El arqueólogo (33 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

BOOK: El arqueólogo
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A pesar de que era el momento culminante del mediodía y de que hacía un sol que adormecía incluso a los beduinos más acostumbrados al territorio, Babilonia inspiraba temor. Daba miedo caminar por aquellas calles desiertas de lo que en otra época había sido la magnificencia de los caldeos. Una serie de fosas, colinas, pequeños valles y campos castigados por el viento, el sol y el olvido. Desolación era la palabra que mejor definía el paisaje que se extendía hasta donde les alcanzaba la vista. Entonces, Ubach pensó que su vista, empañada por el sudor, le jugaba una mala pasada. El sol extendía su calor sofocante sobre la tierra. ¿Aquella arena ardiente le estaba provocando un espejismo o era real la figura que se le acercaba? Se lo había encontrado hacía sólo un par de meses en unas excavaciones en Áqaba y ahora volvía a encontrarse con él. Cubierto de una capa de polvo finísima, Leonard Woolley se quitó el sombrero y tendió la mano al monje y le dio un fuerte apretón.

—¡Buenos días! Eminencia, padre.

Woolley hizo una reverencia a monseñor Dalal y al padre Ubach, que le correspondieron asintiendo efusivamente con la cabeza. Hizo otro gesto reverencial hacia el padre Bakos, pero ignoró al sirviente que los acompañaba, comportándose como si no estuviera. El hares, que como buen custodio y miembro de los Guardianes estaba acostumbrado a la disciplina, tomó nota de aquel desaire del inglés y pensó que a ese expoliador altanero y presumido también le llegaría su hora.

—¡Qué sorpresa! —exclamó Woolley mientras se tocaba el ala del sombrero—. ¿Qué los trae hasta estos parajes desolados y polvorientos? —preguntó dirigiéndose a los dos religiosos, pero especialmente al monje—. Padre Ubach, me imagino que el mismo proyecto que lo llevó a seguir el rastro de las Sagradas Escrituras por el Sinaí y Áqaba lo trae hasta aquí, ¿me equivoco?

—Ha dado en el clavo, sir Leonard. El fascinante recuerdo de Abraham nos trae a Ur, o Ur Kasdim según el original hebreo, o Ur Chaldeorum según la Vulgata —dijo mirando alternativamente al arqueólogo y al arzobispo, que le sonrieron.

—Sir Leonard —empezó a decir monseñor Dalal—, en Bagdad se habla mucho de los descubrimientos que ha hecho aquí: tumbas reales, templos, muros, inscripciones que ha hecho salir de la arena… En definitiva, supongo que ha sido una campaña fructífera… ¿Quizás incluso más que la de Carquemix? —quiso saber el arzobispo.

—Me halaga usted, monseñor. —El arqueólogo levantó las cejas—. Veo que está muy al tanto de mi trabajo. Precisamente hoy acabamos.

—Seguramente como usted, soy un enamorado de esta ciencia que estudia la historia de la humanidad a partir de los restos materiales que nos ha dejado. Y me gusta seguir lo que una eminencia como usted pueda aportar.

—Excelentísimo y Reverendísimo Señor, conseguirá que me sonroje con estos cumplidos…, yo… —dijo un poco abrumado por las palabras de monseñor Dalal.

—Entonces, ¿decía que ya han acabado el trabajo? Nos hemos encontrado por los pelos. —Y soltó una risotada.

—Sí, hemos acabado las excavaciones, y con muy buenos resultados. Estoy impaciente —y le brillaban los ojos mientras se frotaba las manos— por partir mañana inmediatamente hacia Londres con todo lo que he encontrado. Justo ahora iba a supervisar que todo lo que hemos recuperado esté bien envuelto, para asegurarme personalmente de que todo llegue intacto para poder catalogarlo y exponerlo. ¿Quieren acompañarme? —los invitó Woolley.

—¿Y qué han encontrado, si puede saberse? —preguntó Ubach mientras los tres se dirigían hacia la tienda almacén donde un grupo de beduinos custodiaba los hallazgos de la excavación.

