El arqueólogo (29 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

BOOK: El arqueólogo
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—¿Quiere un talismán, abuna? —preguntó desafiante el caldeo al padre Ubach.

—No, gracias, pero sí que me gustaría poderle comprar ese rosario y esa plancha redonda de latón sobre la que lanza los dados.

Sorprendido por la respuesta del monje, el caldeo levantó las cejas y esbozando una sonrisa le preguntó:

—¿Qué le hace pensar que mis herramientas de trabajo están a la venta?

—Estoy seguro de que tiene otras o de que podría conseguir herramientas nuevas muy fácilmente. En cambio, si me las vende, no sólo sacará unos dinerillos, sino que debe saber que las expondré en un museo, allá en Europa, para que todo el mundo pueda conocer la habilidad que tienen los caldeos de pronosticar el futuro.

Cuando oyó aquellas palabras, el brujo se apresuró a envolverle las piezas de cualquier manera. Apenas tuvo que discutir para pactar un precio que satisficiera a ambas partes. Mientras acababa de envolvérselas para que el monje pudiera cargarlas con comodidad, unos quejidos, unos gritos acompañados de lloros y alaridos rasgaron el aire.

—¡Chiíes! —anunció el caldeo en un tono displicente—. Se creen los únicos puros de este mundo… —Hizo una mueca de desprecio—. Y a todos los que no son como ellos, o sea, usted, abuna, y yo, los consideran impuros.

El monje, con el fardo en las manos, se giró para ver entrar a la comitiva. Formando una procesión que se dirigía a la mezquita santuario que se alzaba justo enfrente de Ubach, una multitudinaria caravana de chiíes custodiaba tres ataúdes.

Antes de poder preguntar nada, le respondieron.

—Van a enterrarlos cerca de la tumba del imán Hussein, es su tradición.

—Intentaré entrar y asistir a los funerales —explicó Ubach.

—No es buena idea. Si fuese usted, abuna, no me arriesgaría. Sinceramente, no lo haría.

—¡Cuántas historias! ¿Qué peligro puedo correr en un entierro? ¡Por amor de Dios!

Agradecido por que se preocupase tanto por él, y sobre todo, por la adquisición que acababa de hacer, Ubach se dirigió decidido a la mezquita. Su hábito lo delataba, pero el padre Ubach ni siquiera se detuvo a pensar que eso pudiera suponer algún problema. Con decisión, entró en la mezquita sin ningún obstáculo, mezclado entre la multitud, y se situó detrás de una de las suntuosas arcadas de aquel templo imponente que, poco a poco, iba llenándose de cada vez más fieles.

Colocaron los ataúdes, envueltos en una sencilla tela de color blanco, orientados hacia La Meca, uno al lado del otro, y delante del imán que oficiaba el funeral. Detrás de él, se situaron en largas filas los hombres. Las mujeres estaban justo al final, y entre unos y otros, convenientemente alineados, los niños. El imán inició la plegaria, que toda la mezquita entonó para pedir el perdón de los difuntos. Ubach tenía la piel de gallina, presa de la emoción que se concentraba allá dentro. Imbuido por la trascendencia de la ceremonia y absorto plenamente por el ritual, no se había dado cuenta. Pasó un buen rato hasta que el padre Ubach notó que lo miraban, al mismo tiempo que sintió que alguien le daba golpes en la espalda con cierta agresividad. Se giró y se encontró a menos de un palmo de un árabe malencarado que gruñía mientras un grupo bastante numeroso (en aquel momento fue incapaz de contar cuántos eran) empezaba a rodearlo. Ubach interpretó el gruñido y el círculo que se estaba formando a su alrededor como una clara muestra de desaprobación. Era así de simple: lo invitaba por las buenas o por las malas a abandonar el templo. De hecho más por las malas.

—¡Lárguese de aquí ahora mismo! —espetó el hombre que se había encarado al padre Ubach.

Resultaba evidente que la presencia del padre Ubach en la mezquita durante el entierro le había hecho hervir la sangre, porque tenía la cara roja, a punto de estallar, y las venas del cuello le palpitaban más rápido de lo habitual. El estado de excitación de aquel árabe, y por extensión de quienes lo seguían, era preocupante y digno de consideración.

—¡No pinta nada aquí! —repitió el hombre en voz baja, pero cargada de agresividad—. O se va ahora mismo o nosotros mismos nos encargaremos de echarlo —insistió mirándolo con los ojos inyectados en sangre, mientras el grupo de hombres que llevaban en la cara escritas sus malas intenciones se acercaba.

