Read El ardor de la sangre Online
Authors: Irène Némirovsky
François se pasó la mano por los ojos lentamente.
—Es inaudito. Es… es incomprensible. Un accidente así es posible, pero sólo puede explicarlo una indisposición: nadie se cae de una pasarela que cruza diez veces al día desde hace veinticinco años. Colette piensa que debió de marearse. Pero ¿por qué? No padecía vértigo, estaba estupendamente. Por otra parte, todos sabemos que hubo robos, que se produjeron incendios en la región y que ese año detuvieron a unos merodeadores. Así que a veces he pensado que el accidente pudo no ser tal, que quizá el pobre Jean fue víctima de un asesinato. Pero la historia de este chico es muy extraña. ¿Por qué no entró Jean en casa de inmediato?
—¿Estás seguro de que se quedó tanto rato como dices junto al coche? Estabas dormido —le dije al chico—. Tú mismo lo has reconocido. Ya sabes que cuando dormimos perdemos la noción del tiempo. A veces creemos que sólo han pasado unos minutos, y se nos ha ido la mitad de la noche. Y otras veces pasa al revés: tenemos sueños muy largos, pensamos que hemos dormido mucho rato y resulta que sólo han sido unos segundos.
—Eso es verdad —reconocieron varias voces.
—Yo creo que ocurrió esto —dije—: El chico estaba dormido; se despertó y oyó el ruido del coche; luego volvió a dormirse y le pareció que había pasado mucho rato. En realidad sólo eran los segundos que separaron la llegada de Jean del momento en que cruzó la pasarela. Un vagabundo, que quizá sabía que esa noche la casa estaba casi vacía, puesto que hasta la criada se había ido, había entrado en el molino. La llegada de Jean lo sorprendió. Oyó sus pasos y salió precipitadamente. Jean quiso detenerlo. Entonces el hombre se defendió y, en el forcejeo, arrojó a Jean al agua. Así es como debieron de ocurrir las cosas.
—Hay que informar a las autoridades —dijo François—. Esto es grave.
En ese momento nos dimos cuenta de que Colette estaba llorando.
Los hombres se levantaron uno tras otro.
—Venga, a trabajar —dijo el Maluret.
Apuraron los vasos y salieron. Las mujeres se quedaron solas en la enorme cocina y reanudaron sus tareas sin mirar a Colette. Su padre la cogió del brazo, la ayudó a subir al coche y nos marchamos.
• • •
Aquella noche tan agradable, me senté en el banco que hay detrás de la cocina, desde donde veo el huertecillo que ahora cultivo, porque si bien durante mucho tiempo sólo le pedí las verduras necesarias para el caldo, desde hace unos años lo cuido. Yo mismo he plantado los rosales, salvado la viña que se moría, cavado, escardado, podado los árboles frutales. Poco a poco, me he ido encariñando con este pedazo de tierra. En verano, al atardecer, el ruido de la fruta madura que cae del árbol y golpea blandamente la hierba me produce una especie de felicidad. Llega la noche… ¿Y? No se le puede llamar noche: el azul del día se enturbia, se torna verde, y todos los colores abandonan despacio el mundo visible y no dejan más que un tono intermedio entre el gris perla y el gris hierro. Pero los contornos son de una nitidez exquisita; el pozo, los cerezos, la pequeña tapia, el bosque y la cabeza del gato, que juega a mis pies y me muerde el zueco. Es la hora en que la criada se marcha a casa; enciende la luz de la cocina e instantáneamente la claridad hace que todos los objetos se sumerjan en una profunda noche. Es el mejor momento del día; y, naturalmente, es el que eligió Colette para venir a pedirme consejo. La recibí con frialdad, lo confieso, con tanta frialdad que se quedó desconcertada. Y es que, cuando salgo voluntariamente de casa y me mezclo con los demás, acepto interesarme más o menos en las vidas ajenas; pero si me meto en mi agujero, me gusta que me dejen en paz y no vengan a importunarme con sus amores y remordimientos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le dije a Colette, que se había echado a llorar—. Nada. No comprendo qué te atormenta tanto. Que la historia de ese maldito crío tenga consecuencias depende de tus padres. Ve a verlos. No son niños. Conocen la vida. Les dices que tenías un amante, que ese amante mató a tu marido… De hecho, ¿cómo ocurrieron las cosas exactamente?
—Esa noche yo esperaba a Marc. Jean no debía volver hasta el día siguiente. Incluso hoy, sigo sin entender qué pasó y por qué regresó antes.
—¿Por qué? Qué inocencia… Porque alguien le avisó que esa noche esperabas a tu amante.
Cada vez que oye la palabra «amante» se estremece y agacha la cabeza. La oigo suspirar penosamente en la oscuridad. Está avergonzada. Pero ¿qué otra cosa puedo decirle?
—Creo que se lo contó la criada que teníamos entonces —dice al fin—. Sea como fuere, yo esperaba a Marc a medianoche. Pero en el momento que cruzaba la pasarela, Jean, que lo estaba esperando, se arrojó sobre él. Pero Marc era más fuerte. —¡Qué inconsciente orgullo en su voz!—. Marc no pretendía hacerle daño; sólo se defendía. Al final, la cólera pudo más que él. Lo levantó en vilo, lo llevó al lado sin barandilla y lo arrojó al agua.
—No era la primera vez que ese chico iba a verte, ¿verdad?
—No.
—No le fuiste fiel al pobre Jean mucho tiempo…
No responde.
—Sin embargo, nadie te obligó a casarte con él…
—No. Lo quería. Pero el otro… El primer día que lo vi, ¿me oye?, el primer día, ya habría podido hacer conmigo lo que hubiera querido. ¿Le parece algo extraordinario?
—No, en absoluto. He conocido casos parecidos.
—Se burla de mí. Pero al menos comprenda que yo no nací para ser una mala mujer. Si estuviera hecha para tener aventuras, seguro que todo esto me parecería muy sencillo: un adulterio que acabó mal y ya está. Pero estaba hecha para llevar la misma vida que mi madre, para tener el corazón limpio, para envejecer como ella, noblemente, sin dudas, sin remordimientos. Y de pronto… Recuerdo que había pasado el día con Jean. Éramos tan felices… Fui a casa de Brigitte Declos. Habíamos congeniado. Ella era joven y yo no tenía amigas de mi edad. Y es extraño, pero nos parecemos. Se lo dije varias veces; ella se reía, pero seguramente pensaba que tenía razón, porque me respondía: «Podríamos haber sido hermanas». Fue en su casa donde vi a Marc por primera vez. Y comprendí al instante que ella era su amante, que lo quería, y sentí… unos celos extraños. Sí, he estado celosa antes que enamorada. Pero celosa no es la palabra adecuada. No; tenía envidia. Envidiaba desesperadamente una felicidad que Jean no podía darme. No sólo la felicidad de los sentidos, ¿comprende?; también una fiebre del alma, algo que no tenía comparación con lo que hasta entonces había llamado amor. Volví a casa y pasé toda la noche llorando, horrorizada de mí misma. Si Marc me hubiera dejado tranquila, lo habría olvidado todo; pero le gusté, y no dejaba de perseguirme. Así que un día, semanas después…
—¿Sí?
—Yo sabía perfectamente que aquello no podía durar. Comprendía que él acabaría casándose con Brigitte en cuanto muriera el viejo Declos. Pensaba… Pero no, no pensaba en absoluto. Lo quería. Me decía que mientras Jean no se enterara, era como si no hubiera nada. A veces, en mis pesadillas, imaginaba que acabaría sabiéndolo, pero más tarde, mucho más tarde, cuando fuéramos viejos. Y creía que me perdonaría. Pero ¿cómo iba a prever una desgracia tan espantosa? Yo lo maté. Maté a mi marido. Murió por mi culpa. De tanto repetírmelo, creo que voy a volverme loca.
—Tus lágrimas no lo resucitarán. Cálmate y piensa en evitar el escándalo, porque es evidente que una investigación seria sacará a la luz la verdad muy fácilmente. La sabe toda la comarca.
—Pero ¿cómo evitar el escándalo? ¿Cómo?
—Tienes que impedir que tu padre presente una denuncia, y para eso debe saber…
—¡No puedo! No le diré nada. No puedo. No me atrevo…
—¡No seas absurda! Ni que tuvieras miedo de tus padres, de tus propios padres, que te quieren.
—Pero ¿cómo es posible que no lo entienda? Usted, que sabe cómo ha sido su vida, lo maravillosamente que se entienden, la idea tan elevada que tienen del amor conyugal, ¿cómo quiere que yo, su hija, les confiese que engañé a mi marido de un modo innoble, que recibía a otro hombre en mi casa cuando él no estaba y, por si fuera poco, que mi amante lo mató? Para ellos sería un golpe terrible. ¿No tengo ya bastante con una desgracia sobre la conciencia? —exclamó, y rompió a llorar.
Cuando se calmó un poco, volví a preguntarle qué quería de mí.
—¿No podría decírselo usted?
—Pero ¿cuál sería la diferencia?
—Pues… ¡no lo sé! Pero si tuviera que confesárselo yo, creo que me moriría. Usted… usted les haría entender que fue un momento de locura, que no soy totalmente mala y depravada, que yo tampoco comprendo cómo pude actuar así. ¿Lo hará, mi querido primo Silvio?
Reflexioné y respondí:
—No.
La pobre Colette soltó una exclamación de sorpresa y desesperación:
—¿No? ¿Por qué?
—Por muchas razones. Para empezar (no puedo explicarte por qué, pero te ruego que me creas), si el golpe, como tú lo llamas, viniera de mí, tu madre sufriría aún más. No me preguntes el motivo. No te lo puedo decir. Y para acabar, porque no quiero verme mezclado en vuestras historias. No quiero ir de miembro en miembro de la familia con consuelos, comentarios, consejos y montones de preceptos morales. Soy viejo, Colette, y quiero tranquilidad. A mi edad se siente una especie de frialdad… Tú no puedes entenderlo, como yo no puedo entender vuestros amores y vuestras locuras. Por más que lo intente, no puedo ver las cosas como tú. Para ti, la muerte de Jean es una catástrofe espantosa. Para mí… He visto morir a tanta gente… Era un pobre muchacho tímido y celoso que está bien tranquilo donde está. ¿Te acusas de ser la causa de su muerte? Para mí, no existen más causas que el azar y el destino. ¿Tu aventura con Marc? Os lo pasasteis bien, ¿no? ¿Qué más queréis? Y en lo tocante a tus padres, no podría evitar decirles verdades que los sorprenderían y apenarían, a los pobrecillos…
—A veces, primo Silvio, me parece… —empezó Colette—. Usted no los admira como yo —concluyó tras una vacilación.
—Nadie merece que lo admiren con tanto fervor. Como nadie merece que lo desprecien con demasiada indignación…
—Ni que lo amen con demasiada ternura…
—Tal vez. No lo sé. Mira, el amor… A mi edad, la sangre se ha apagado; lo que se siente es frío —repetí.
De pronto me cogió la mano. Pobrecilla… Estaba ardiendo.
—Lo siento por usted —dijo con suavidad.
—Y yo por ti —respondí con sinceridad—. Te atormentas por tantas cosas…
Nos quedamos inmóviles largo rato. El aire era cada vez más húmedo.
Las ranas croaban.
—¿Qué hará cuando me vaya?
—Lo mismo que todas las noches.
—¿Qué es?
—Cerraré la verja. Echaré el cerrojo a las puertas. Le daré cuerda al reloj. Cogeré las cartas y haré un par de solitarios. Tomaré un vaso de vino. No pensaré en nada. Me acostaré. Dormiré poco. Soñaré despierto. Volveré a ver cosas y gente de otros tiempos. Y tú regresarás a casa, te desesperarás, llorarás, le pedirás perdón a la foto del pobre Jean, lamentarás el pasado, temblarás por el futuro… No sé quién de los dos pasará mejor noche.
Guardó silencio unos instantes.
—Me voy —murmuró con un suspiro.
La acompañé hasta la verja. Cogió la bicicleta y se marchó.
Más adelante, Colette me contaría que no había vuelto a casa, que había seguido el camino hasta Coudray. En el estado de ofuscada agitación en que se encontraba, necesitaba imperiosamente actuar del modo que fuera, engañar su dolor.
Mientras yo le hablaba, me explicó, se dijo que la más interesada, después de ella o puede que incluso más que ella, en evitar un escándalo era Brigitte Declos, la prometida de Marc. Colette decidió ir a verla, contarle lo ocurrido y pedirle consejo.
¿Conocía Brigitte todos los detalles de la muerte de Jean?
Seguramente había adivinado muchas cosas. En cualquier caso, de aquello hacía ya dos años; Marc y Colette habían dejado de verse.
Brigitte no sentiría celos del pasado. Sólo pensaría en salvar al hombre con el que iba a casarse dentro de dos semanas. Puede que a Colette no le importara enturbiar un poco esa felicidad. De todos modos, los intereses de los tres estaban ligados. Así pues, Colette se presentó en casa de Brigitte, que había cenado con la familia de su prometido y en esos momentos estaba sola.
Le dijo que Marc corría un gran peligro.
Brigitte comprendió de inmediato. Palideció y preguntó qué ocurría.
—¿Sabías que fue Marc quien mató a mi marido? —le preguntó Colette a bocajarro.
—Sí —contestó la otra.
—Entonces, ¿te lo contó?
—No hizo falta. Lo adiviné esa misma noche.
«Entonces —me contaría Colette— pensé de pronto: fue ella quien advirtió a Jean. Sin lugar a dudas, sabía que Marc la engañaba conmigo. Debió de decirse: “El marido sabrá separarlos”. Sabía que Jean era tímido y físicamente débil; no podía imaginar que atacaría a Marc de ese modo. Más bien, debió de suponer que habría una explicación entre nosotros, que mi miedo al escándalo y el cuidado que tendría yo de no afligir a mis padres me obligarían a dejar a Marc. Era lo único que ella quería. Para Brigitte, la muerte de Jean también fue un golpe terrible e inesperado».
Ante las preguntas de Colette, Brigitte empezó defendiéndose, pero al final respondió que, en efecto, dos días antes de que Jean muriera le había escrito una carta, «firmada con todas las letras, te lo juro», en la que le decía que esa noche Colette recibiría a Marc Ohnet en su casa.
—Si hubiera imaginado que… Las dos hemos recibido un castigo terrible. No me envidies. He conservado a mi amante, pero piensa en nuestras angustias. Piensa en el peligro que corre. En provincias, los tribunales no son nada indulgentes con los crímenes pasionales. Podría alegar legítima defensa, pero quién sabe si lo creerían. Quién sabe si no imaginarían alguna trampa para deshacerse de tu marido. Y en caso de que lo absolvieran, ¿qué vida sería la nuestra en esta tierra, donde todo el mundo me odia, y donde tampoco puede decirse que a él lo aprecien? Y todo lo que tenemos está aquí.
—Todavía no os habéis casado —dijo Colette—. Podéis dejarlo.
—No —respondió Brigitte—. Quiero a Marc, y esa desgracia ocurrió en gran parte por mi culpa. No abandonaré a mi amante porque esté en un mal trance. Hay que conseguir que tu padre no presente una denuncia. Si no hace nada, nadie hablará. Sólo tendremos que ser valientes y hacer frente a todas las insinuaciones y curiosidades. Podremos hacerlo.