Read El ardor de la sangre Online
Authors: Irène Némirovsky
—¡Qué expresión tan socarrona tiene, primo Silvio! Se la he visto muchas veces. —Y volviéndose hacia su padre—: Sigo esperando que me contéis vuestros amores, papá.
—Está bien, voy a deciros cómo conocí a vuestra madre —respondió François—. En aquella época, vuestro abuelo vivía en el pueblo. Como sabéis, se casó dos veces. Vuestra madre era hija de su primera mujer, y su madrastra también tenía una hija de su anterior matrimonio. Lo que no sabéis es que pensaban casarme con esa chica, la hermanastra de vuestra madre.
—Qué curioso… —murmuró Colette.
—Sí, lo que son las casualidades. Entré por primera vez en esa casa a remolque de mis padres. Iba al matrimonio como una oveja al matadero. Pero mi madre, pobre mujer, estaba empeñada en casarme, y a fuerza de ruegos había conseguido que aceptara aquella entrevista, que no me comprometía a nada, me había asegurado ella. Entramos. Imaginaos el salón de pueblo más frío y más austero del mundo. Encima de la chimenea había dos candelabros de bronce que representaban las llamas del Amor y que aún me ponen los pelos de punta cuando los recuerdo.
—¡Y a mí! —dijo Hélène riendo—. Aquellas llamas heladas e inmóviles sobre aquella chimenea que jamás se encendía tenían un valor simbólico.
—La segunda mujer de vuestro abuelo, para qué engañarnos, tenía un carácter que…
—Calla —lo atajó Hélène—. Está muerta.
—Por suerte… Pero vuestra madre tiene razón: dejemos en paz a los muertos. Era una señora muy corpulenta y pelirroja, con un gran moño rojo y la piel muy blanca. Su hija parecía un nabo. En todo el tiempo que duró la visita, la pobre no paró de juntar y separar las manos, hinchadas de sabañones, sobre las rodillas y no dijo esta boca es mía. Era invierno. Nos sirvieron seis galletas en una bandeja y unos bombones rancios. Mi madre, que era friolera, no paraba de estornudar. Yo abrevié la visita todo lo que pude. Bueno, pues cuando por fin salimos de la casa, había empezado a nevar. De pronto vi a los niños que volvían de la escuela y entre ellos, corriendo y resbalando, calzada con unos enormes zuecos de madera y vestida con una esclavina roja, con el pelo negro totalmente revuelto, las mejillas rojas y nieve en la punta de la nariz y en las cejas, a una niña que entonces tenía trece años. Era vuestra madre. La perseguían unos chicos que le arrojaban bolas de nieve al cuello. Cuando estaba a dos pasos de mí, se volvió, cogió un montón de nieve con las dos manos y lo lanzó riendo; luego, como tenía un zueco lleno de nieve, se lo quitó y se quedó en el umbral saltando a la pata coja, con los mechones negros cayéndole sobre los ojos. Después de estar en aquel salón helado, con aquella gente tan seria, no podéis imaginaros lo alegre y cautivadora que me pareció aquella niña. Mi madre me dijo quién era. En ese mismo instante decidí que me casaría con ella. Sí, chicos, reíos… En realidad no fue una decisión ni un deseo, sino una especie de visión. Me la imaginé unos años después, saliendo de la iglesia a mi lado, convertida en mi mujer. Ella no era feliz. Su padre era muy mayor y estaba enfermo; su madrastra no se ocupaba de ella. Me las arreglé para que mis padres la invitaran a casa. La ayudaba a hacer los deberes, le prestaba libros, organizaba picnics y pequeñas fiestas para ella, sólo para ella. La pobre no se daba cuenta de nada…
—¡Uy, qué no! —saltó Hélène, y bajo los cabellos grises sus ojos brillaron con malicia y su boca esbozó una sonrisa juvenil.
