Read El ardor de la sangre Online
Authors: Irène Némirovsky
Imaginé su cuerpo atrapado por el agua. Si una porción de su alma regresaba a la tierra, sin duda estaría allí, entre las máquinas, los sacos de trigo, las balanzas, todo aquel humilde decorado. Con cuánto orgullo me había enseñado aquella ala del edificio reconstruida por su padre… Casi creía estar viéndolo a mi lado. Al pasar, golpeé sin querer una de aquellas máquinas y de pronto empezó a chirriar de un modo tan inesperado, tan quejumbroso, tan extraño, que no pude evitar murmurar:
—¿Estás ahí, mi pobre amigo?
El estrépito cesó de golpe. Volví a bajar a la vivienda para esperar a François y Hélène, a los que había hecho avisar. Cuando llegaron, su presencia bastó para implantar la calma casi de inmediato. El ruido y la confusión dieron paso a una especie de fúnebre murmullo que arrullaba el dolor. Despidieron a los vecinos con frases de agradecimiento; cerraron ventanas y postigos; apagaron luces; colocaron flores en la habitación donde reposaría el muerto. Los hombres lo habían encontrado al amanecer, enredado en los juncos, como suponían. El pequeño grupo penetró silenciosamente en el molino transportando una forma extendida sobre una camilla y oculta bajo una sábana.
Anteayer enterramos a Jean. Fue una ceremonia muy larga en un día frío y lluvioso. El molino está en venta; Colette sólo conservará las tierras, de las que se ocupará su padre, y volverá a vivir con Hélène y François.
Hoy se ha celebrado una misa por el alma de Jean Dorin. Toda la familia acudió a la iglesia, abarrotada por una muchedumbre de negro, muda e indiferente.
Colette ha estado muy enferma; hoy era el primer día que se levantaba, y durante el oficio se desmayó. Yo estaba cerca. De pronto vi que se levantaba el velo de luto y miraba fijamente al enorme Cristo clavado en la cruz frente a ella; soltó un débil grito y cayó hacia delante, con la cabeza entre los brazos.
Después de la ceremonia comí en casa de sus padres; ella no bajó al comedor.
Quise verla; estaba en su habitación, acostada en la cama, con el niño junto a ella.
Estábamos solos. Al verme se echó a llorar, pero no quiso responder a ninguna de mis preguntas. Volvía la cabeza con gesto de vergüenza y desesperación.
Opté por dejarla sola. François y Hélène me esperaban en el jardín, paseando lentamente. Han envejecido de golpe y perdido esa expresión de serenidad que tanto me gustaba y conmovía en ellos. No sé si el ser humano construye su vida, pero lo cierto es que la vida que ha vivido acaba transformándolo; una existencia tranquila y hermosa da a un rostro una especie de suavidad, de dignidad, un tono cálido y suave que es casi una pátina, como la de un retrato. Pero la suavidad y la serenidad de aquellas facciones, se ha borrado de repente, y lo que se ve debajo es un alma triste y angustiada. Pobrecillos… Hay un momento de perfección en que todas las promesas maduran y acaban cayendo como frutos en sazón, un momento que la naturaleza alcanza hacia el final del verano, pero no tarda en dejar atrás; entonces empiezan las lluvias del otoño. Con las personas ocurre igual.
Mis primos estaban muy inquietos por Colette. Naturalmente, comprendían que la muerte del pobre Jean le hubiera afectado tanto, pero esperaban que se repusiera antes. Sin embargo, cada día parece más débil.
—Creo que no debería quedarse aquí —dijo François con expresión preocupada—. No sólo por los recuerdos que, naturalmente, le trae todo en esta casa, donde conoció a Jean, donde se casó, etcétera; sino por nosotros, sobre todo.
—No entiendo lo que quieres decir, François —replicó Hélène con cierta agitación.
Él le puso la mano en el brazo; la trata con una autoridad afectuosa a la que ella nunca se resiste.
