Al fin, en octubre, los sitiados, que con sus salidas, realizadas con mucha frecuencia, lograron mantener a raya al adversario, recibieron el refuerzo prometido por la República, y que consistía en mil cuatrocientos infantes, a las órdenes de Luis Martinengo, y dieciséis piezas de artillería.
Poco era semejante fuerza para una ciudad sitiada por más de sesenta mil turcos, si bien sirvió para estimular la moral de los asediados, ya en situación desesperada, e infundirles nuevos bríos y alientos.
Desgraciadamente, los víveres y las municiones iban menguando sin cesar y los otomanos, con su pertinaz cañoneo, no dejaban un momento de descanso a los venecianos. La ciudad se había convertido en un montón de escombros, siendo escasas las moradas que no fueron derrumbadas.
Por si esto no resultase bastante, unos días más tarde llegaba a Chipre Alí-Bajá, almirante de la flota turca, con una escuadra de cien galeras, que contaban cuarenta mil infieles.
A partir de entonces, Famagusta se convirtió en el centro de un cerco de hierro y de fuego que ninguna fuerza humana hubiera podido atravesar.
Tal era la situación al acontecer los hechos descritos en el capítulo anterior.
Una vez que los mercenarios hubieron llegado al fuerte, abandonaron sus alabardas que en aquel momento resultaban inútiles, y, colocándose en las escasas aspilleras que aún existían, armaron sus pesados mosquetes y soplaron las mechas, en tanto que los artilleros, la mayoría de ellos marineros de las galeras venecianas, proseguían el cañoneo con las culebrinas.
El capitán Tormenta, sin atender las prudentes advertencias de su teniente, se había colocado en lo alto del fuerte, a medias protegido por un muro semiderrumbado y lleno de grietas.
Por la tenebrosa llanura que se extendía más allá de la población se veían relucir, en diversos lugares, puntos luminosos, seguidos de un fogonazo, al cual acompañaba el sordo silbido de los pesados proyectiles de piedra.
Los turcos, cuya fiereza iba en aumento ante la resistencia de los sitiados, minaban las trincheras con el objeto de aproximarse al medio derrumbado fuerte, que todavía se mantenía en pie merced a la inmensa cantidad de materiales que en los fosos arrojaban las valerosas mujeres a fin de reforzarlo.
En ocasiones, osados hombres que, por su propia voluntad habían hecho el sacrificio de sus vidas para alcanzar el delicioso paraíso del Profeta, amparándose en las tinieblas de la noche, se aproximaban al fuerte y preparaban minas para abatir la firme muralla invulnerable a los proyectiles de piedra.
Los mercenarios, siempre vigilantes, en cuanto los veían descargaban sus mosquetes. Pero otros fanáticos los reemplazaban y terribles explosiones, que destruían unas veces una esquina, otras un espolón, o bien un contrafuerte, se sucedían ininterrumpidamente.
Sin embargo, las mujeres de Famagusta se encontraban en aquellos puntos, prestas a vaciar sus sacos repletos de tierra en los boquetes abiertos por las minas, siempre impertérritas, siempre decididas, obedientes a la voz de mando, viendo tranquilamente pasar silbando los proyectiles, que al caer se deshacían en mil fragmentos.
El capitán Tormenta, silencioso e impasible, observaba los fuegos que iluminaban el campamento otomano. ¿Qué intentaba descubrir? Solamente él lo sabía. Al cabo de un rato, una sombra se aproximó a él, murmurando en malísimo dialecto napolitano.
—¡Aquí me tienes, señora!
El joven se dio la vuelta con rapidez, reprimiendo con dificultad un grito.
—¿Eres tú, El-Kadur?
—¡Sí, señora!
—¡Silencio! ¡No me llames de esta forma! ¡Nadie debe enterarse de quién soy!
—¡Estás en lo cierto, señora…, digo señor!
—¡Otra vez! ¡Acércate!
Cogió por un brazo al hombre y, llevándolo a la parte exterior del fuerte, lo acompañó a una especie de garita desierta alumbrada con una antorcha.
Se trataba de un tipo alto y delgado, de piel bronceada, facciones duras, nariz afilada y ojos negros y pequeños. Se ataviaba al estilo de los beduinos del desierto, llevando sobre los hombros una gran capa de oscura lana, con capucha. Tapaba su cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto, por la faja roja que llevaba a la cintura, se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un
yatagán
.
—¿Qué sucede? —inquirió el capitán Tormenta.
—El vizconde Le Hussière se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por unos de los capitanes del visir.
—¿No te habrá mentido? —dijo con temblorosa voz el joven capitán.
—No, señora.
—¡No me llames «señora»! Ya te lo he advertido.