—Me fui a París para continuar mis estudios. No se pide en matrimonio a una chiquilla de trece años. Así que me marché diciéndome que volvería al cabo de cinco y conseguiría su mano. Pero a los diecisiete se casó; con un buen hombre, aunque mucho mayor que ella. Para escapar de su madrastra, se habría casado con quien fuera.
—Por entonces se había vuelto tan avara que mi hermanastra y yo no teníamos más que un par de guantes para las dos —explicó Hélène—. En teoría, nos los poníamos por turnos para ir de visita. Pero, de hecho, mi madrastra se las apañaba para castigarme cada vez que teníamos que salir, y era su hija quien se ponía los guantes, unos guantes de cabritilla muy bonitos. Me daban tanta envidia que la perspectiva de tener unos iguales pero míos, sólo míos, cuando me casara, me decidió a dar el sí al primer hombre que me pidió en matrimonio, aunque no me quería. Qué tontos somos de jóvenes…
—Para mí fue un golpe —dijo François—. Y cuando volví y vi a la joven encantadora, aunque un poco triste, en que se había convertido mi pequeña amiga, acabé de enamorarme. En cuanto a ella…
François se interrumpió.
—¡Se han puesto rojos! —exclamó Colette dando palmadas y señalando alternativamente a su padre y su madre—. ¡Venga, contadlo todo! El romance es de entonces, ¿no? Hablasteis, os entendisteis… Él volvió a irse, llorando a lágrima viva, porque tú no eras libre. Esperó sin dejar de serte fiel y, cuando te quedaste viuda, volvió y se casó contigo. Habéis vivido felices y habéis tenido muchos hijos.
—Sí, así es —dijo Hélène—. Pero hasta llegar a eso, ¡cuántos disgustos, cuántas lágrimas, Dios mío! ¡Qué imposible, qué difícil de arreglar parecía todo! Y qué lejos queda ahora… Cuando murió mi primer marido, vuestro padre estaba fuera. Yo creía que me había olvidado, que no volvería. Cuando eres joven, eres tan impaciente… Cada día que pasa y que has perdido para el amor es una tragedia. Pero al final volvió.
Fuera la oscuridad era total. Me levanté y cerré los grandes postigos de madera maciza, que en el silencio gimen lúgubremente. El ruido los sobresaltó, y Hélène dijo que era hora de volver a casa. Jean Dorin se levantó dócilmente y fue a buscar los abrigos de las mujeres a mi habitación. Oí a Colette preguntar:
—¿Y qué ha sido de tu hermanastra, mamá?
—Murió, cariño. ¿Recuerdas que hace siete años tu padre y yo fuimos a un entierro en Coudray, en Niévre? Era la pobre Cécile.
—¿Era tan mala como su madre?
—¿Cécile? ¡No, pobrecita mía! No había mujer más buena y más generosa. Me quería mucho, y yo a ella. Fue una auténtica hermana para mí.
—Es raro que nunca viniera a vernos…
Su madre no respondió. Colette le hizo una última pregunta, que tampoco obtuvo respuesta. Al final, ante la insistencia de Colette, su madre murmuró:
—Hace tanto tiempo de eso…
De pronto su voz sonó extraña, alterada, lejana, como si hablara en sueños.
En ese momento, el novio volvió con los abrigos y nos pusimos en marcha.
Acompañé a mis primos hasta su casa. Viven a cuatro kilómetros de aquí, en una casa preciosa. Avanzábamos por un camino estrecho y lleno de barro, los chicos delante, con su padre, luego los novios y por último Hélène y yo.
Me hablaba de los dos jóvenes:
—Jean parece buen chico, ¿verdad? Se conocen desde hace mucho.
