El arqueólogo (30 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

BOOK: El arqueólogo
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Tras acabar el relato, le dirigió una mirada penetrante con aquellos ojos vidriosos y, arrastrando los pies, enfundados en unas babuchas desgarradas, tomó la calle de la iglesia hacia el río hasta que lo perdió de vista. Después de aquel día, Ubach no volvió a oírlo ningún otro domingo.

Meditando sobre lo que aquel mendigo intrigante le había explicado a propósito de la traición, Ubach decidió aprovechar el domingo para estirar las piernas. Se adentró por una de las muchas calles estrechas encajonadas entre altos muros que no dejaban pasar la luz del sol. Nunca habría sospechado que el paseo que iniciaba le reservaría una sorpresa que no olvidaría mientras viviese.

Caminando sin otro objetivo que solazarse, fue avanzando en paralelo al río Tigris, en cuyas aguas faenaban docenas de embarcaciones repletas de pescadores. Absorto en sus pensamientos, el padre Ubach caminó hasta que se encontró fuera de la ciudad. Dio unos pocos pasos y entró en una barriada de casas miserables. Estaban construidas de manera muy básica y primitiva, con materiales reaprovechados de cualquier parte. Fue entonces cuando la vista, involuntariamente, se le fue a una casa concreta. Ubach se dio cuenta de que la puerta de una de ellas giraba alrededor de una incisión hecha en una piedra, enterrada a ras de suelo y que, a pesar de estar tapada con arena, dejaba entrever que no era como el resto de piedras que se habían usado en el lindar y los montantes de aquella modesta vivienda. Se acercó para examinarla de cerca en el mismo momento en que salía del interior de la casa la que supuso que era la dueña.

—Salam aleikum —saludó con una sonrisa franca el padre Ubach.

—Salam —respondió de manera concisa y fría la mujer, a quien no le hizo ninguna gracia encontrarse a un hombre merodeando por su casa.

—No se asuste, señora —intentó tranquilizarla el monje—. Estaba observando esas piedras. —Y señaló el zócalo que había en la parte inferior de la pared de la casa—. Y me preguntaba si me dejaría un azadón o un hierro, cualquier cosa que tenga a mano, para desenterrarla.

—¿Quiere sacar una piedra de debajo de mi casa? —preguntó la mujer, que arqueaba las cejas extrañada.

—Sí. Me parece que no es una piedra vulgar y corriente y…

—Perdone, abuna… —lo interrumpió la señora sin vacilar—, pero ¿qué pensaría usted si un día encontrase delante de su casa a un forastero que le preguntara si puede arrancar una piedra de los cimientos de su casa? ¿Le parecería algo normal?

—Tiene razón —se apresuró Ubach a reconocer—. No es lo más habitual y no pasa cada día. No obstante, también debe tener en cuenta que han levantado los cimientos de sus casas sobre una tierra que oculta muchos tesoros. Me gustaría comprarle la piedra.

Ubach se daba cuenta de que sería difícil convencerla y por eso le planteó la posibilidad de pagarle algún dinero. La sorpresa que podía verse en la cara de la mujer sí que era mayúscula.

—¡Eso sí que no me lo esperaba! —exclamó soltando una carcajada bastante sonora—. ¿Quiere pagarme para que le deje arrancar una piedra de mi casa?

Tras una pequeña negociación que se zanjó cuando la mujer aceptó tres libras, el padre Ubach pudo, azada en mano, desenterrar aquella piedra y comprobar si su intuición era acertada. Al cabo de pocos minutos de trabajar con la azada, ante la mirada atenta de la señora de la casa, consiguió sacar la piedra. Era ovalada, tallada por la parte de arriba y con un relieve que representaba el cuello y el pico de un pato.