—No distingo a nadie que nos pueda oír.
—¿Y a qué lugar lo han llevado? ¿Te has enterado, El-Kadur?
El árabe hizo un gesto de desolación.
—No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!
El capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la capitana, ya que no se trataba de un hombre, se dejó caer sobre la
cureña
de un cañón, cogiéndose la cabeza entre las manos. Dos lágrimas resbalaron por su bello semblante, que en aquel momento estaba muy pálido.
El árabe, un poco apartado y envuelto en su capa, aguardaba muy emocionado. Su rostro, duro y fiero, manifestaba una indecible angustia.
—¡Si yo pudiese, señora, digo señor, a cambio de mi sangre, proporcionarte la tranquilidad y la alegría!
—¡Ya conozco tu fidelidad, El-Kadur! —replicó el capitán Tormenta.
—¡Hasta la muerte, señora, seré tu más fiel esclavo!
—¡Esclavo, no: amigo!
Los ojos del árabe despidieron un destello, tornándose casi fosforescentes.
—He renegado para siempre de mi antigua religión —dijo luego de una corta pausa—, y no olvido que el duque de Éboli, tu padre, me libró, cuando yo era niño, del poder de mi despiadado amo, que todo el día me golpeaba bestialmente. ¿Qué he de hacer ahora?
El capitán Tormenta no respondió. Semejaba estar recordando ideas que suscitaban en él penosas remembranzas, a juzgar por la expresión de su semblante.
—¡Mejor hubiera sido no haber visto nunca Venecia, la joya del Adriático, y no haber dejado las azules aguas del golfo de Nápoles! —exclamó por último, hablando consigo mismo—. ¡Mi corazón no sufriría ahora de una manera tan brutal! ¡Ah, que noche tan maravillosa junto al Gran Canal, al lado del palacio de mármol del noble veneciano! Me parece como si fuese ayer, y al pensar en ella noto en mis nervios un estremecimiento que nunca había sentido. ¡Él estaba allí, junto a mí, tan apuesto como el dios de la guerra, sentado en la proa de la góndola, sonriéndome y diciendo bellas frases que me hacían el efecto de un canto celestial! ¡Por mí ya no se acordaba de las preocupaciones que dominaban los ánimos por las nuevas terribles recibidas aquel día, que habían conmovido a los ancianos senadores y al sereno Dux! Y eso que estaba enterado de que había sido destinado para combatir aquí contra los infieles; conocía que acaso la muerte le aguardaba para acabar con su preciosa vida y, no obstante, sonreía; sonreía mirándose en mis ojos. ¿Qué pensarán hacer de él esos monstruos? ¿Le asesinarán poco a poco para tornar más cruel su castigo? ¡No es posible que se conformen con tenerle nada más que como prisionero, a él que era el terror del bajá, que ocasionó tan graves heridas a esas huestes de bárbaros, a esos descreídos, lobos hambrientos de los áridos desiertos de Arabia! ¡Infortunado Le Hussière!
—¡Cómo le amas! —exclamó El-Kadur, que había estado escuchando al capitán sin apartar los ojos de él.
—¡Sí, le amo! —exclamó la joven duquesa, con vehemencia—. ¡Le amo igual que aman las mujeres de tu país!
—Tal vez con mayor pasión, señora —repuso el árabe; reprimiendo un suspiro—. Otra mujer no hubiera hecho lo que haces tú. No hubiera abandonado el magnífico palacio de Nápoles, no se habría disfrazado de hombre, contratando a su costa una compañía de soldados, y no habría venido a este lugar a encerrarse en una ciudad sitiada por cien mil infieles, para afrontar la muerte.
—¿Acaso podría estar tranquila en mi palacio conociendo que él se encontraba aquí y estaba en tan gran peligro?
—¿Y no has calculado, señora, que cualquier día los turcos conseguirán abatir las murallas y se arrojarán sobre la ciudad, anhelosos de sangre y de venganza? ¿Quién te pondrá a salvo en ese momento?
—¡Dios nos ayudará! —repuso la duquesa, con acento de resignación—. Por otra parte, si Le Hussière muriese, yo no sería capaz de sobrevivirle, El-Kadur.
Un temblor recorrió el cuerpo del árabe.
—Señora —preguntó—, ¿qué he de hacer? Debo aprovechar la oscuridad para regresar al campamento.
—Estar siempre atento, para informarte de a qué lugar lo han llevado —repuso la duquesa—. Donde se encuentre, allí iremos a salvarle.
—Mañana por la noche estaré aquí de nuevo.
—¡Si todavía estoy con vida! —contestó la joven.
—¿Qué dices? —exclamó el árabe, con acento amedrentado.
—Me he comprometido a una aventura que pudiera concluir de mala manera. ¿Quién es ese joven turco que cada día viene a retar a los capitanes cristianos?
—Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco. ¿Por qué razón me preguntas eso, señora?
—Porque mañana me enfrentaré a él.
—¡Tú! —exclamó el árabe, consternado—. ¡Tú, señora! ¡Esta noche iré a matarle a su tienda, para que no acuda de nuevo a desafiar a los capitanes de Famagusta!
—¡Oh! ¡No te inquietes, El-Kadur! Mi padre era el mejor espadachín de Nápoles e hizo de mí una gran esgrimista, que puede enfrentarse a los más famosos capitanes del gran Turco.
—¿Quién te ha incitado a retar a Muley-el-Kadel?
—El capitán Laczinski.
—¿Ese perro polaco, que parece sentir hacia ti un secreto odio? A la vista de un hijo del desierto no hay nada oculto, y yo he advertido en él a un enemigo tuyo.
—Sí, lo es.
El-Kadur lanzó una maldición, en tanto que su rostro adquiría una salvaje expresión.
—Dónde se encuentra ahora ese hombre? —inquirió con sorda voz.
—¿Qué pretendes hacer, El-Kadur? —dijo suavemente.
—El árabe, con rápido ademán, desenvainó el yatagán e hizo brillar la acerada hoja a la luz de la antorcha.
—¡Este acero probará esta noche sangre polaca! —dijo—. ¡Ese hombre no verá amanecer el nuevo día! ¡Así no se llevará a cabo el desafío!
—¡No harás tal cosa! —repuso la capitana, con acento firme—. ¡Se aseguraría que el capitán Tormenta sentía temor e hizo asesinar al polaco! ¡No, El-Kadur, no harás semejante cosa!
—¿Y he de permitir que mi señora se enfrente en la lucha a muerte contra el turco? ¿Seré capaz de verla caer muerta bajo los golpes de cimitarra del infiel? ¡La vida de El-Kadur es tuya hasta la última gota de su sangre y los guerreros de mi tribu son capaces de morir en defensa de su señor!
—El capitán Tormenta ha de demostrar que no siente temor de los turcos —replicó la joven—. Es necesario que así sea, para disipar en todos la sospecha de lo que en realidad soy.
—¡Le mataré, señora! —exclamó el árabe.
—¡Te lo prohíbo!
—¡No, señora!
—¡Te lo ordeno! ¡Obedece! —contestó la duquesa.
El árabe inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.
—¡Es cierto! —dijo—. Soy un esclavo y debo acatar las órdenes.
El capitán Tormenta le puso una mano en el hombro y con su más suave acento le respondió:
—¡Esclavo, no; eres mi amigo!
—¡Gracias, señora! —repuso El-Kadur—. Haré lo que tú ordenes. Pero te juro que si resultas herida por el turco, le saltaré la tapa de los sesos. ¡Permite, por lo menos, que tu leal servidor te vengue si te ocurre alguna desgracia irremediable! ¿Para que quiero la vida sin ti?
—Haz lo que te parezca más oportuno, mi buen El-Kadur. Márchate antes que amanezca. Si no te apresuras no podrás regresar al campamento turco.
—Cumplo tus órdenes, señora. Yo me enteraré enseguida a que lugar han llevado al señor Le Hussière, te lo aseguro.
Abandonaron la garita y llegaron al fuerte, en el que las culebrinas y la mosquetería seguían retumbando con estruendo cada vez mayor, las cuales, aunque contestadas por la artillería turca con gran intensidad, intentaban impedir que minaran las murallas, ya medio derruidas, de la ciudad.
El capitán Tormenta se aproximó al señor Perpignano, que dirigía el fuego de los hombres armados con mosquetes, y le dijo:
—Ordenad que se suspenda el tiroteo durante unos minutos. El-Kadur regresa al campo enemigo.
—¿Ningún otro, señora? —inquirió el veneciano.
—Ninguno. Pero llamadme capitán Tormenta. Solamente tres personas conocéis quién soy: vos, Erizzo y El-Kadur. ¡Silencio: nos podrían oír!
—¡Disculpadme, capitán!
—¡Qué se interrumpa el fuego un instante! ¡Todavía no ha llegado el último momento de Famagusta!
La duquesa no daba las órdenes igual que una mujer, sino como un veterano capitán, con palabras secas e incisivas que no admitían réplica.
El señor Perpignano dio la orden a los artilleros y a los mosqueteros, en tanto que el árabe, aprovechando la momentánea interrupción del fuego, se encaminaba al reborde del fuerte; en compañía del capitán Tormenta.