El ascenso de Endymion (101 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—M. Aenea especificó que Ket Rosteen debía pilotar la nave durante el descenso, si había un descenso, y otros cuatro individuos debían desembarcar después. Me encareció que pidiera disculpas a todos los que deseen bajar a Vieja Tierra de inmediato. Sobre todo, a queridas amigas como M. Rachel y M. Theo, y otros que estén ansiosos de ver el planeta. M. Aenea pidió que os asegurase que seréis bienvenidos a dos semanas del día del descenso, poco antes de que la nave arbórea abandone la órbita. También me pidió que aclarase que dentro de dos años estándar, es decir, dos años terrícolas, cualquiera que pueda libreyectarse aquí será bienvenido en Vieja Tierra.

—¿Dos años? —le pregunté—. ¿Por qué esa cuarentena de dos años?

A. Bettik sacudió la cabeza calva.

—M. Aenea no lo aclaró, M. Endymion. Lo lamento.

Alcé las manos.

—Bien, ¿quién podrá bajar? —pregunté. Si mi nombre no figuraba en la lista, bajaría de todos modos, a pesar del último deseo de Aenea. Subiría a bordo a puñetazos, si era necesario. O secuestraría la nave del cónsul para aterrizar. O me libreyectaría solo.

—Tú, M. Endymion —dijo A. Bettik—. Ella te mencionó específicamente. Y también M. Silenus, por cierto. El padre De Soya. Y... —El androide titubeó como si de nuevo sintiera embarazo.

—Adelante —dije, con voz más cortante de lo que deseaba.

—Yo —dijo A. Bettik.

—Tú —repetí.

Pero tenía sentido, por supuesto. El androide había realizado el largo viaje con nosotros. De hecho, había pasado con Aenea más tiempo que yo, dada la deuda temporal implícita en mi odisea personal. A. Bettik había arriesgado su vida por ella, por nosotros, y había perdido el brazo cuando Nemes nos atacó en Bosquecillo de Dios tantos años atrás. Había escuchado las enseñanzas de Aenea aun antes que Rachel, Theo y yo. Era natural que ella quisiera que su amigo A. Bettik estuviera presente cuando esparciéramos sus cenizas en las brisas de la Tierra. Me sentí avergonzado de mi sorpresa.

—Lo lamento —dije—. Claro que debes venir.

A. Bettik asintió.

—Dos semanas —les dije a los demás, cuya decepción era manifiesta—. Dentro de dos semanas todos estaremos allá abajo para ver qué sorpresas nos han dejado los leones y tigres y osos.

Hubo despedidas mientras viejos amigos —templarios, éxters y otros— abandonaban la ciudad de Endymion para mirar desde las escaleras y plataformas de la nave arbórea. Rachel fue la última en partir. Para mi sorpresa, me abrazó cálidamente.

—Espero que lo merezcas —me dijo al oído. Yo no sabía de qué hablaba la cáustica muchacha morena. Ella y la mayoría de las mujeres siempre habían sido un misterio para mí.

—De acuerdo —dije, cuando subimos a la habitación de Martin Silenus.

Vi la Tierra encima de nosotros. La imagen se enturbió y desapareció cuando los campos de contención se fusionaron, se espesaron y se separaron. Los campos de impulso se activaron y la ciudad se desprendió de la nave. Los templarios y éxters habían puesto controles en la enfermería de la torre, la cual estaba bastante atestada, con todas las máquinas médicas de Martin Silenus. Pensé que éste era un sitio tan bueno como cualquier otro para probar el intento erg de bajar una masa de roca y hierba, una ciudad con una torre, una nave espacial aparcada y medio puente que no llevaba a ninguna parte a un mundo que tenía tres quintos de agua y no tenía puertos espaciales ni control de tráfico. Al menos, pensé, si íbamos a estrellarnos y morir, vería un anuncio de la inminente catástrofe en el impasible rostro de Ket Rosteen, segundos antes del impacto.

No sentimos el ingreso en la atmósfera. Sólo el cambio gradual del círculo de cielo, cada vez más azul, nos hizo saber que habíamos entrado con éxito. No sentimos el aterrizaje. Ket Rosteen dejó de mirar sus controles, susurró algo a sus amados ergs y nos dijo:

—Estamos abajo.

—Olvidé decirte dónde debíamos aterrizar —dije, pensando en el desierto que había sido Taliesin. Debía ser el lugar donde Aenea había sido más feliz y desde donde yo debería esparcir sus cenizas en los cálidos vientos de Arizona.

Ket Rosteen miró la cama flotante.

—Yo le dije dónde aterrizar —rezongó el viejo poeta—. Donde yo nací. Donde pienso morirme. ¿Podéis moveros de una vez y sacarme de aquí para que pueda ver el cielo?

A. Bettik desenchufó los monitores de Silenus, todo excepto el más esencial equipo de soporte vital, y lo colocó todo dentro de un campo repulsor EM. Mientras estábamos en la nave arbórea, los androides, los clones éxters y los templarios habían construido una rampa que descendía de la torre al suelo, y un camino que llevaba a la ciudad. Todo esto había aterrizado intacto, noté mientras llevábamos la cama flotante hacia la luz del sol. Cuando pasamos frente a la nave del cónsul, un altavoz del casco de la nave dijo:

«Adiós, Martin Silenus. Fue un honor conocerte.»

