranquilo, agobiado por las preocupaciones o por un terrible problema. Mis ocho campesinos se lo han notado: siguen jugando, pero de vez en cuando le lanzan una ojeada. Él adopta una actitud indiferente. Cae la noche.
Encienden la gran lámpara de cobre. Los hombres recogen las cartas y se disponen a volver a casa. Es el momento de la charla. Primero se habla del tiempo, del precio de la vida y de la cosecha. De pronto, volviéndose hacia Ohnet, alguien dice:
—Hacía tiempo que no lo veíamos, señor Marc.
—Desde el entierro del viejo Declos —puntualiza otro.
El joven hace un gesto vago con la mano y murmura que ha estado ocupado.
Se habla de Declos y de la herencia que dejó, «las mejores tierras de la comarca».
—Era un hombre que conocía la tierra… Avaro, eso sí: con él un céntimo era un céntimo. Poco querido, pero conocía la tierra.
Un silencio. Han dedicado al difunto su mejor elogio y, en cierto modo, han dado a entender al joven que toman partido por el muerto frente al vivo, por el viejo frente al joven, por el marido frente al amante.
Porque, indudablemente, algo se sabe… Al menos, en cuanto a Brigitte. Las miradas, brillantes de curiosidad, se clavan en Marc.
—Su mujer… —dice alguien al fin.
Ohnet levanta la cabeza y frunce el ceño.
—Su mujer, ¿qué?
Breves frases prudentes brotan de los labios campesinos con el humo de las pipas:
—Su mujer… era demasiado joven para él, desde luego, pero cuando se casaron él ya era rico y ella… tenía Coudray, que se caía a pedazos.
—Habría tenido que irse, eso seguro. Si conservó lo suyo, fue gracias a Declos.
—Nunca se ha sabido de dónde venía.
—Era una bastarda de la señorita Cécile —dice alguien con una risotada.
—Si no hubiera conocido a la señorita Cécile, yo también lo creería. Pero a la pobre no le iban esas cosas, seguro. No salía de casa más que para ir a misa.
—A veces basta con eso.
—No digo que no, pero la señorita Cécile… no tenía malicia. No; era una niña de la Beneficencia que tomó a su cargo, una especie de criada o algo así. Luego le cogió cariño y la adoptó. La señora Declos no es tonta.
—No, de tonta no tiene un pelo. Bien derecho que llevaba al viejo… Vestidos, perfumes de París, viajes… todo lo que le apetecía. Sabe apañárselas. Y no sólo por eso. Las cosas como son. Conoce la tierra. Sus aparceros dicen que no hace falta explicarle nada. Y es bien amable con todo el mundo.
—Sí. Es orgullosa vistiendo, pero no hablando.
—De todas formas, aquí no es bien vista. Debería andarse con cuidado.
De pronto, Ohnet alza los ojos y pregunta:
—Cuidado ¿con qué?
Otro silencio. Los hombres acercan las sillas unas a otras y, con el mismo movimiento, dan la espalda a Marc, subrayando de ese modo su desaprobación de todo lo que adivinan o creen adivinar.
—Cuidado con su conducta.
—Me parece —dice Ohnet haciendo girar rápidamente el vaso vacío entre los dedos—… me parece que la opinión de la gente le da exactamente igual.
—A saber, señor Marc, a saber… Tiene sus propiedades aquí. Tiene que vivir aquí. No le haría ningún bien que la señalaran con el dedo.
—Puede vender sus bienes y marcharse —dice de repente uno de los campesinos.
Es Gonin; sus tierras colindan con las del difunto Declos. Sobre su paciente rostro aparece esa expresión obstinada y dura que delata a los hombres de esta tierra cuando codician los bienes del prójimo. Los demás se callan. Conozco el juego, porque lo han jugado conmigo. Se practica contra todos los que no son de aquí, o han dejado de serlo, o contra aquellos a los que, por un motivo u otro, se considera indeseables. A mí tampoco me apreciaban. Había abandonado mi herencia. Había preferido otras tierras a la mía. Todo lo que quería comprar automáticamente valía el doble; todo lo que quería vender, la mitad. En las cosas más insignificantes, podía reconocer una malevolencia asombrosamente activa, siempre alerta, calculada para hacerme la vida imposible y obligarme a marcharme lejos de aquí.
Aguanté. No me fui. Pero lo mío se lo quedaron ellos. Frente a mí veo a Simon de Saint-Arraud, con sus renegridas manazas sobre las rodillas, que tiene mis prados, y a Charles de Las Rocas, que tiene mis propiedades, y al hombre que hoy es el dueño de la casa donde nací, ese grueso granjero de mejillas sonrosadas y expresión plácida y somnolienta que dice con una amplia sonrisa:
—Está claro que la señora Declos haría mejor en vender. Puede que conozca la tierra, pero hay cosas que una mujer no sabe hacer.