Sus sospechas se acababan de confirmar. Se trataba de un objeto de considerable valor. Tal y como Ubach pensaba, era un talento babilónico, uno de los pesos que se usaban en aquel imperio. No era una moneda en el sentido estricto de la palabra, sino una unidad de peso equivalente a unos treinta kilos que se usaba para cerrar acuerdos comerciales.

Ubach procuró disimular su alegría ante aquel hallazgo inesperado que ya se imaginaba colocado en el Museo Bíblico.

—Abuna, ¿era lo que esperaba? —le preguntó la propietaria de la casa.

—Para serle franco… —le respondió Ubach mientras envolvía el talento con un trapo—, no pensaba encontrar una pieza de estas características. Admito que es una pieza de valor incalculable. —Metió la mano en el bolsillo y le dio dos libras más—. Por eso creo que es justo que le dé este dinero.

La mujer los aceptó encantada y le agradeció el gesto al monje asintiendo con la cabeza.

Ubach ya se iba, pero no pudo contenerse y le preguntó a la mujer:

—¿Supongo que no sabría decirme de dónde provienen las piedras con las que construyeron sus casas?

—¡Uy no, abuna! Soy incapaz de decírselo. Sólo recuerdo que mi marido y sus hermanos vinieron con un carro cargado de piedras y arena, pero no sé de dónde las habían sacado. Si quiere, vuelva mañana, que mi marido estará en casa, y seguramente él sí podrá indicarle de dónde las sacaron y, quién sabe, quizás encuentre más piedras como ésta.

—Se lo agradezco mucho, señora, es posible que me pase. En cualquier caso, le doy las gracias por dejar que me lleve esta piedra. —Hizo un gesto para señalar el talento bíblico que llevaba bajo el brazo—. Hasta la vista. Assalamualeikum! La paz sea con usted.

Conforme se acercaba al arrabal de la ciudad, empezó a perseguirlo una melodía festiva. Entrecerró los ojos y, aunque ya oscurecía, pudo ver no muy lejos de donde se encontraba a un grupo de músicos. La música que tocaba la fanfarria era festiva. De hecho, la charanga reunía los instrumentos más festivos, el derbak y el daf, parecidos a los tambores y a las panderetas, tres mizmars, unos clarinetes de caña doble que hacían gorgoritos como las tenoras, y un rebaba, una especie de violín, hecho con cáscaras de coco y tres cuerdas.

Aquellos músicos formaban parte del séquito de una boda cristiana, cuya celebración, excepto por el sacramento, en la manifestación externa del ritual, se distinguía muy poco de la que hacen los musulmanes y los beduinos.

Aquella algazara, que ahora ya rodeaba totalmente al padre Ubach, se dirigía a la casa del novio. Los músicos amenizaban el camino a los amigos y familiares hacia la casa del futuro esposo. En aquel instante, Ubach notó que, bruscamente, lo cogían del brazo y lo obligaban a dar vueltas al ritmo de la insistente y ahora ensordecedora melodía. Sin oponer resistencia, el monje se dejó llevar, como si participase en las bodas de Caná, por la alegría que contagiaban e irradiaban los invitados a la boda. Cuando llegaron a casa del novio, vestido para la ocasión, les sirvió café, cigarrillos, dátiles y diversas bebidas. Más música y más cánticos precedieron la salida de la comitiva con el novio a la cabeza, en dirección a casa de la novia. Allí tuvo lugar la bendición del matrimonio, y una vez acabada la ceremonia, sencilla y emotiva, la fanfarria volvió a marcar el ritmo de la fiesta. Justo cuando arrancaron los primeros acordes de los derbaks y los dafs, un ejército de criados los abordaron con bandejas de pasteles, pistachos, aguardiente, whisky, café y más frutas para celebrar el enlace de los nuevos esposos, que se hartaron de bailar con toda la parentela.

Ubach, que ya no estaba para esos menesteres y que pensaba que ya se había dejado llevar bastante, decidió que ya tenía suficiente y se retiró. Emprendió el camino hacia el palacio episcopal con una sonrisa en los labios, mientras seguía canturreando y la tonadilla de la fanfarria se diluía tras él.