El hares seguía la comitiva a una cierta distancia.

—De los muchos objetos extraños que supongo que se usaban en los rituales para el culto de la diosa de la Luna Nannar, hay uno que me emociona particularmente, lo he llamado el Estandarte de Ur. Ahora se lo enseñaré. Estoy convencido de que es un hallazgo de un valor incalculable, excepcional.

Estaban delante de la tienda que usaban como almacén, y Woolley, después de ordenar con malos modos al beduino que vigilaba el acceso que los dejara pasar, los invitó a entrar. Como el hares iba unos pasos por detrás, no pudo entrar —y seguramente tampoco se lo habrían permitido—, así que rodeó la tienda buscando alguna abertura o un agujero por donde poder ver y escuchar lo que el inglés tenía que mostrar a los dos religiosos. Encontró un parche mal cosido en un lateral de la tienda, que le permitió asomarse justo en el instante preciso en que Woolley destapaba una caja de madera con una forma muy particular, semejante a un trapecio. Aunque el hares había conseguido introducir toda la cabeza y la mitad del cuello, le costaba mucho entender lo que decía Woolley, que estaba casi en la otra punta de la tienda almacén.

—Es una caja de madera en forma de trapecio o de pirámide sin la parte de la punta, con dos paneles, uno delante y el otro detrás —explicaba el arqueólogo a sus atentos invitados—. Cuando la encontramos, aunque los paneles estaban bastante deteriorados por el paso del tiempo y habían sufrido el peso de la arena bajo la cual habían descansado durante años y años, se veían restos de un mosaico hecho con incrustaciones de cáscaras, de cornalinas, que es un cuarzo rojizo, y de lapislázuli. —Woolley seguía con el dedo una franja de color azul descolorido para que los invitados se diesen cuenta de la presencia, del rastro, de aquella gema tan apreciada en joyería desde tiempos antiguos.

—¿Y qué función cree que tenía? —preguntó Ubach.

—No estoy seguro, pero podría ser un estandarte. ¿Ve estas escenas que evocan una victoria militar? —Pasaba el dedo por encima de la madera agrietada y desportillada.

Ubach y monseñor Dalal creyeron ver difuminados soldados vestidos con armaduras, que empuñaban lanzas, carros de combate tirados por asnos, prisioneros…

Tenía todo el aspecto de un desfile militar.

Wolley continuó:

—Y en el panel de detrás, parece que lo están celebrando con una comida, una fiesta o celebración.

—¿Y no podría ser una caja para guardar algún instrumento o algún objeto? —sugirió el arzobispo Dalal.

—Podría ser, no lo sé, monseñor, tendremos que estudiarlo, pero, en mi opinión, estas escenas podrían ser de un estandarte que fuese atado a un palo que enarbolase un abanderado.

—¿Qué haces aquí?

El hares llevaba rato inmóvil intentando oír algo de la escena y ver alguno de los tesoros, frutos del expolio, que el inglés mostraba a los religiosos. De repente, una mano firme que lo agarraba del pescuezo y tiraba de él hacia fuera lo obligó a sacar la cabeza de aquel agujero de la tienda almacén. Uno de los beduinos que se encargaba de la vigilancia lo increpaba mientras lo interrogaba por segunda vez.

—Te he preguntado qué haces aquí —insistió un beduino malencarado que de malas maneras lo cogió por el hombro y lo zarandeó sin saber que estaba jugando con fuego.

Aquel beduino no sabía que el hombre que tenía delante no dudaría en rajarle el cuello con la daga que llevaba en el cinturón, ni en clavarle después esa misma daga en el estómago. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. En un abrir y cerrar de ojos, y sin abrir la boca, el hares procedió con una sangre fría que contrastaba con el calor sofocante que los rodeaba. El beduino cayó de rodillas con el cuello doblado sobre el pecho, que se iba tiñendo de sangre y con una herida mortal a la altura del vientre donde se intuían sus vísceras. El hares lo arrastró por detrás de la tienda para ocultar el cuerpo sin vida y lo llevó hasta unos matojos y unos tamarindos que le permitieron ocultar el cadáver del beduino y al mismo tiempo esconderse.