—Pienso que nosotros, que nuestra vida, que todo lo bueno que hay en nuestro matrimonio aviva su dolor —respondió—. Le hace comprender más vivamente lo que ha perdido; viéndonos, lo siente aún más, por así decirlo. Pobrecita… A veces, sus ojos tienen una expresión tan triste que apenas puedo soportarla. Siempre ha sido mi preferida, lo reconozco. He intentado convencerla de que se marche, que viaje. Pero no. Se niega a dejarnos. No quiere ver a nadie.
—Creo que lo que necesita ahora no son distracciones, que además no aceptaría, sino una ocupación seria —opinó Hélène—. Lamento que haya decidido vender el molino. Era la fortuna de su hijo, y no sólo debería haberla conservado, sino también aumentado.
—¿Cómo puedes decir eso? No habría podido salir adelante ella sola.
—¿Y por qué sola? Nosotros la habríamos ayudado, y dentro de unos años alguno de sus hermanos habría dirigido el molino, hasta que el pequeño tuviera edad para hacerlo. Un trabajo absorbente es lo único que puede curarla.
—O un nuevo amor —opiné.
—O un nuevo amor, sí. Pero lo mejor para que llegue, y me refiero a un amor auténtico, limpio y sano, es no pensar demasiado en él, no llamarlo. Si no, te equivocas. Le pones la máscara del amor a la primera cara vulgar que se presenta. Espero de todo corazón que más adelante vuelva a casarse, pero antes tiene que recobrar la paz. Luego, y de un modo totalmente natural, porque es joven, volverá a enamorarse de algún buen chico como el pobre Jean.
Siguieron hablando de Colette, con un tono de tranquila y confiada certeza.
Era su hija. La habían concebido ellos. Creían saber hasta lo que soñaba. Al final, decidieron hacer todo lo que estuviera en sus manos para que volviera a interesarse por las tierras que le quedaban, por las labores, las cosechas, los bienes que tenía el deber de conservar para su hijo. Cuando los dejé, estaban sentados en un banco frente a la casa, bajo las ventanas de su habitación, el mismo banco en que en otros tiempos yo me quedaba esperando largo rato, acechando unos pasos en la noche.
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El viejo Declos ha empeorado. Su mujer consultó con un médico de Creusot, que recomendó operarlo. El viejo quiso saber cuánto le costaría. El médico dijo una cantidad. Al oírla, Declos se quedó callado un buen rato, como en mi casa el día en que negociamos el precio de la pequeña propiedad de Las Rocas, tras la muerte de mi madre.
Recuerdo que me preguntó cuánto pedía, cerró los ojos y, tras unos instantes de silencio, dijo: «Vale. Estoy de acuerdo». En aquella época era pobre.
Teníamos más o menos la misma edad. Para él, la compra de aquellas veinticuatro hectáreas era un negocio importante. Del mismo modo, cuando el médico le dijo que la operación le costaría diez mil francos y que, en caso de éxito, le quedarían tres, cuatro, tal vez cinco años de vida, seguro que calculó el valor de cada uno de esos años y se dijo que, después de todo, no serían tan bonitos ni tan buenos como para pagarlos a precio de oro. Y rechazó la operación. Cuando el médico se fue, Declos le dijo a su mujer que su propio padre había muerto de una enfermedad muy parecida, que no había durado mucho, apenas unos meses, y que había sufrido enormemente.
Y concluyó:
—Es igual, estoy acostumbrado a sufrir.
Lo cierto es que nuestros campesinos tienen una especie de talento para vivir lo más duramente posible. Por ricos que sean, rechazan el placer y la felicidad misma con una resolución inquebrantable, quizá porque desconfían de sus engañosas promesas. La verdad es que la única vez, que yo sepa, que el viejo Declos ha incumplido esa norma fue el día que se casó con Brigitte, y ha debido de lamentarlo.