—Lo tienen todo para ser felices. Vivirán, como hemos vivido François y yo, una vida tranquila, sin sobresaltos, digna… Sobre todo, tranquila… sin vaivenes, sin disputas… ¿Tan difícil es ser feliz? Yo creo que el Molino Nuevo tiene algo que calma. Siempre he soñado con una casa junto al río, despertarme por la noche, bien calentita en mi cama, y oír el agua. Y pronto, un niño —añadió soñando en voz alta—. Dios mío, si a los veinte años supieras lo sencilla que es la vida…
Nos despedimos ante la verja de su jardín; se abrió con un agudo chirrido y volvió a cerrarse con un sonido grave, bajo, semejante al de un gong, tan grato al oído como un viejo borgoña al paladar. La fachada está cubierta por una espesa viña loca, que al menor soplo de viento se estremece e irisa, pero en esta época del año sólo quedan algunas hojas secas y la malla de alambre, que brillaba a la luz de la luna. Cuando mis primos entraron en casa, me quedé unos instantes en el camino con Jean Dorin, viendo cómo se iluminaban una tras otra las ventanas del salón y las habitaciones. Resplandecían en la noche con aquellas apacibles luces.
—Contamos con usted para la ceremonia, ¿verdad? —me preguntó el novio con un matiz de ansiedad.
—¡Cómo no! Hace más de diez años que no asisto a un banquete de boda —dije, y por mi mente desfilaron todos los convites a los que me había tocado asistir, esas largas comilonas de provincia, las caras rojas de los bebedores, los camareros contratados en la ciudad, con las sillas y el parquet para el baile, el helado en molde de los postres, el novio con los pies encogidos en los zapatos nuevos, y, sobre todo, la familia, los parientes, los amigos, los vecinos llegados de todos los rincones y recovecos de la comarca circundante, a veces perdidos de vista durante muchos años, que surgen de repente como corchos en la superficie del agua, trayendo a la memoria el recuerdo de peleas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, de amores y odios extintos, de noviazgos rotos y olvidados, de historias de herencias y juicios…
El viejo Chapelain, que se casó con su cocinera; las dos señoritas Montrifaut, dos hermanas que llevan catorce años sin hablarse pese a vivir en la misma calle, porque un día una no le quiso prestar a la otra el barreño de hacer mermelada; el notario al que dejó la mujer para irse con un viajante a París y… Una boda en provincias… ¡Dios mío, qué reunión de fantasmas! En las grandes ciudades es más sencillo: o te ves o no te ves. Pero aquí… Corchos en el agua, como digo. ¡Plop!
De repente aparecen y, en los círculos que forman, ¡cuántos viejos recuerdos! Luego, vuelven a hundirse, y ¡hasta dentro de diez años!
Le silbé al perro, que nos había seguido, y me despedí del novio. Volví a casa.
Aquí se está bien. El fuego mengua. Cuando deja de jugar, de danzar, de agitar en todas direcciones sus resplandecientes llamas, sus mil chispas que se apagan sin luz, calor, ni provecho para nadie, cuando se limita a mantener caldeada la sala, entonces es cuando mejor se está.
Colette se casó el 30 de noviembre a mediodía. Un gran banquete seguido de baile congregó a la familia. Yo me fui a la mañana siguiente, por el bosque de Maie, cuyos caminos, en esta época del año, están cubiertos de una alfombra tan espesa de hojas y una capa tan profunda de barro que tienes la sensación de avanzar por un pantano. Se me había hecho tarde en casa de mis primos. Esperaba: quería ver bailar a alguien… El Molino Nuevo está cerca de Coudray, donde antaño vivía Cécile, la hermanastra de Hélène. Al morir, dejó Coudray a su heredera, su pupila, una niña a la que recogió y que ahora está casada. Se llama Brigitte Declos. Yo imaginaba que Coudray y el Molino Nuevo vivirían en buena vecindad y que vería aparecer a esa joven. Y, efectivamente, acudió a la cita.