El revuelo que sin querer había provocado el monje empezaba a perturbar el funeral. Desde algún sector cercano a donde estaban Ubach y sus delatores, se habían dado cuenta de que pasaba algo bajo la tercera arcada y se alzaron un rumor y un murmullo que no presagiaban nada bueno.

—Muy bien, muy bien… Cálmense, no se pongan nerviosos. Ya me iba —dijo en un tono conciliador el padre Ubach, y dio unos pasos hacia atrás para dirigirse hacia la salida.

Sin embargo, la puerta estaba todavía bastante lejos y tenía que recorrer un tramo lleno de fieles, todos ellos vestidos con túnicas blancas como si fuese un campo de algodón, y por tanto era imposible pasar desapercibido con su hábito oscuro. Ubach se había distanciado unos pasos del grupo que lo perseguía y lo empujaba hacia fuera. Mientras ponía pies en polvorosa, no pudo evitar temer lo que pudiera ocurrir cuando llegara al exterior del templo. Tenía miedo de sufrir algún tipo de represalia, y ya había comprobado que el hecho de llevar el hábito no lo eximía de nada, sino todo lo contrario. En medio de la muchedumbre asistente al entierro y por los nervios que le provocaba la situación, el padre Ubach sudaba y aceleró el paso todo lo que pudo. Justo en ese momento, notó que alguien entre la multitud tiraba de él. De un golpe seco, preciso y con fuerza lo arrastraron a la marea de gente. Notó que alguien lo abrazaba y que, de repente, todo se teñía de blanco. Estaban envolviéndolo con una tela blanca que no sólo le cubría el hábito, sino también la cabeza. Al otro lado de la tela blanca, una voz con un deje familiar lo tranquilizó.

—No se mueva —susurró.

Ubach lo obedeció mientras notaba el roce del resto de fieles que le pasaban por los lados, algunos de los cuales formaban parte del grupo liderado por aquel árabe furioso que lo había expulsado del templo. De fondo, el monje oía la plegaria dirigida por el imán, que seguía su curso.

—Ahora, poco a poco, saldremos sin llamar la atención —volvió a susurrar la voz, y Ubach, cubierto por la tela blanca, asintió con la cabeza sin darse cuenta de que el hombre de la voz familiar no podía verle, y de que no era una sugerencia, sino una orden que simplemente debía obedecer.

Muy lentamente, fue retrocediendo en dirección a la salida. Ubach se daba cuenta de que se alejaba del centro de la mezquita porque cada vez le costaba más entender y oír correctamente las palabras del imán. En cierto momento, la banda sonora que había acompañado al padre Ubach durante los últimos y largos minutos de su particular vía crucis cambió. El sonido del funeral fue diluyéndose y dio paso a otros sonidos que Ubach interpretó como el ruido de la calle. No se equivocaba: habían llegado a una salida, a una puerta lateral, menos concurrida que la central, donde los habrían esperado quienes querían darle un escarmiento.

—Ya estamos a salvo —dijo la voz mientras lo libraba de la sábana que lo había protegido de la furia de los fieles. Un rayo de sol impactó en la frente del monje. Ubach se encontró con aquel bigote negro que le había ofrecido protección a la salida del palacio episcopal y que él había rechazado. Los ojos grandes y negros, bajo unas largas pestañas, del hares del arzobispo lo miraban con cierta condescendencia.

—Lo he seguido a cierta distancia, abuna, porque no podía permitir que le ocurriese algo.

El monje no lo sabía, pero el hares tenía órdenes de no dejarlo ni a sol ni a sombra y velar por que no le pasase nada durante su estancia en Mesopotamia. No podía decepcionar a los Guardianes.

El hares le dedicó una sonrisa y las puntas de su bigote negro se retorcieron hacia arriba.

—Muchas, muchas gracias —le agradeció el padre Ubach cogiéndole de las manos y estrechándoselas fervorosamente.

—¿No cree usted que debería aprender alguna lección de lo que acaba de ocurrir para que no vuelva a pasar? No hay por qué correr riesgos, ¿no cree?

—Sí, sí, tiene razón. No he sopesado adecuadamente todos los riesgos, aunque debo confesarle que no creía que la comunidad chií fuese tan celosa de sus rituales.

—Y generalmente no lo es, pero en cualquier comunidad, por pequeña o grande que sea, siempre hay algún grupo más radical que apoya una creencia u opinión sin medida ni sentido crítico. Son quienes llevan el fanatismo al extremo, sin más. Son unos fanáticos sectarios. Seguro que en su religión también habrá personas con esa actitud, ¿no, abuna?

—Desgraciadamente sí —tuvo que reconocer Ubach—. Y a menudo, como se hacen oír y ver más de la cuenta, dañan la imagen del resto de la comunidad, que trabaja de manera discreta y modesta para llegar a todo el mundo.

Ubach y el hares se alejaron de la mezquita hablando entre otras cuestiones de las otras salidas que planeaba hacer el monje, como, por ejemplo, una visita a la familia del padre Bakos a la Venecia de Oriente, Basora, la patria de Abraham, Ur y Babilonia. El hares iba asintiendo y tomando nota mentalmente de los días que todavía le faltaban al monje para llegar a El Cairo, donde lo esperaban los Guardianes.

El mendigo y el talento

Era domingo. Puntual, como cada mañana del último día de la semana, oyó una voz que se colaba por la ventana medio abierta: «El pobre esclavo implora a Dios cualquier cosa de los bienes de Dios, de los derechos de Dios, de quienes aman a Dios, una limosna de quienes aman a Dios, que nada pierden cerca de Dios. Bienaventurado tú que haces el bien de Dios».

Cada domingo por la mañana, aquella letanía llamaba la atención del monje. Le llamaba la atención por la curiosa manera que tenía de implorar la caridad a la gente que pasaba. Ubach lo miraba desde el balcón. Cada diez o doce pasos, el mendigo, que era ciego, se paraba y empezaba a cantar aquellos versos de manera lenta y con una sencilla cadencia, que ahora oía de nuevo. Entonces, Ubach decidió bajar por la calle de la iglesia para hablar con él, mientras por la ventana, bajo la celda donde dormía, se volvía a oír aquel soniquete: «El pobre esclavo implora a Dios…».

Movido por la curiosidad, Ubach preguntó al arzobispo Dalal:

—Monseñor, ¿quién es ese hombre que cada domingo pide caridad?

—Lo llaman al bassir —dijo el arzobispo.

—¿Al bassir? —repitió extrañado Ubach.

—Sí, sí, al bassir, quiere decir «el que ve bien».

—Pero si es ciego —respondió Ubach.

—Precisamente por eso —le dijo el arzobispo—. En árabe, cuando se sufre alguna enfermedad, se usan palabras que se refieren justo a lo contrario de lo que se quiere decir. Existe la creencia de que quizás así esas desgracias desaparecerán. Es igual que la palabra caravana, en árabe qafila, que quiere decir «la que vuelve». Porque ése es el deseo de los familiares y amigos de quienes van en esa caravana: quieren que vuelvan.

El padre Ubach tenía un dominio del árabe notable que todos los días se enriquecía gracias a aportaciones como las que le habían hecho desde los beduinos hasta el arzobispo. Ubach bajó los escalones de dos en dos para poder llegar a la calle antes de fuese demasiado tarde y el pedigüeño se hubiese ido. Cuando llegó a pie de calle, se encontró cara a cara con el hombre que declamaba esos versos. Era un pobre hombre, bastante viejo, encorvado y que apenas veía nada.

—Buenos días. —Ubach acompañó el saludo con una limosna, que cayó dentro del bote que sostenía el viejo.

—No debería haber hecho eso —le dijo el hombre.

—¿Por qué?

—Debería saber que cuando un judío o un cristiano quiere desertar de su religión y convertirse al islam, tiene que presentarse ante el juez musulmán del lugar donde se quiera hacer. Cuando el juez se entera, debe avisar a su superior, quien, a su vez, tiene que coger por banda al renegado e intentar disuadirlo de su propósito criminal, de su traición.

»Si después de las exhortaciones e impresiones del superior el renegado persiste en su determinación de dejar de reconocer como propia aquella fe que hasta entonces lo ha guiado, entonces, y sólo entonces, hay que volver a llevarlo ante el juez, que lo obligará a hacer la profesión de fe musulmana, que consiste en confesar que sólo hay un Dios, que es Alá, y que Mahoma es su profeta.

»Con ese acto y tras la circuncisión, si se trata de un cristiano varón, el individuo ingresa en la religión musulmana, y ya no se lo puede considerar un traidor.

Ubach se quedó mudo, sin palabras. Era evidente que aquel hombre tenías las facultades mentales perturbadas, pero no era menos verdad que se explicaba como un libro abierto. ¿Hablaba de sí mismo, le contaba aquello en primera persona? ¿Acaso él se había convertido y había abrazado la fe islámica? No entendía nada y por eso le preguntó:

—¿Es ése su caso? ¿Es usted partidario de la fe del profeta Mahoma? No padezca, buen hombre, seguro que… —Y no pudo continuar porque el viejo lo interrumpió para contarle una historia.

—Había una vez un rey muy anciano que tenía mucho miedo a morir. Así que, en lugar de vivir la vida, decidió recluirse en su palacio, desatendiendo los asuntos de Estado y los problemas de sus súbditos. Para él, nada ni nadie merecía atención alguna: sólo le importaban él mismo y su gran temor. Se podría decir que cortó todo contacto con el mundo. Quienes lo rodeaban estaban preocupados y lloraban desconsolados por la actitud del monarca. Tras agotar todas las estrategias habidas y por haber para intentar reanimar al rey, el loro real levantó el vuelo hacia el cielo. El batir de sus alas color pistacho lo llevó hasta el Paraíso. Una vez allí, se dirigió hacia el jardín y se posó en una de las ramas del árbol de la inmortalidad.

»Le susurró unas palabras e, inmediatamente, el árbol soltó una fruta. El loro la cogió con el pico y volvió a palacio. Entró planeando por la ventana de la estancia real y dijo a su amo: "Recoja la semilla de esta fruta y plántela con tierra abonada en medio del patio del palacio. Aliméntela con amor y sabiduría y ya verá que el árbol dará su fruto. Quien se coma la fruta que brote de sus ramas se volverá fuerte y vigoroso, y se librará de la vejez y la senectud". Al monarca nunca le había hecho tan feliz oír hablar al loro y se apresuró a dar las órdenes pertinentes a sus sirvientes. "Plantad la semilla de esta fruta en mi jardín. Mientras viva, veré cómo crece". El rey necesitaba creer en esa semilla para tener fe en que podía vencer a la muerte. Y, en efecto, volvió a correrle la vida por las venas, la esperanza le dio un nuevo empuje que hizo que su existencia y, de rebote, la de sus súbditos fuesen mucho mejor. "Cuidadlo mucho", recomendó a sus jardineros. "Cuanto mejor lo tratéis, más rápido crecerá". Y así fue como aquel árbol creció para hacerse alto y robusto. Se abrieron los capullos y, de las flores, nacieron unos frutos pequeños, y llegó el día en que la fruta maduró y alcanzó el punto adecuado para recolectarla. Con una alegría exultante, el rey señaló una de las piezas de fruta que parecía la más lozana y ordenó al jardinero que la cogiera. Apoyó una escala en el árbol y, en aquel preciso instante, un águila que volaba no muy lejos del jardín del rey se fijó en una serpiente que se arrastraba por la tierra del jardín del rey. Sin dudar, el águila se lanzó en picado, agarró al reptil y se lo llevó al vuelo. La serpiente, estrangulada por la fuerza con la que el águila la tenía atrapada entre sus garras, escupió el veneno y una gota fue a caer en la pieza de fruta que el jardinero estaba a punto de coger para el monarca. Antes de hincarle el diente, el rey hizo llamar a un faquir y le pidió que probase aquella fruta. Obedeció. Le dio un mordisco, se tragó el trozo de fruta y cayó fulminado al suelo. La fruta rodó hasta los pies del monarca, donde había caído el faquir. El rey montó en cólera y se dirigió a donde estaba el loro: "¡Querías adelantar la hora de mi muerte, loro traidor!", y en un ataque de ira, lo agarró y lo lanzó contra la pared del jardín. Con el cuello roto, el loro se unió al faquir en el suelo del jardín. Desde aquel día, el árbol se conoció como el árbol del veneno y todo el mundo se guardó mucho de acercarse. Como puede imaginarse, al cabo de unos días, la salud del rey empeoró mucho y volvió a acumular enfermedades y a pensar que la muerte lo rondaba. Mientras tanto, una de sus mujeres, una chica joven y maliciosa, se peleó con su suegra. La chica gritó a la anciana y la maldijo. Sorprendida, la madre acudió a su hijo para explicarle la situación; pero su vástago ingrato dio la razón a su mujer. Su anciana madre se quedó destrozada y decidió quitarse la vida para que culpasen a su hijo de su muerte. Fue al jardín y mordió una fruta del árbol del veneno. No obstante, para su sorpresa, se transformó inmediatamente en una mujer joven y atractiva. El árbol había obrado el milagro que el loro buscaba para su amo. El rey, que había observado la escena desde la ventana, cayó de rodillas, implorando el perdón: "¡Soy culpable! He traicionado a un buen amigo". Reconoció que había subestimado la confianza y la amistad que le habían brindado para rejuvenecerlo. Sin perder un segundo, ordenó a los criados que recogiesen toda la fruta posible, pero ya era demasiado tarde. La muerte fue a buscarlo antes de que los criados pudiesen coger pieza alguna del que iba a ser el árbol de la eternidad.

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