Así que ahora pone en orden sus asuntos y se prepara para morir hacia Navidad. Su mujer heredará, sin lugar a dudas; aunque sepa que lo engaña, Declos se guardará mucho de actuar de tal modo que se sospeche ese adulterio. Es tanto una cuestión de orgullo como de fidelidad hacia los suyos; una especie de solidaridad que aquí une al marido con la mujer y a los padres con los hijos, y oculta todos los odios, para evitar los escándalos, para que nadie sepa nada. Y no es que les importe la aprobación de la gente; son demasiado cerriles y orgullosos para eso. Pero temen ser la comidilla de la vecindad; para ellos, sentir las miradas de los demás constituye un sufrimiento moral insoportable. Eso los hace invulnerables a la vanidad; no quieren ni que los envidien ni que los compadezcan, sino que los dejen tranquilos. Tranquilidad es su palabra favorita; para ellos es sinónimo de felicidad, o más bien sustituye a la falta de felicidad. Un día oí a una anciana que, refiriéndose a Colette y el accidente que la dejó viuda, le decía a Hélène:
—Qué pena, qué pena… Con lo tranquila que estaba su hija en el molino…
Y esa palabra representaba para ella toda la felicidad humana que era capaz de imaginar.
También el viejo Declos quiso que todo fuera tranquilo durante sus últimos días sobre la tierra y cuando ya no estuviera.
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El otoño se ha adelantado. Me levanto antes del amanecer y paseo por el campo, entre tierras que pertenecieron a mi familia durante generaciones y que ahora poseen y cultivan otros. No puedo decir que me pese; a veces siento una pequeña punzada en el corazón… No me arrepiento del tiempo perdido persiguiendo la fortuna, en la época que compraba caballos en Canadá o comerciaba con copra en el Pacífico.
Esa necesidad de marcharme, el asfixiante aburrimiento que me inspiraba mi tierra, los sentí a los veinte años con tanta fuerza que si hubiera tenido que quedarme probablemente habría muerto. Mi padre había fallecido y mi madre no pudo retenerme. «Es como una enfermedad —decía asustada cuando le suplicaba que me diera dinero y me dejara marchar—. Espera un poco, se te pasará». También decía: «En el fondo, eres como el chico de los Gonin y el de los Charles, que quieren ser obreros en la ciudad, aun sabiendo que serán menos felices que aquí, pero cuando intento razonar con ellos me responden: “Será un cambio”».
Y, efectivamente, eso era lo que yo quería: un cambio. La sangre me ardía en las venas cuando pensaba en aquel mundo inmenso que vivía la vida mientras yo seguía aquí. Me fui, y ahora no puedo comprender qué demonio empujaba a abandonar su casa a alguien tan insociable y sedentario como yo. Recuerdo que un día Colette Dorin me dijo que parecía un fauno: en todo caso, un fauno viejo que ya no corre detrás de las ninfas, que vive acurrucado en un rincón de su chimenea. Pero ¿cómo explicar cuánto me satisface esa vida?
Disfruto con cosas sencillas que están a mi alcance: una buena comida, un buen vino, este cuaderno en que garabateo, que me proporciona una sarcástica y secreta alegría, y, sobre todo, la divina soledad.
¿Qué más puedo pedir? Pero a los veinte años, ¡cómo ardía! ¿Cómo prende en nosotros ese fuego? En unos años, en unos meses, a veces en unas horas, lo devora todo y después se extingue. Después puedes enumerar sus destrozos. Te ves atado a una mujer a la que ya no quieres, o arruinado, como yo; o, si has nacido para ser tendero y te has empeñado en ser pintor en París, acabas tus días en el hospital.
¿Quién no ha visto su vida extrañamente deformada y torcida por ese fuego en un sentido contrario a su naturaleza profunda? En definitiva, todos nos parecemos, mucho o poco, a las ramas que arden en mi chimenea y se retuercen al antojo de las llamas. Aunque tal vez no debería generalizar: hay gente que es tremendamente sensata a los veinte años. Pero yo prefiero mi locura pasada a toda su sabiduría.
