El Capitán Tormenta (2 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El Capitán Tormenta
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—¿Qué pretendéis decir con tales palabras, capitán Laczinski? —inquirió con voz bien timbrada, que contrastaba de una forma un tanto extraña con la ronca y fuerte del polaco, y sin abandonar la mano de la empuñadura de la espada.

—¡Qué los turcos pueden aguardar hasta mañana! —contestó el aventurero, encogiéndose de hombros—. ¡Aún somos lo bastante fuertes para hacerlos retroceder hasta Constantinopla o a la mitad del maldito gran desierto de Arabia!

—No alteréis el sentido de las palabras, señor Laczinski —repuso el joven—. Os referíais a mí, no a los infieles…

—Vos o los turcos, para mí es lo mismo —interrumpió en forma brutal el polaco, todavía de pésimo humor por la mala suerte que con tal empeño le acosaba.

El señor Perpignano, que era un gran admirador del capitán Tormenta y a cuyas órdenes combatía, empuñó la espada dispuesto a precipitarse sobre el polaco, pero fue interrumpido por el joven, que había mantenido una absoluta serenidad, y le dijo:

—La vida de los defensores de Famagusta es en exceso valiosa para jugársela de semejante manera. El capitán Laczinski pretende reñir conmigo para desahogarse de las pérdidas sufridas o tal vez porque, como he oído decir, duda de mi valor.

—¿Yo? —exclamó el polaco, incorporándose—. ¡Por las barbas de Mahoma! ¡Los que os han explicado eso son unos canallas, a quienes exterminaré como a perros rabiosos!…

—¡Proseguid! —interrumpió el capitán Tormenta con imperturbable serenidad.

—¡Pongo en duda vuestro valor! —replicó el polaco—. Sois demasiado joven para tener la reputación de famoso guerrero y, por otra parte…

—¡Acabad! —agregó el capitán, interrumpiendo con firmeza al señor Perpignano, que por segunda vez había vuelto a desenvainar la espada—. ¡Sois muy entremetido, capitán Laczinski!

El polaco derribó el taburete que les servía de mesa.

—¡Por
san Estanislao
, patrón de Polonia! —barbotó levantando con nervioso ademán sus lacios bigotes, que pendían como los de los chinos—. ¿Pretendéis burlaros de mí, capitán Tormenta? ¡Decídmelo llanamente!

—¡Ya podríais haberlo observado! —contestó el joven, siempre con acento burlón.

—¡Os consideráis muy experto espadachín cuando tenéis la osadía de burlaros de un viejo oso polaco, muchacho! ¡Si es que en realidad sois un muchacho, ya que tengo mis dudas!

Al escuchar aquellas palabras, el joven se tornó lívido y un destello de ira brilló en sus ojos negros.

—Hace cuatro meses —exclamó— que lucho en las trincheras y en los fuertes; me conocen y nos conocemos todos. Os notificaré, además, que mi espada de muchacho conoce mejor a los turcos que la vuestra de matón. ¿Lo habéis oído, capitán aventurero?

En esta ocasión fue el polaco quien se tornó lívido.

—¿Yo un aventurero? ¿Y me lo dice el capitán Tormenta?

—¡El capitán Tormenta puede lucir en su armadura una corona ducal!

—¡Yo me colocaré una real en la coraza! —contestó el polaco, riendo—. ¡Sea lo que sea, yo afirmo, duque o… duquesa, que no tenéis suficiente valor para enfrentaros a mi espada!

—¡Duque, ya os lo dije! —exclamó el joven y bizarro capitán—. ¡Esto lo solucionaremos entre los dos!

Los mercenarios, que se habían reunido a la derecha de su capitán, cogieron las alabardas y dieron un paso hacia adelante, en actitud de precipitarse sobre el polaco y despedazarlo.

Incluso el propietario de la tienda se había levantado del banco y, habiendo tomado un barrilito, se disponía a lanzarlo sobre el temerario aventurero. Pero un imperioso ademán del capitán Tormenta lo retuvo.

—¿Ponéis en duda mi valor? —dijo con acento irónico—. De acuerdo: todos los días un joven turco, sin duda muy valeroso, llega bajo nuestras murallas para desafiar al más experto espadachín y medir con él sus armas. Mañana no dejará de acudir. ¿Sois lo suficientemente valeroso para enfrentaros a él? Yo, sí.

—¡Me lo tragaré de un bocado! —repuso el polaco—. ¡No me amedrentan los turcos! ¡No soy veneciano ni dálmata! ¡No valen lo que los tártaros rusos!

—¡Hasta mañana!

—¡
Belcebú
me lleve consigo si falto!

—Yo ya estaré allí.

—¿Quién será el primero en batirse?

—¡El que gustéis!

—Ya que soy el de más edad, yo seré el primero; luego lo intentaréis vos, capitán Tormenta.

—Que sea así, si es vuestro gusto. Por lo menos no se podrá decir que los defensores de Famagusta se matan entre ellos.

—Y será más prudente —convino el polaco—. ¡La espada de Laczinski matará de esta forma a un guerrero más del ejército de Mustafá!