Alta, muy atractiva y desenvuelta, irradia fuerza y salud. Tiene veinticuatro años, ojos verdes y pelo moreno. Llevaba un vestido negro corto. De todas las presentes, era la única que no se había endomingado para la ocasión. Incluso tuve la sensación de que se había vestido de una forma tan sencilla a propósito, para mostrar su desdén hacia la desconfianza provinciana. Le hacen el vacío. Todo el mundo sabe que no era más que una niña adoptada, poco más, en el fondo, que esas chicas de la Beneficencia que trabajan en nuestras granjas. Además, se ha casado con un hombre que es casi un campesino, viejo, avaro y astuto; tiene las mejores tierras de la región, pero habla como los pueblerinos y lleva él mismo las vacas a pastar.
Parece que ella sabe apañárselas para sacarle los cuartos: el vestido era de París, y tiene varios anillos adornados con gruesos diamantes.
Al marido lo conozco bien: fue él quien compró poco a poco toda mi menguada herencia. Algunos domingos me lo encuentro por los caminos. Se ha puesto zapatos y una gorra; se ha afeitado y ha venido a ver los prados que le vendí, en los que ahora pastan sus vacas. Apoya los codos en la cerca; clava en el suelo el grueso y nudoso bastón del que nunca se separa; apoya la barbilla en sus grandes y fuertes manos y se queda mirando al frente. Paso cerca de él. De paseo con el perro, o de caza. Vuelvo a pasar a la caída de la tarde, y allí sigue, quieto como una estaca. Ha estado contemplando su propiedad; es feliz. Su joven mujer nunca viene por este lado, y tenía curiosidad por verla. Le había preguntado por ella a Jean Dorin.
—Entonces, ¿la conoce? —me preguntó él a su vez—. Somos vecinos y su marido es cliente mío. Los invitaré a la boda y tendremos que tratarlos, pero no me gustaría que Colette y ella se hicieran amigas. Es demasiado liberal con los hombres.
Cuando entró esa joven, Hélène estaba de pie, no muy lejos de mí. Se la veía emocionada y cansada. Ya habíamos acabado de comer.
Habían servido un banquete de cien cubiertos sobre un entarimado traído de Moulins y montado al aire libre, bajo un entoldado. Hacía una temperatura agradable, y el aire era húmedo bajo un cielo sereno. De vez en cuando se levantaba un trozo de lona y veíamos el amplio jardín de los Érard, los árboles desnudos, el estanque cubierto de hojas secas… A las cinco retiraron las mesas y empezó el baile.
Seguían llegando invitados, los más jóvenes, los que no querían comer ni beber en exceso, pero sí bailar; aquí no sobran diversiones.
Entre ellos estaba Brigitte Declos, pero no parecía conocer íntimamente a nadie. Había venido sola. Hélène le dio la mano, como a todo el mundo; pero, por un instante, sus labios se fruncieron, e hizo una de esas sonrientes y animosas muecas que las mujeres emplean para disimular sus auténticos sentimientos.
Luego, los mayores cedieron el improvisado salón de baile a la juventud y se retiraron al interior de la casa. Se formaron corros ante las grandes chimeneas; en aquellas habitaciones cerradas hacía un calor sofocante. Había granadina y ponche.
Los hombres hablaban de la cosecha, de las granjas arrendadas a aparceros, del precio del ganado… En las reuniones de gente madura se respira una especie de imperturbabilidad; los organismos han digerido todos los platos pesados, amargos y picantes de la vida, han metabolizado todos los venenos, y durante diez o quince años permanecen en un estado de perfecto equilibrio, de envidiable salud moral.
Están satisfechos de sí mismos. El penoso y vano trabajo con el que la juventud intenta adaptar el mundo a sus deseos ha quedado atrás.
Han fracasado y ahora descansan. Dentro de unos años, volverá a agitarlos una sorda inquietud, que esta vez será la de la muerte; pervertirá sus gustos de un modo extraño, los volverá indiferentes, o raros, o gruñones, incomprensibles para su familia, extraños para sus hijos. Pero, de los cuarenta a los sesenta, gozan de una precaria paz.