—Es joven. Volverá a casarse —replica Marc en tono desafiante.
Se han levantado. Uno abre su enorme paraguas. Otro se pone los zuecos y se anuda la bufanda al cuello. Por fin, casi en la puerta, una voz fingidamente indiferente deja caer:
—¿Cree usted que volverá a casarse, señor Marc?
Todos lo observan, conteniendo una risa burlona que les arruga las comisuras de los ojos.
Él los mira uno tras otro, como si tratara de adivinar lo que piensan y lo que callan, como si se preparara para parar un golpe. Alzando los hombros y entrecerrando los ojos, acaba diciendo con desgana:
—¿Y cómo quieren que lo sepa?
—Claro, señor Marc. Usted conocía bien al viejo, ¿no? Incluso, con lo mirado y desconfiado que era, parece que le dejaba entrar a cualquier hora del día, y que a veces salía usted de allí a medianoche. Es de suponer que, desde su muerte, habrá vuelto a ver a la viuda alguna vez…
—Alguna. Pocas.
—Debe de darle pena, ¿no, señor Marc? Había dos casas donde era bien visto y bien recibido, y ahora sus dos dueños están muertos.
—¿Dos casas?
—Coudray y el Molino Nuevo.
Al fin, como satisfechos con el sobresalto que no ha podido evitar (un estremecimiento tan súbito que el vaso le ha resbalado y se ha hecho añicos contra el suelo), los campesinos se van, tras despedirse con mucha cordialidad:
—Que tenga muy buenas noches, señor Sylvestre. ¿Todo bien? Pues me alegro.
—Muy buenas noches, señor Marc. Y déselas también a la señora Declos cuando la vea.
La puerta se abre a la noche otoñal. Se oye caer la lluvia. Los zuecos chacolotean sobre la tierra empapada. Algo más lejos, un chorreo de fuente: en el parque del cercano palacio, los enormes árboles gotean; los pinos lloran.
Yo me fumo una pipa y Marc Ohnet mira al frente. Al rato, suelta un suspiro y dice:
—¡Otra botella, jefe!
• • •
Esa noche, cuando Marc Ohnet ya se había ido, llegó un coche lleno de parisinos que se detuvieron ante el Hôtel des Voyageurs para tomar una copa mientras le hacían una pequeña reparación al vehículo. Entraron en la sala riendo y dando voces. Las mujeres me miraron de arriba abajo; unas trataron en vano de maquillarse ante los pálidos espejos, que deforman las facciones; otras se acercaron a las ventanas y contemplaron la pequeña y pedregosa calle, sobre la que estaba diluviando, y las casas dormidas.
—Qué tranquilo es esto —dijo riendo una joven, y se volvió al instante.
Luego, me pasaron en la carretera. Se dirigían a Moulins. Esta noche atravesarán muchas comarcas tranquilas y muchos pueblos somnolientos; pasarán ante grandes casas silenciosas y oscuras en mitad del campo. Ni siquiera imaginarán que, todo eso, tiene una vida profunda y secreta, que siempre ignorarán. Me pregunto cómo dormirá Marc Ohnet esta noche y si soñará con el Molino Nuevo y su verde y espumoso río.
• • •
En nuestros campos, están trillando. Es el final del verano, la última gran labor agrícola de la estación. Día de trabajo y día de fiesta. En los hornos, cuecen enormes tartas doradas y, para decorarlas con fruta, los niños llevan toda la semana haciendo caer las ciruelas. Este año hay muchas. En el pequeño huerto detrás de casa zumban las abejas; la hierba está llena de frutas maduras, que dejan escapar perlas de azúcar por las rajas de su dorada piel. Para la trilla, cada granja tiene a gala ofrecer a trabajadores y vecinos el mejor vino y la nata más cremosa de la comarca. A eso hay que añadir las tartas rebosantes de cerezas y relucientes de mantequilla, los pequeños quesos secos de cabra, que tanto gustan a nuestros campesinos, los platos de lentejas y las patatas, el café y el aguardiente.
Como mi criada se había ido a pasar el día con su familia para ayudar con la comida, me refugié en casa de los Érard. François y Colette tenían que visitar una de las propiedades de ésta, en un lugar llamado Maluret, no muy lejos del Molino Nuevo, y me invitaron a acompañarlos. El hijo de Colette, que ya tiene dos años, se quedaría en casa con su abuela. A Colette le costó separarse de él. Siente por el niño un amor ansioso, que para ella es más una tortura que una fuente de alegría. Antes de marcharse, les hizo mil recomendaciones a Hélène y la criada, insistiendo sobre todo en que no lo dejaran acercarse a la orilla del río. Hélène, con la afectuosa sensatez que la caracteriza, meneó la cabeza.
—Te lo ruego, Colette, no te abandones de ese modo. No te pido que olvides el accidente que mató al pobre Jean, hija; sé que es imposible. Pero no dejes que su recuerdo envenene tu vida y la de tu hijo. Piensa un poco. ¿En qué hombre lo convertirás si lo educas en el temor? Mi pobre Colette, no podemos vivir en lugar de nuestros hijos, aunque a veces nos gustaría. Cada cual debe vivir y sufrir por sí mismo. El mejor favor que les podemos hacer es dejar que ignoren nuestra propia experiencia. Créeme, cree a tu vieja madre, cariño.
Hélène se esforzó en reír para atenuar la seriedad de sus palabras, pero Colette, con lágrimas en los ojos, murmuró:
—Me habría gustado vivir como tú, mamá.
Su madre interpretó: «Me habría gustado ser tan feliz como tú».
—Era la voluntad de Dios, Colette —dijo con un suspiro.
Luego besó a su hija, cogió al niño en brazos y volvió a la casa. Yo me quedé mirándola mientras se alejaba atravesando el jardín, todavía grácil y hermosa pese a sus cabellos grises. Es asombroso que haya conservado hasta la edad madura ese paso leve y lleno de seguridad.
Sí, lleno de seguridad; el de una mujer que nunca se ha extraviado por el mal camino, que nunca ha corrido jadeante a una cita, que nunca se ha detenido, agobiada bajo el peso de un secreto culpable…
Colette tradujo ese sentimiento, que sin duda ella también experimentaba, cogiéndose del brazo de su padre y diciéndole:
—Mamá es la tarde de un día hermoso.
Él le sonrió.
—Vamos, hija. La tuya será igual de hermosa y serena. Vamos, apresúrate —repitió—. Tenemos un largo camino por delante.
Durante todo el trayecto, Colette se mostró más alegre que nunca desde la muerte de Jean. François conducía. Ella iba sentada detrás, a mi lado. Era un día caluroso, espléndido, tocado apenas por el otoño. Sólo el azul del cielo, más frío, más cristalino que en agosto, a veces una ráfaga de viento y algunas hojas carmesíes sobre los setos anunciaban el final del buen tiempo. Al cabo de unos instantes, Colette empezó a reír y hablar con animación, cosa que no había hecho en mucho tiempo.
Recordaba largos paseos por aquel mismo camino con sus padres, siendo niña:
—¿Te acuerdas, papá? Henri y Loulou todavía no habían nacido. Georges era el más pequeño, y se quedaba con la criada, lo que hacía que la vanidad satisfecha aumentara mi felicidad. ¡Y qué felicidad! Me la hacíais esperar mucho tiempo. A veces, más de un mes. Luego, preparabais las cestas de la merienda. ¡Ah, qué pasteles más ricos! Nunca me han sabido igual. Mamá amasaba la pasta, con sus hermosos brazos desnudos llenos de harina hasta el codo, ¿te acuerdas? A veces nos acompañaban amigos, pero casi siempre íbamos solos. Después de comer, mamá me obligaba a acostarme en la hierba. Y tú le leías, ¿verdad? Leías a Rimbaud y Verlaine, y yo tenía tantas ganas de correr… Pero me quedaba allí, escuchándote a medias, y pensaba en mis juegos, en la larga tarde que teníamos por delante, y saboreaba aquella… aquella perfección que había en mi felicidad de entonces.
Su voz se hacía más baja y grave a medida que hablaba; era evidente que se había olvidado de su padre y se dirigía a sí misma. Se quedó callada unos instantes y luego preguntó:
—¿Recuerdas aquella vez que se averió el coche, papá? Tuvimos que bajarnos y seguir andando, y, como yo estaba cansada, mamá y tú pedisteis a un campesino que pasó con un carro cargado de heno que me dejara sentarme a su lado. Recuerdo que hizo una especie de pequeño techo con ramas y hojas para protegerme del sol. Vosotros ibais andando detrás del carro y el campesino guiaba el caballo. Entonces, como pensabais que nadie os veía, os parasteis en medio del camino y os besasteis… ¿Te acuerdas? Pero en ese momento yo saqué la cabeza de debajo de las ramas, que formaban como una casita, y grité: «¡Os he visto!» Y vosotros os echasteis a reír. ¿Te acuerdas? Y esa noche paramos en una casa muy grande donde no tenían electricidad, ni apenas muebles, pero en mitad de la mesa del comedor había un enorme candelabro de cobre amarillo… Qué curioso… Había olvidado todo eso y ahora lo recuerdo. Pero puede que fuera un sueño.