La momia alzó un brazo raquítico en un saludo espasmódico.

—Te veré en el infierno, nave.

Abandonamos el fragmento de ciudad, bajamos de la rampa y contemplamos las praderas y peñascos distantes, que no eran tan diferentes de los brezales de mi infancia, salvo por la línea boscosa a nuestra derecha. La gravedad y la presión del aire eran como los recordaba de nuestra estancia de cuatro años, aunque el aire era mucho más húmedo que en el desierto.

—¿Dónde estamos? —pregunté. Ket Rosteen se había quedado en la torre y sólo estábamos el androide, el poeta moribundo, De Soya y yo. Parecía ser una mañana de primavera en el hemisferio norte.

—Donde estaba la finca de mi madre —susurró el sintetizador de Martin Silenus—. En el corazón del corazón de la Reserva de América del Norte.

A. Bettik dejó de mirar las pantallas de la unidad médica.

—Creo que esto se llamaba Illinois antes del Gran Error —dijo—. El centro de ese estado, creo. Veo que las praderas han vuelto. Esos árboles son olmos y castaños... extinguidos aquí en el siglo veintiuno, si no me equivoco. Aquel río se dirige al sudsudoeste hasta desembocar en el Mississippi. Creo que tú recorriste una parte de ese río, M. Endymion.

—Sí —dije, recordando el frágil kayak, la despedida en Hannibal, el primer beso de Aenea.

Esperamos. El sol se elevó. El viento agitó la hierba. Más allá de la hilera de árboles, un ave protestó como sólo pueden hacerlo las aves. Miré a Martin Silenus.

—Muchacho —dijo el sintetizador—, si esperas que me muera a tiempo para salvarte de una quemadura de sol, olvídalo. Estoy colgado de las uñas, pero son uñas viejas, fuertes y largas.

Sonreí y le toqué el hombro huesudo.

—¿Muchacho? —susurró el poeta.

—Sí, señor.

—Hace años me dijiste que tu bisabuela, a quien llamabas Grandam, te hizo memorizar los
Cantos
hasta que te gotearon por las orejas. ¿Era cierto?

—Sí, señor.

—¿Recuerdas los versos donde describí este lugar tal como era en mis tiempos?

—Puedo intentarlo —dije. Cerré los ojos. Sentí la tentación de tocar el Vacío, de buscar la voz severa de Grandam en vez de esforzarme en recitar de memoria, pero opté por el camino más difícil, usando recursos nemotécnicos que ella me había enseñado para recordar pasajes en verso. Sin abrir los ojos, cité los pasajes que pude recordar.

Frágiles crepúsculos bermejos

sobre árboles de papel pintado

más allá de los prados del sudoeste.

Cielos de porcelana transparente,

ni una mancha de nubes o vapores.

El silencio presinfónico del alba,

el vibrante timbal del sol naciente.

Naranjas y rojos inflamados de oro,

el largo y fresco descenso hacia el verde:

hojas umbrías, retoños de ciprés

y sauce llorón, el terciopelo

mudo y verde del pantano.

Finca de mi madre, nuestra finca, mil acres

en medio de un millón. Campos

del tamaño de praderas, perfecta hierba

que invitaba a acostarse,

a dormir en su muelle perfección.

Nobles árboles, la tierra un reloj de sol:

sombras rotando en majestuosa procesión,

ora mezclándose, ora contrayéndose,

estirándose hacia el este en agonía.

Roble regio.

Olmos gigantescos.

Álamo, ciprés, pino y bonsai.

Banianos extendiendo nuevos troncos

como lisas columnas de un templo

cuyo techo es el cielo.

Sauces bordeando arroyos y canales:

ramas colgantes cantando endechas en el viento.

Me interrumpí. La parte siguiente era borrosa. Nunca me habían gustado esos fragmentos seudolíricos de los
Cantos
, pues prefería las escenas de batalla.

Había tocado el hombro del viejo poeta mientras recitaba y había notado que se relajaba. Abrí los ojos, esperando ver un hombre muerto en la cama.

Martin Silenus sonrió como un sátiro.

—No está mal, no está mal —jadeó—. No está mal para un viejo escritorzuelo. —Sus gafas de vídeo se volvieron hacia el androide y el sacerdote—. ¿Veis por qué elegí a este muchacho para que terminara mis
Cantos
? No sabe ni jota de escribir, pero tiene una memoria de elefante.

Estaba a punto de preguntar qué era un elefante cuando miré a A. Bettik sin ningún motivo en especial. Por un instante, después de tantos años de conocer al androide, lo vi de veras. Quedé boquiabierto.

—¿Qué? —preguntó el padre De Soya con alarma. Tal vez pensó que yo sufría un infarto.

—Tú —le dije a A. Bettik—. Tú eres el Observador.

—Sí —dijo el androide.

—Tú eres uno de ellos... los leones y tigres y osos.