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Al parecer, Colette va a hacerse cargo de sus tierras personalmente, obedeciendo a los deseos de su padre. Será su propia administradora, dice François Érard. Eso la obligará a relacionarse con la gente, a salir de casa y, en ocasiones, a batallar por los derechos de su hijo. Para convencerla, Hélène emplea la misma persuasión hábil y cariñosa que cuando arranca de sus juegos al pequeño Loulou para hacerle estudiar. Con Colette, igual: el juego se acabó.
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El viejo Declos ha muerto. No ha llegado a Navidad. Faltan unas semanas. Le ha fallado el corazón. Ahora su mujer es rica. Cuando murió la buena de Cécile, que la crió, no tenía más que Coudray, que es como decir nada. Las tierras se habían vendido y la casa era una ruina. El viejo Declos compró Coudray; fue entonces cuando se enamoró de Brigitte. Poco a poco, fue reconstruyendo la propiedad; echó abajo el viejo edificio, levantó la casa más hermosa de la región y, de propina, se quedó con la chica. En su día, todos pensamos que Brigitte había tenido suerte, aunque seguramente ella habría dicho que Colette, que no tuvo que casarse con un viejo para vivir feliz y mimada, había sido más afortunada. Pero la muerte ha nivelado las cosas. Me pregunto si esas dos criaturas saben, o sospechan… Pero no: la juventud sólo se ve a sí misma. ¿Qué somos para ella? Pálidas sombras. ¿Y ella para nosotros?
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El domingo, en esta época en que llueve a diario, bajo al pueblo. Paso por delante de casa de los Érard, pero no me detengo. A veces, bajo la ventana del salón, se oye el piano de Hélène. Otras, la veo calzada con zuecos en el jardín, recogiendo las últimas rosas, las que se reservan para adornar las tumbas en Todos los Santos, y las despeinadas dalias del color del fuego. Me ve; me saluda con la mano; se acerca a la verja y me dice que entre. Pero yo rehúso; últimamente no estoy nada sociable.
Hélène y su familia me producen el mismo efecto que los vinos de postre, el moscatel o el dorado frontignan, que mi paladar, acostumbrado al viejo borgoña, ya no sabe apreciar. Así que dejo a Hélène y, bajo las menudas y escasas gotas de lluvia que caen de los árboles desnudos, entro en el pueblo. Está desierto, silencioso y melancólico. Anochece temprano. Cruzo la plaza del monumento a los caídos, en el que monta guardia un soldado pintado con los más vivos tonos de rosa y azul. Más arriba hay un paseo flanqueado de tilos, las viejas y negruzcas murallas, una puerta en forma de arco que se abre sobre el vacío y en la que ulula el cierzo y, por último, la placita redonda de la iglesia. En el crepúsculo, en el escaparate de la panadería, las rubias hogazas en forma de corona relucen bajo una bombilla cubierta con un cucurucho de papel blanco. La placa del notario y la muestra del zapatero, un gran zapato tallado en madera color miel que tiene las dimensiones y el aspecto de una cuna, parecen flotar en la fina lluvia gris, en el aire teñido de neblina.
Enfrente se alza el Hôtel des Voyageurs.
Empujo la puerta, que hace tintinear una campanilla, y entro en la sala del café, oscura y llena de humo, en la que arde una oronda estufa de ojo incandescente. Los espejos reflejan los veladores de mármol, el billar, el canapé de cuero, lleno de grietas, el calendario, que data de 1919 y representa a una alsaciana con medias blancas entre dos militares. En ese café, todos los domingos, ocho campesinos (siempre los mismos) juegan a las cartas. Intercambian las palabras rituales, entre el ruido de los corchos de las botellas de tinto y el entrechocar de los vasos de cristal corriente en las mesas. Cuando llego, voces cansinas con el áspero acento que nuestra tierra ha tomado prestado a la vecina Borgoña dicen una tras otra: