—¿Y por qué lo negó en un primer momento?
—No lo sé, todo esto me pone muy nervioso, no quería que usted llegara a las conclusiones a las que parece que de cualquier modo está llegando, pero le puedo asegurar que yo no maté a Jeremy y mucho menos a estos hombres.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con ellos?
—Eso ya usted lo sabe, hablé con ellos ayer, me dijeron que empezarían a buscar el cuerpo de Jeremy y al chico Bonticue.
—¿Qué lo une a usted con el señor Bonticue?
—Trevor es un buen hombre y sé por lo qué está pasando.
—Sin embargo no avalaba la amistad entre sus hijos.
—¿Cómo culparlo? Jeremy no era el tipo de joven que uno quisiera de amigo de un chico influenciable como lo es Francis, de haber sido la situación opuesta habría actuado igual que él lo hizo.
—Supongo que sí.
—Mire detective, creo que no vale la pena que se desvíe usted de la atención que le estaba prestando al padre Kennedy, algo me dice que ese hombre es la clave de todo esto.
—Puede ser. Por ahora, necesito que identifique usted el cuerpo.
—¿Podría ver a mis hombres?
—No es algo que sea agradable.
—En la guerra vi las peores cosas que se puedan ver, detective, no me afectara ver dos muertos más.
—Señor McIntire, no creo conveniente que vea usted esos cadáveres.
—Comprendo, soy un sospechoso entonces, incluso de la muerte de estos hombres.
—Vamos a ver a Jeremy y luego podremos seguir conversando.
Ambos hombres caminaron hacia la sala donde estaban los cuerpos en estudio, Bronson habló con el doctor y este caminó hacia un tétrico gabinete, abrió la puerta y se dispuso a sacar la bandeja que contenía el cuerpo encontrado en el ataúd de Jean Renaud.
—Bien, creo que será mejor que se pongan crema en la nariz —dijo el doctor antes de halar.
—¿No lo hará usted? —Preguntó McIntire.
—A los pocos segundos se acostumbra el olfato.
—Entonces tampoco lo usaré yo —dijo mientras observaba a Bronson ponerse una capa gruesa de crema.
—El doctor sacó la bandeja y tomó la sábana que cubría el cuerpo y la apartó de golpe.
—McIntire se retiró un par de pasos y volcó el estómago y su garganta se contrajo hasta el punto que parecía que se iba a desgarrar.
—Se lo advertí —dijo el doctor pasándole la crema.
—¿Cómo puede acostumbrarse a algo como esto? Maldición —dijo aún con los ojos empapados en lágrimas.
—Pensé que un soldado habría visto toda clase de cosas.
—Estuve en la marina, no era de infantería para ver cosas como estas.
—Bien señor McIntire aún necesito que identifique el cuerpo que tenemos aquí.
—No sé como demonios quiere que identifique esto, no es en nada parecido a Jeremy, esto es una masa informe.
—La ropa, señor McIntire, concéntrese en la ropa, ¿diría que es con la que enterraron a Jeremy?
—Si, yo diría que sí —dijo mirando con el detenimiento que le permitía el asco que sentía de ver aquel cuerpo en plena descomposición.
—Bien, eso es todo, podemos salir de aquí.
—Gracias al cielo que no tuve que traer a Jenny, esto la habría devastado.
—Comprendo, nadie debería ver a un hijo en este estado.
—¿Qué hay de mis hombres? Me dejará verlos.
—No señor McIntire.
—Vamos detective, es un favor, eran mis soldados y merecen al menos una despedida militar.
—Esos hombres no eran precisamente soldados ejemplares —dijo Johnson desde la puerta— he investigado sus antecedentes y ambos fueron dados de baja deshonrosa por actos vandálicos durante la Guerra del Golfo.
—Todos los soldados se comportaban de una manera poco natural, detective.
—Pero no todos fueron acusados de robar tumbas de sus enemigos.
—No me dirá que los iraquíes le merecen alguna consideración.
—Cualquier ser humano la merece.
—Bien, si no me permiten ver a mis hombres entonces es hora de que me vaya.
—Aun hay algunas preguntas que deseo hacerle —dijo Bronson —Le ruego que me acompañe a la sala de interrogatorios.
—Esto se está volviendo una pesadilla.
Los tres hombres caminaron hacia la sala y al llegar dejaron a McIntire solo por unos segundos mientras lo veían a través de un cristal.
—¿Qué opinas de este hombre, Johnson?
—Es un patán, pero no creo que sea el asesino.
—Sus hombres fueron asesinados de igual forma que los rufianes de la iglesia.
—Lo sé, pero eso no lo hace culpable.
—Sigues pensando que Kennedy está detrás de todo esto.
—Por supuesto que sí, el sacerdote ha sido muy contradictorio en sus declaraciones.
—McIntire me mintió respecto a estos hombres, en un inicio me dijo que nos los veía desde hacía mucho tiempo y que no sabía siquiera que estaban en Nueva Orleans. Luego admitió que trabajaban para él, que buscaban a Bonticue y a Jeremy.
—Que busque a su hijastro nos dice que no lo cambió de tumba.
—El cuerpo de Jeremy presenta una serie de quebraduras viejas, mal curadas.
—¿Tiempo estimado?
—Aún no, el forense trabaja en eso, dice que podrá decirnos algo mañana.
—Si coinciden con la llegada de su padrastro este hombre estará en problemas.
—Eso lo haría sospechoso de la muerte de Jeremy, pero ¿Qué hay de los vendedores de drogas, del tipo haitiano y del padre Ryan? Por cierto, ¿algún resultado del padre?
—No hay signos de violencia en su muerte, tampoco ningún fármaco que pueda haberla causado.
—Sabes que hay muchas cosas que pueden inducir un infarto.
—No hay huellas de pinchazos, ni restos en el estómago que sugieran algo.
—No creo que sea coincidencia que haya muerto de un infarto.
—Lo que ha vivido en estos días no es para menos, además tenía antecedentes de problemas del corazón. El doctor ha encontrado algunas cicatrices en los músculos cardiacos.
—¿Qué hay del cadáver de Renaud?
—Aun nada, no hay suficientes patólogos, así que tendremos que esperar unas horas.
—¿Noticias de Kennedy o el chico Bonticue?
—Ninguna.
—¿El tipo misterioso?
—Dímelo tú, ¿Natasha te ha dicho algo?
—Nada que pueda servirnos, al menos no a ti —dijo riendo.
—Eres un caradura, yo con estos cuerpos en descomposición y tú mirando bajo la falda de esa chica.
—Te recuerdo que eres casado. Por cierto, ¿Tienes noticias de Lucila?
—La volví a llamar esta mañana, ella no estaba pero su madre me dijo que estaba bien, que había ido a visitar a unos amigos de la infancia y que con seguridad no habría cobertura en su móvil. Le he pedido que le dé mi mensaje y me llame apenas llegue a casa.
—Me alegra saber que está bien.
—El tipo que me llamó me dijo que si sabía que Kennedy tenía una cierta afición por las mujeres embarazadas.
—Lo recuerdo, pero no creerás que desea hacerle daño a Lucila.
—No, claro que no, pero me dijo que siempre en sus actuaciones había habido una mujer embarazada involucrada.
—Supongo que se refiere a Amanda Strout, la chica exorcizada.
—Nunca me dijo que lo estuviera.
—Quizá no lo sabe.
—O nos quiere ocultar algo.
—¿Qué te dijo Kennedy exactamente de ese exorcismo?
—Me habló de un grupo que se reunía para hacer un frente común contra Duvalier, algunos sacerdotes, el tipo Renaud, una anciana y un médico. Al parecer Amanda Strout comenzó a dar señales de posesión tras algunos meses en que el padre se ausentó de la isla.
—Eso no lo sabía.
—Al parecer varios del grupo viajaron a Cuba por unos meses en busca de un libro y algún artefacto usado en cultos de la santería o algo por el estilo. Cuando regresaron las cosas con Amanda Strout se habían salido de control. Renaud aseguraba que estaba poseída por un súcubo y otros decían que era el tipo al que llamaban la Mano de los Muertos quien había interferido en su vida, robándole el alma o algo por el estilo.
—Kennedy parece un tipo sensato para creer tales cosas.
—Pero es un sacerdote y posiblemente las cosas que vio en Haití le hicieron pensar que podía ser cierto.
—O simplemente es un asesino y se cargó a esa chica. Recuerdo que en el juicio se dijo algo como que entre el sacerdote y la mujer había alguna relación.
—Lo recuerdo.
—¿No crees que pueda ser que la mujer quedó encinta y el padre, a sabiendas de que eso le provocaría un escándalo, decidió matarla y acabar con el problema?
—Los otros sacerdotes relacionados también tuvieron incidentes similares. Recuerdo que Kennedy me dijo que uno de apellido Barragán no pudo viajar a Cuba porque lo apresarían por asesinato de una mujer que casualmente murió también en un exorcismo, mientras otro de apellido Rulfo murió en esa ceremonia. Existe un tercer sacerdote llamado Casas, al parecer trabajaba para Duvalier y espiaba a este grupo.
—No entiendo toda esta maraña, ¿Qué diablos buscaba el grupo y Duvalier?
—El sello de fuego y un libro relacionado. Dijo el sacerdote que el sello servía para evitar las posesiones.
—Algo así como un talismán.
—Puede ser, aunque al parecer algo más poderoso.
—Y de seguro muy valioso. Algo por lo que vale la pena matar.
—¿Crees que ese sello sea el causante de estas muertes?
—O quizá una especie de maldición pesa sobre él y lleva la muerte a quienes lo buscan.
—Mira a McIntire, está demasiado nervioso para ser inocente.
—Quizá debamos presionarlo hasta que explote.
—Tengo claro que puede estar implicado en la muerte de Jeremy, pero no hay nada que lo ligue a la muerte de todos los demás.
—Pues si los traficantes le destrozaron la vida a su familia…
—Ya hemos especulado bastante. Es hora de salir de dudas.
—Bien, vamos a jugar un rato con Alexander.
—¿Verdades entre mentiras?
—Es mi juego favorito.
Adam sabía lo que era pasar una noche en la selva por lo que pasar aquella noche en el bosque buscando a Francis no le fue demasiado pesado. Se alimentó de algunas frutas que encontró por los senderos y decidió esperar a que amaneciera para encontrar el rastro de aquel chico que había escapado sin darle oportunidad de hablar.
Los sueños del sacerdote seguían mortificándolo, no había noche en que los recuerdos de Haití no volvieran a su mente y ahora se veían mezclados con imágenes de los hombres colgando por sus pies, cabeza abajo, desangrándose como cerdos. Recordó a la madre de Sebastian Daniels, la primera vez que observó esa especie de sacrificio. El joven doctor había perdido a ambos padres de la misma forma, así se lo había dicho con ese pesar que da la impotencia. Ahora, en Nueva Orleans, alguien del pasado había resurgido para dar vida a aquellos cultos del vudú a los que en sus adentros tanto temía. Los sueños de aquella noche fueron sangrientos. Nadaba en un mar de sangre viscosa y de un olor dulzón, sus manos estaban empapadas en el líquido lo mismo que sus ropas. No acertaba a ver de quienes se trataban los cadáveres que colgaban de los árboles, la sangre que corría por sus caras los hacía irreconocibles. En su sueño los miraba desde abajo, colgando por encima de su cabeza de manera que la sangre aun líquida caía sobre él que abría los brazos como si se tratara de una lluvia purificadora capaz de lavar sus pecados. No estaba asustado, ni asqueado de aquel sacrificio, mas bien parecía extasiado, como si lo hubiera provocado en honor a su dios, un dios sangriento que reclamaba la sangre de los impíos. En su sueño, las imágenes se superponían, lo vivido en Haití, los cadáveres de la iglesia, la risa de la Mano de los Muertos, las gallinas negras desangrándose, Amanda Strout seduciéndolo, insultándolo, haciéndolo responsable de lo que le pasaba, el exorcismo, la expulsión de los demonios, Aqueda con su falda ensangrentada, María desnuda en la iglesia, Nomoko levitando con los ojos en blanco, Jean Renaud muriendo ahogado mientras pedía su auxilio, su amigo Ryan sufriendo un infarto masivo mientras lo miraba con los ojos aterrados, Duvalier riéndose de Ryan mientras lo veía morir y culpaba a Kennedy por haber desatado aquel infierno primero en Haití y luego en Nueva Orleans.
Kennedy despertó angustiado, se revisó sus manos que sentía húmedas, esperando ver la sangre que en el sueño las cubría, estaban empapadas de sudor al igual que su frente.
Comenzaba a amanecer y el canto de las aves dominaba el bosque. Kennedy se levantó y estiró sus músculos que crujieron protestando por la mala noche. Miró alrededor y había al menos cinco senderos que seguir. Gritó el nombre del muchacho sin demasiadas esperanzas de obtener una respuesta. Cualquier camino daba lo mismo, así que tomó el primero de la derecha y se adentró esperando tener suerte. A la media hora de caminar, un ruido a unos treinta metros le llamó la atención:
—Francis ¿eres tú? Soy el padre Kennedy, no tienes nada que temer, sal, te lo ruego.
Hizo silencio para escuchar una posible respuesta, pero no hubo nada más que el canto de las aves.
—Francis, debo llevarte a casa, este bosque es peligroso.
Un nuevo ruido alejándose lo hizo volver la cara y pudo ver los pies del muchacho tropezar torpemente con las raíces de los árboles que sobresalían del suelo como venas nervudas.
Kennedy echó a correr tras el muchacho que lloraba aterrorizado.
—Francis, detente —gritó.
El chico se escondió tras de un grueso árbol a unos cincuenta metros del sacerdote.
—No corras más —le gritó— no me acercaré si no lo deseas, solo quiero hablar contigo.
—Aléjese, lo he visto todo.
—No sé a qué te refieres.
—Usted los ha matado.
—No he matado a nadie, Francis, debes estar alucinando por las drogas.
—No. Usted es un asesino.
—Estas diciendo tonterías, ven y discutiremos al respecto, puedo ayudarte, ya en otras ocasiones he tratado a personas con estos delirios.
—No son delirios, lo he visto.
—Vamos chico, no sabes lo que dices, no debes andar por allí acusando a la gente.
—Aléjese de mí.
A la distancia un ruido de sabuesos le dejó saber al sacerdote que la policía se acercaba.
—¿Oyes? Es la policía, estarás a salvo, no tienes nada que temer.
—Márchese, no deseo hablar con usted.
—Francis, puedes confiar en mí.