El capitán Tormenta cogió el tabardo que uno de sus soldados le entregaba y, poniéndoselo sobre los hombros, abandonó la tienda mientras decía a sus hombres:

—¡Al fuerte de San Marcos! ¡En ese punto es donde los turcos están minando y donde el peligro es más grande!

Y salió, sin mirar a su adversario, acompañado por el señor Perpignano y los soldados, quienes, aparte de las alabardas, llevaban arcabuces.

El polaco permaneció en la tienda y, no teniendo cómo ni con quién desahogar su mal humor, embistió contra el taburete, rompiéndolo a golpes y puntapiés, entre grandes protestas del tabernero.

La compañía de los soldados al mando del capitán Tormenta, que tenía por teniente al señor Perpignano, se encaminó hacia el fuerte, cruzando callejuelas estrechas flanqueadas por casas de dos pisos.

La noche era muy oscura. Todas las ventanas se hallaban cerradas y los faroles apagados. Caía una lluvia menuda y continua acompañada de un viento caluroso, enervante, procedente del desierto de Libia, que cruzaba silbando por entre los tejados de las casas.

El cañón retumbaba más a menudo que antes, y de vez en cuando un proyectil de piedra, de los utilizados en aquel tiempo, cruzaba silbando por los aires, dejando detrás una estela de chispas y se abatía con sordo estruendo en el tejado de alguna casa, hundiéndolo y haciendo cundir el espanto entre los moradores de la casa.

—¡Vaya noche! —exclamó el señor Perpignano, que marchaba al lado del capitán Tormenta—. Los turcos no podían haber elegido otra más apropiada para intentar el asalto al fuerte de San Marcos.

—Será trabajo inútil, al menos de momento —replicó el capitán—. La hora trágica de la caída de Famagusta no ha sonado aún.

—Pero no tardará en sonar, si la República no se apresura a mandar socorros.

—Será mejor no contar sino con el valor de nuestras espadas, señor Perpignano. La
Serenísima
se halla muy ocupada en proteger sus colonias de Dalmacia, y las galeras turcas navegan por las aguas del archipiélago y del Jónico, prestas a exterminar a quien acudiera en nuestro socorro.

—En tal caso habrá de llegar el día en que debamos rendirnos.

—Y también dejarnos asesinar, ya que estoy enterado de que el sultán ha ordenado llevar la lucha a degüello a fin de castigar nuestra prolongada resistencia.

—¡Miserable! ¡Nosotros habremos tal vez muerto ya y no estaremos presentes en tal exterminio, capitán! —dijo el señor Perpignano, suspirando—. ¡Desdichados habitantes! ¡Mejor sería para ellos quedar sepultados totalmente!

—¡Callad, teniente! —repuso el capitán—. Siento una gran congoja al pensar en el instante en que esas fieras procedentes del caluroso desierto de Arabia penetren en Famagusta, anhelosas de sangre igual que tigres.

La compañía había abandonado ya el recinto de la ciudad, alcanzando una amplia explanada cerrada en un lado por las casas y en el otro por una larga muralla, en la cual ardían varias antorchas.

La luz de las antorchas bastaba para ver a los guerreros que se movían en todas direcciones, pero no para reconocerlos, ya que el viento hacía oscilar las llamas de modo fantasmagórico. De vez en cuando un relámpago rasgaba las tinieblas, acompañado de un estampido.

Detrás de los artilleros, una gran fila de mujeres, algunas con suntuosas ropas, avanzaba en silencio, portando a duras penas enormes sacos, cuyo contenido arrojaban por encima de la muralla, afrontando, impertérritas, los proyectiles de los sitiadores.

Eran las valerosas mujeres de Famagusta, que reforzaban las murallas, minadas sin cesar por los enemigos, con las ruinas de sus moradas, abatidas por el bombardeo de los infieles. Un ejemplo más de que la valiente actuación de las mujeres puede decidir el final victorioso de un asedio prolongado. Históricamente, han sido muchas las heroínas de todas las 30 razas que han hecho honor a su sexo manteniendo alto el ánimo de los sitiados sin contribuir al desespero general.

2. El sitio de Famagusta

El año 1570 comenzó de una forma trágica para la República de Venecia, la mayor y más temible enemiga de los turcos. Ya había cierto tiempo que el rugido del león de San Marcos se había debilitado; en primer lugar el Negroponto, en Dalmacia, y luego las islas del archipiélago griego, habían recibido las primeras heridas, pese a la heroica defensa que sus moradores opusieron a los asaltos iniciales del enemigo.

Selim II, el formidable sultán de Constantinopla, dueño del Bósforo, vencedor de húngaros y austriacos, dominador de Egipto, Trípoli, Túnez, Argelia, Marruecos y parte del Mediterráneo, sólo aguardaba el momento adecuado para tomar definitivamente las últimas colonias que en Levante poseía la República.

Confiado en la fiereza y el fanatismo de sus súbditos y contando con grandes fuerzas navales, no le costó mucho encontrar una disculpa para iniciar la guerra contra los venecianos, quienes, por otra parte, empezaban a dar indicios de decadencia.

La concesión de la isla de Chipre por Catalina Cornaro a la República fue la chispa que hizo prender la pólvora.

El sultán, considerando sus posesiones de Asia Menor en peligro, y confiando en su poderío, conminó, sin más explicación, a los venecianos para que entregaran la isla, culpándolos de ayudar al corsario Pomanteni, que armaba sus galeras con daño para los súbditos de la Media Luna.

Como era de imaginar, el Senado veneciano replicó despectivamente a la intimidación del bárbaro sucesor del profeta, y había juntado todas sus tropas, diseminadas por oriente y Dalmacia, disponiéndose con gran entusiasmo para la campaña.

La isla de Chipre sólo tenía en aquel tiempo cinco ciudades: Nicosia, Famagusta, Baffo, Arines y Lamisso. Pero solamente las dos primeras estaban en disposición de ofrecer resistencia, ya que eran las únicas amuralladas.

Se dieron instrucciones para fortificar los muros lo más posible y constituir un amplio campo atrincherado en Lamisso, para reunir las tropas venecianas, que ya estaban en movimiento, bajo las órdenes de Guillermo Zane, y hacer acudir lo más rápidamente posible desde Candía a la flota de Marcos Quirini, uno de los mejores marineros con que en aquella época contaba la República.

Nada más declarada la guerra, las fuerzas enviadas por el Senado desembarcaron, sanas y salvas, en Lamisso, merced a la protección de Quirini.

Se componían aquellos refuerzos de ocho mil hombres de a pie, entre venecianos y mercenarios, dos mil quinientos de a caballo y bastantes piezas de artillería. La guarnición de la isla sólo era entonces de diez mil infantes, entre arcabuceros y alabarderos; cuatrocientos mercenarios dálmatas y quinientos de caballería, pero a ellos se habían unido muchos habitantes, entre ellos varios venecianos, quienes, pese a su linaje, no despreciaban dedicarse al comercio.

Conocedores de que los turcos, con muy poderosas fuerzas, habían desembarcado ya bajo el mando del gran visir Mustafá, que era considerado como el más experto y más feroz general turco, los venecianos dividieron sus tropas en dos cuerpos, decidiendo atrincherarse en Nicosia y Famagusta, determinados a resistir en sus posiciones el imponente asalto de las hordas enemigas.

Nicolás Dandolo y Francisco Contarini dispusieron la defensa de la primera ciudad; Astorre Baglione, con Bragadino, Lorenzo Tiépolo y el capitán albano Manuel Spilotto, convinieron resistir en la segunda ciudad hasta la llegada de los refuerzos, que la República prometió de una manera solemne.

Mustafá, que contaba con un ejército siete u ocho veces superior en número, llegó casi sin luchar, y en poco tiempo, ante las murallas de Nicosia, plaza que, por considerar la más fuerte, deseaba rendir antes.

Una furiosa acometida, realizada a un tiempo contra los fuertes de Podacataro, Constanzo, Trípoli y Dávila, tuvo para los turcos un resultado desastroso, ya que una imprevista y acometida salida, llevada a efecto por el teniente César Provene, les causó considerables estragos.

El 9 de septiembre de 1570 Mustafá reanudó el ataque, y al alborear el día lanzó sus numerosísimas tropas contra el fuerte de Constanzo, y consiguió conquistarlo luego de una sangrienta lucha.

Al verse vencidos, los venecianos se rindieron con la condición de que se les respetara la vida.

El feroz visir aceptó y, en cuanto la ciudad fue invadida por sus fuerzas, echó al olvido su palabra, ya que ordenó degollar a todos sus defensores y también al pueblo, que colaboró en la lucha.

El valeroso Dandolo fue el primer sacrificado y veinte mil personas fueron muertas, convirtiéndose la infortunada ciudad en un triste cementerio.

Solamente veinte nobles —de los que el sanguinario visir esperaba un buen rescate— y las mujeres y niñas de Nicosia fueron la excepción, si bien estas últimas para ser enviadas como esclavas a Constantinopla.

Las huestes islámicas, enardecidas por tan fácil triunfo, marcharon sobre Famagusta, pensando rendirla a la primera embestida.

En aquel espacio de tiempo, Baglione y Bragadino no habían permanecido inactivos: se dedicaban a reforzar la defensa, mientras esperaban la llegada de los refuerzos venecianos.

El 19 de julio de 1571 las huestes turcas acamparon en las proximidades de la ciudad e iniciaron el sitio. Al otro día intentaron el asalto de la población pero, al igual que les ocurrió en Nicosia, fueron rechazados con grandes pérdidas.

El 30 de julio, tras un incesante bombardeo y de ininterrumpidos trabajos para minar las torres y los fuertes, Mustafá condujo por segunda vez sus tropas al asalto y de nuevo la valentía de los soldados de Venecia triunfó. Todos los habitantes colaboraban en la defensa incluso las mujeres, las cuales habían luchado valerosamente junto a los soldados de la República, sin inmutarse ante la fiereza de los asaltantes ni frente a sus cimitarras, y escuchando impertérritas el continuo retumbar de los cañones.

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