El basurero de los pantanos

Una tarde, después de hacer una larga caminata, Tobías se refrescaba los pies en el agua del río Tigris cuando un pez enorme, descomunal, saltó fuera del agua con la boca abierta y le enseñó los dientes como si tuviera intención de comérselo. Tobías se asustó, se echó hacia atrás tan rápido como pudo y empezó a gritar, pero su compañero Azarías le dijo, a voz en grito:

—¡Cógelo y a ver si puedes dominarlo!

Tras el susto inicial, Tobías no necesitó que se lo dijeran dos veces. Dicho y hecho. Se quitó la ropa bruscamente y se lanzó de cabeza al río; el pez no pudo serpentear apenas porque con una fuerza prodigiosa lo atrapó y lo sacó del agua. El pez daba coletazos y mordía el aire desesperadamente hasta que murió. Azarías dijo:

—Sácale la hiel, el corazón y el hígado y guárdalos. Puedes tirar las tripas y las entrañas, otros miembros de su especie se los comerán.

Y Tobías lo obedeció, pero, sin poder contenerse, le preguntó:

—¿Para qué quieres guardar todo eso que dices?

—Todos ellos son muy útiles como remedios —Azarías lo ilustró—. Quema el corazón y el hígado de ese pez y procura que el humo envuelva a un hombre o a una mujer que digan estar poseídos por el demonio o por algún espíritu impuro. Ya verás como se esfumará cualquier posesión, y no debes temer que se quede allí.

—¿Ahumando el corazón y el hígado puedes ahuyentar a los malos espíritus? —preguntó sorprendido Tobías.

—Y no sólo eso, si alguien no puede ver porque tiene los ojos cubiertos por una película blanquecina, aplícale hiel y sopla sobre esas películas. Es muy probable que recupere la vista muy pronto.

Ubach había oído y leído muchísimas historias sobre el río Tigris, en cuya orilla se levantaba Nínive, pero la del Libro de Tobías del Antiguo Testamento le parecía especial. Quizás por eso aquella tarde decidió ir a dar una vuelta cerca de aquel río para asistir a la pesca del siluro o biz, un pez de unas dimensiones que nunca antes había visto, con una fisonomía antediluviana y que era igual que el que habían visto Tobías y Azarías. Sus pies o la divina providencia lo condujeron hasta un local. En aquel establecimiento oscuro y destartalado, cerca de donde se balanceaban las barcas de los pescadores, había un hakawati, un contador de historias, que iniciaba su relato. Empujado por la curiosidad, Ubach entró.

—Escuchad, escuchad. ¡Prestadme atención! —declamaba el hakawati dirigiéndose a la concurrencia que se arracimaba alrededor de su mesa—. Si queréis conocer las virtudes de este singular pez… —Y se encendió un cigarrillo, soltando una nube de humo que se alejó con una ligera corriente de aire que venía de la puerta, abierta de par en par. Y continuó—: Al siluro, o biz, se lo conoce como el basurero de los pantanos, y se lo atrae fácilmente lanzando despojos de carne al fondo del río, los restos que no se comen ni los perros ni las ratas. Lo que se tira al río que no quiere nadie. A pesar de su aparente sencillez, su captura sólo es un trabajo apto para los pescadores de verdad, no sólo por sus grandes dimensiones, pues es capaz de reventar hasta las embarcaciones más robustas, sino que además puede escaparse de las manos rápidamente y dejar en ridículo a los más mañosos y hábiles. Como sólo sale de su guarida de noche para arrastrarse por el fondo turbio y enfangado de ríos y pantanos, y para recoger como un ave de rapiña los restos que hayan tirado, es recomendable usar una lámpara para atraer la atención, aunque puedo asegurarles, por lo que dicen quienes lo han intentado, que es un animal muy huidizo que sólo aparece para comer. No hay cañas, ni arpones, ni cebos lo suficientemente buenos para atraparlo…

—¿Y cómo se lo pesca? —lo interrumpió un muchacho.