El sacerdote nos miró a todos.

—Nunca entendí por qué M. Aenea escogió esa frase —murmuró A. Bettik—. Nunca he visto un león o tigre u oso, pero entiendo que comparten cierta fiereza que es extraña para... bien, la especie extraña a la que pertenezco.

—Cobraste forma de androide hace siglos —dije, con una comprensión profunda que era brusca y dolorosa como un cabezazo—. Estuviste presente en todos los acontecimientos decisivos... el ascenso de la Hegemonía, el descubrimiento de las Tumbas de Tiempo en Hyperion, la Caída de los Teleyectores... Cielos, estuviste allí durante casi toda la última peregrinación del Alcaudón.

A. Bettik inclinó la cabeza calva.

—Si uno desea observar, M. Endymion, debe estar en el lugar apropiado.

Me incliné sobre la cama de Martin Silenus, dispuesto a revivirlo de una sacudida si ya se había muerto.

—¿Usted sabía esto, anciano?

—No antes de que él se fuera contigo, Raul —dijo el poeta—. No hasta que leí tu relato a través del Vacío y comprendí...

Retrocedí dos pasos en la hierba alta.

—Fui tan idiota. No vi nada. No entendí nada. Fui un imbécil.

—No —dijo el padre De Soya—. Estabas enamorado.

Me acerqué a A. Bettik dispuesto a acogotarlo si no me respondía sin rodeos. Creo que lo hubiera hecho.

—Tú eres el padre —dije—. Me mentiste al decir que no sabías adonde había ido Aenea durante casi dos años. Tú eres el padre del niño, el próximo mesías.

—No —repuso serenamente el androide. El Observador. El Observador manco, el amigo que casi había muerto con nosotros una veintena de veces—. No. No soy el esposo de Aenea. No soy el padre.

—Por favor —dije con manos trémulas—, no me mientas. —Pero sabía que no mentía. Nunca había mentido.

A. Bettik me miró a los ojos.

—No soy el padre —dijo—. Ahora no hay padre. Nunca hubo otro mesías. No hay hijo.

Muertos. Ambos muertos. El hijo, el esposo, quien fuera. Aenea misma. Mi querida niña. Mi amada. No quedaba nada. Cenizas
. De alguna manera, mientras pensaba en buscar al niño, en suplicar al padre Observador que me permitiera ser el amigo, el guardaespaldas y el discípulo de este niño tal como lo había sido de Aenea, mientras usaba esa nueva esperanza para escapar de la celda de Schrödinger, había sabido en mi corazón que no había un hijo de mi amada vivo en el universo. Habría oído la música de esa alma resonando en el Vacío como una fuga de Bach. No había ningún hijo. Sólo cenizas.

Me volví hacia De Soya, preparado para tocar el cilindro que contenía los restos de Aenea, preparado para aceptar que se había ido para siempre en cuanto el frío acero me rozara los dedos. Me iría solo a buscar un lugar para esparcir las cenizas. Caminaría desde Illinois hasta Arizona si era preciso. O quizás hasta donde había estado Hannibal, donde nos habíamos besado por primera vez. Tal vez allí era donde Aenea había sido más feliz.

—¿Dónde está el tubo? —pregunté.

—No lo traje —dijo el sacerdote.

—¿Dónde está? —repetí. No estaba enfadado, sólo muy cansado—. Regresaré a la torre a buscarlo.

Federico de Soya respiró y sacudió la cabeza.

—Lo dejé en la nave arbórea, Raul. No lo olvidé. Lo dejé allá a propósito.

Lo miré de hito en hito, más desconcertado que furioso. Entonces noté que él, A. Bettik y el viejo poeta miraban hacia los acantilados del río.

Fue como si hubiera pasado una nube pero luego un brillante rayo de luz hubiera iluminado la hierba un instante. Las dos figuras permanecieron inmóviles largos segundos, pero al fin la más baja descendió hacia nosotros, echando a correr.

La figura más alta era más reconocible a esa distancia: luz solar en su caparazón de cromo, ojos rojos y relucientes, el destello de púas y superficies afiladas. Pero no podía perder tiempo mirando al Alcaudón inmóvil. Había cumplido su misión. Se había teleyectado hacia el futuro, con la persona que lo acompañaba, tan fácilmente como yo había aprendido a libreyectarme en el espacio.

Aenea corrió los últimos treinta metros. Parecía más joven, menos curtida por la preocupación y los acontecimientos. El cabello era casi rubio al sol y estaba apresuradamente recogido. Era más joven, comprendí, petrificado mientras ella se acercaba. Tenía veinte años, cuatro más que cuando la había dejado en Hannibal pero casi tres menos que cuando la vi por última vez.

Aenea besó a A. Bettik, abrazó al padre De Soya, besó dulcemente al viejo poeta y se volvió hacia mí.

Yo seguía petrificado.

Aenea se me acercó y se puso en puntillas como hacía siempre que quería besarme en la mejilla.

Me besó tiernamente en los labios.

—Lo lamento, Raul —susurró—. Lamento que esto haya tenido que ser tan difícil para ti. Para todos.

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