Woolley y la comitiva de sus invitados salieron de la tienda almacén y se dirigieron a la del arqueólogo para tomar un té. Sentados, saboreando una taza de té y después de hablar sobre sus hallazgos, Ubach no pudo aguantarse y preguntó a Woolley por una cuestión que ya le rondaba en la cabeza desde que se habían encontrado en Áqaba. A Ubach le habían sorprendido los bocetos al natural que un joven realizaba, con todo detalle, de las fortalezas otomanas. El monje había intuido que el dibujo no era el arte más importante de su ocupación, sino que en aquella actividad se escondía otra habilidad mucho menos noble: la observación cautelosa y precavida. Una actividad que puede dar lugar a una profesión, la de espía, muy bien pagada por aquellos gobiernos con ansias expansionistas. Y el británico precisamente no ocultaba aquella voluntad de expansión.

—Querido sir Leonard, espero no molestarlo ni incomodarlo, pero… —El monje se aclaró la garganta, mientras el arqueólogo soltaba una nube de humo de su pipa y levantaba las cejas expectante por las palabras de Ubach.

El monje inició su pregunta:

—¿El rendimiento, el beneficio, que piensa sacar de sus excavaciones tanto aquí, en la tierras de Abraham y del rey Nabucodonosor, como en las del golfo de Áqaba, se reduce al ámbito científico o busca algún otro?

Woolley esbozó una sonrisa, dio otra calada y se preparó para responder a la curiosidad un poco maliciosa del monje.

—¡No se le escapa ni una, padre Ubach! —reconoció con una amplia sonrisa el arqueólogo—. Digamos que nuestro Gobierno también saca partido de nuestro trabajo sobre el terreno…, ya me entiende, ¿no?

—No sé muy bien a qué se refiere… —dijo el padre Ubach haciéndose el despistado—. Entiendo que su profesión le permite conocer muchos sitios, muchas personas, muchas costumbres, y que oye muchas conversaciones y ve muchas cosas que, por decirlo de algún modo, pueden ayudar a entender y a saber cómo se organizan ciertas comunidades, cuáles son sus hábitos y sus capacidades. En definitiva, que recaba una muy útil información de todo tipo.

—Siempre he servido a mi país, y si mi madre patria me pide ayuda —y se llevó la mano que hasta entonces sostenía la pipa al pecho, a la altura del corazón—, se la prestaré de todo corazón, sin dudarlo ni un instante. Antes o después, estos países necesitarán que les echen una mano para avanzar, y si se la podemos echar nosotros, mejor —dijo, remachando su argumento con una pose orgullosa.

—A ver si lo he entendido bien, sir Leonard… —dijo con toda la cautela del mundo y midiendo las palabras como si se tratara de un diplomático—. ¿Quiere decir que no todo lo que cartografían, dibujan, fotografían y finalmente envían a Londres acaba necesariamente en las salas del Museo Británico? ¿Es eso?

—Efectivamente, así es —respondió brevemente mientras se levantaba de la alfombra e iba hacia la salida de la tienda—. Y ahora, si me disculpa, todavía me quedan muchas cajas por revisar antes de que las embalen. —Le brindó una sonrisa y una invitación—: ¿Nos vemos en la cena, señores? —preguntó el arqueólogo antes de salir de la tienda lanzando la invitación al vuelo. Sus interlocutores asintieron con la cabeza.

A la salida de la tienda, Woolley casi tropezó con el hares del arzobispo, que, una vez resuelto lo que tenía entre manos, había vuelto a la tienda. Apoyado en la entrada, en el paso de la puerta de la tienda porque dentro estaba el arzobispo de Bagdad, a quien tenía que proteger siempre, en todo lugar y hora, el criado había oído la conversación.