—Tan sólo puedes hacerlo con una herramienta: una red. Pero es una red que debe elaborarse a partir de un manto sagrado. Con un tejido de hilos anudados que formen una retícula cuadrada que imponga respeto al animal y que paralice al biz y que resista los mordiscos de sus dientes y sus envites… —El hakawati hizo una pausa para dar una calada al cigarrillo que le colgaba del labio inferior—. Pero es casi siempre imposible encontrar a alguien que sepa tejer esa delicada trama de hilos sagrados. En cualquier caso, ¿saben por qué todo el mundo quiere pescar ese pez? —El eco de sus palabras y un silencio expectante fueron las respuestas que obtuvo el hakawati, que se disponía a responderse a sí mismo—. Si un pez tan poco agraciado físicamente tiene tanta demanda es porque, según una antigua leyenda, quienes querrían atraparlo con sus redes buscan al siluro que esconde un tesoro en sus entrañas.

Ubach observaba el brillo de los ojos de los oyentes entregados y maldecía no tener la Kodak para poder inmortalizar aquel momento, a medio camino entre
Las mil y una noches
y
Las Sagradas Escrituras
. El hakawati retomó su historia.

—Había una vez un rey que vivió en Egipto que vio que su vecino, otro monarca, tenía muchas riquezas y grandes fortunas. Por un ataque de envidia, le envió una carta bastante maliciosa. En aquella misiva, como buen vecino, le advertía de que debía ser consciente de que su ostentosa posición podía provocar que el resto de vecinos codiciaran lo que tenía y lo odiaran, pues poseía muchas cosas con las que los demás ni siquiera podían soñar. El retorcido rey egipcio se atrevió incluso a hacer una recomendación a su espléndido vecino: «Piensa cuál de todas tus propiedades prefieres. Piensa por cuál de tus más valiosas posesiones te sentirías afligido y abatido si, Dios no lo quiera, la perdieses. Cuando la encuentres, aléjala de ti y date cuenta de cómo te sientes». Poco podía pensar el rey egipcio que su monarca vecino pondría en práctica aquella sugerencia malévola. Así, el rico vecino del rey se quitó de la mano derecha dos anillos, uno con un sello de oro y el otro, de esmeraldas. Los miró y los tiró al río. No obstante, el azar quiso que al cabo de unos días los pescadores que trabajaban para el rico rey capturasen uno de los peces más grandes que nunca habían pescado. Al ver ese ejemplar tan excepcional, decidieron que era una pieza digna de cocinar en el palacio del rey. Pensaron que tras la pérdida de los anillos, podrían animarlo con una comida tan exquisita. Se presentaron en el palacio, le regalaron ese ejemplar fenomenal. A pesar de lo feo que era el pez, se apreciaba que la carne sería excelente. Los cocineros cogieron el pescado y, cuando empezaban a prepararlo y lo abrieron para sacarle las tripas… —hizo una pausa dramática antes de las cinco últimas palabras que toda la audiencia estaba esperando—: encontraron los anillos del rey.

Un estallido de alegría invadió el lugar y el hakawati sonrió mientras daba una larga e intensa calada al cigarrillo. Ubach disfrutaba muchísimo con la capacidad del hakawati. Con su oratoria sabía combinar una historia de Heródoto —con sus alteraciones correspondientes respecto al original salpimentadas con la retórica improvisada del momento— y una escena tan cotidiana con la pesca del biz o siluro. Y, sobre todo, aquella habilidad para darle una pátina de magia y sensualidad que creaba un ambiente y una atmósfera únicos. Entonces, el monje decidió embarcarse en una de las naves que salían a pescar biz, es decir, siluros, para poder llevárselo a Montserrat. Al fin y al cabo, era un animal bíblico.

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