«Más motivos para odiar al inglés», pensó. Se intercambiaron una mirada huidiza pero cargada de muy mala intención.

Después de que Woolley, sin decirlo explícita y abiertamente, reconociera ante Ubach las tareas de espionaje que realizaba para el Gobierno británico, el grupo se disolvió para hacer tiempo antes de cenar. El padre Bakos y monseñor Dalal volvieron a las tiendas del campamento para recuperarse del calor, pero Ubach quería recorrer las ruinas del templo de Nabucodonosor. Burlando la vigilancia de los guardianes que charlaban alrededor del fuego, mientras sorbían un café, Ubach se adentró en la zona de excavaciones.

Cruzó la zona donde Woolley les había asegurado que había hallado los cimientos del antiquísimo templo dedicado a la diosa Luna, construido con frágiles ladrillos de tierra cocida. Al cabo de muy pocos pasos, pisó ya el enrejado de ladrillos, reservado al sacerdote, y vio, casi intacto e impertérrito a pesar del paso del tiempo, el altar sobre el cual se ofrecían los sacrificios. En el suelo, aún podía verse el canal, perfectamente conservado, por donde corría la sangre de las víctimas.

Como estaba lo bastante lejos de los beduinos, e imbuido por las vibraciones que le llegaban de aquel sitio donde se había invocado la cólera divina, la reprobación eterna y la desdicha, se agachó para arrancar del pavimento del presbiterio una baldosa con dibujos de la estampa de Nabuco, el sello donde estaba grabada la firma del rey. De golpe, la envolvió en un pañuelo grande y se la guardó en un pliego de su hábito. Al ver el color broncíneo que empezaba a bañar las ruinas, Ubach se dio cuenta de que era hora de volver al campamento; al cabo de poco oscurecería y tendrían que ir a cenar.

El día había sido intenso para todos, y más para Leonard Woolley, que tenía que levantarse temprano para salir de viaje, junto con buena parte de sus hallazgos, hacia Londres. Ubach y compañía, que habían decidido pasar la noche en el campamento y salir al amanecer, también se retiraron a dormir pronto. Todos, menos el hares, que se quedó haciendo compañía al beduino que hacía el primer turno de la guardia al lado del fuego para mantener alejados a los chacales. Cuando la luz del último quinqué ya se había apagado y aprovechando que el beduino se había dormido, el hares desapareció de la escena, sigilosamente, con un objeto en la mano. Se detuvo delante de la tienda del arqueólogo y se puso en cuclillas. Levantó ligeramente la estaca que fijaba la tela de la tienda e introdujo rápidamente lo que llevaba en las manos.

Sin perder tiempo, se levantó y volvió corriendo junto al fuego, justo antes de que el vigilante abriese un ojo para controlar que a su alrededor estaba todo en orden. El hares hacía un instante que se había tumbado en la estera y que había cerrado los ojos para que el beduino no sospechase. Ahora sólo tenía que esperar. El hares sabía que los Guardianes agradecerían y valorarían que realizara aquella acción mientras cumplía con su misión principal de seguir al padre Ubach.

Un grito proveniente de la tienda de Leonard Woolley puso en alerta a todo el campamento. Cuando Ubach llegó, el arqueólogo, blanco como la luz de la luna llena que presidía el cielo, se debatía entre la vida y la muerte. Uno de los beduinos apareció con el brazo derecho en alto, como quien muestra un trofeo, exhibiendo el cuerpo inerte de una serpiente negra y brillante. Era una cobra del desierto a la que le habían chafado la cabeza con una roca, al sorprenderla mientras se escabullía por la parte trasera de la tienda. Ese tipo de serpientes solía rondar por lugares ocupados por humanos, porque también había roedores, una de sus víctimas preferidas, pero en cambio no se enfrentaba a los humanos, sólo atacaba si la provocaban. «¿Cómo era posible que hubiera picado a sir Leonard? ¿Cuánto tiempo hacía que la serpiente le había mordido?», se preguntaba Ubach mientras pedía con urgencia:

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